Eduardo cerró los ojos. Le habló de María, una mujer dulce que había amado profundamente, pero a la que había perdido por su cobardía. Le contó que cuando María murió, ella dejó una hija. Una niña que él nunca se atrevió a buscar. Que estuvo en prisión por un delito menor justo cuando ella falleció, y que cuando salió, ya habían pasado dos años. Se convenció de que su hija estaría mejor sin él.

—Era un cobarde —dijo—. Un miserable que no merecía una segunda oportunidad.

Isabela lo escuchó en silencio, con lágrimas en los ojos. No podía creerlo. Su padre sabía de su existencia. Había elegido no buscarla. No fue una desaparición accidental. Fue una decisión.

Esa noche no pudo dormir. Se debatía entre revelarle la verdad o dejarlo morir sin saber quién era ella realmente. Al final, el deseo de sanar —aunque fuera un poco— pudo más.

Al día siguiente, Eduardo entró en crisis. Los médicos aseguraron que no pasaría de esa noche. Isabela pidió cubrir el turno nocturno. No podía permitir que muriera sin saberlo.

Cuando estuvieron solos en la habitación, con solo el pitido suave del monitor acompañándolos, se sentó junto a él. Le tomó la mano.

—Mi nombre es Isabela María Torres Mendoza —le susurró.

Eduardo entreabrió los ojos, confuso.

Ella le mostró una foto de su madre, la única que había salvado de su infancia en el orfanato. Al verla, Eduardo rompió en llanto. Reconoció inmediatamente a María. Luego la miró a ella, realmente la miró. Y entonces lo supo.

—Isabela… mi hija… —balbuceó, con la voz quebrada.

La conversación que siguió fue desgarradora. Eduardo le pidió perdón una y otra vez. Le explicó su miedo, su vergüenza, su eterno arrepentimiento. Isabela lloró. Lloró por la niña que esperó durante años, por la joven que creció sola, por la mujer que aprendió a vivir sin raíces.

Pero también, contra todo pronóstico… lo perdonó. Porque frente a ella ya no había un hombre fuerte, poderoso o distante. Había un anciano frágil, roto, humano. Uno que había pagado caro por sus errores.

Esa noche, Isabela lo acompañó hasta el final. Sostuvo su mano hasta su último aliento. Y aunque su historia había comenzado con abandono, terminó con perdón. Y eso, a veces, es más poderoso que el amor.