Santiago suspiró. ¿Una niña de la calle advirtiéndole sobre un atentado? Sonaba absurdo. Pero entonces, Roberto asomó la cabeza por la ventanilla.

—Patrón, hay algo raro con el combustible. Huele… diferente.

Santiago sintió un escalofrío. Roberto jamás se había quejado en treinta años de servicio.

—¿Diferente cómo?

—No sé explicarlo… como químico, pero más fuerte.

La niña lo agarró de la manga.

—Se lo dije. Por favor, créame.

Y por primera vez en años, Santiago hizo caso a su instinto.

—¡Roberto, bájate del avión! ¡Ahora!

—¿Qué? ¿Pero por qué?

—¡Que te bajes!

El piloto apenas puso un pie en el suelo cuando una explosión desgarró el aire. El jet estalló en mil pedazos, convirtiéndose en una bola de fuego que iluminó todo el aeropuerto. Santiago cayó al suelo, aturdido. El estruendo le dejó zumbando los oídos mientras fragmentos de metal volaban por los aires.

Cuando logró incorporarse, buscó con desesperación a la niña. Pero había desaparecido.

Los bomberos corrían hacia el avión en llamas. Roberto, temblando, se sentó en el suelo, con las manos en la cabeza.

—Dios mío… Si no me bajo…

Un oficial se acercó rápidamente.

—Señor Ledesma, soy el comandante Morales. Necesito hacerle algunas preguntas.

—Fue sabotaje —susurró Santiago, aún con la mirada fija en los restos del jet—. Una niña me lo advirtió.

—¿Una niña?

—Sí… estaba aquí… no sé dónde se fue.

—¿Puede describirla?

—Pelo negro, larga. Ropa sucia. No tendría más de diez años.

—¿Le dijo su nombre?

—No. Solo gritó que no subiera.

Morales anotó todo. El aeropuerto se llenó de policías, bomberos, paramédicos y rumores. Santiago caminó entre los restos humeantes del jet, sintiendo el peso de una verdad inquietante: alguien quería verlo muerto.

—Vamos a necesitar una lista de personas que podrían querer hacerle daño —dijo Morales.

—Será larga, comandante. Pero podemos empezar por los más peligrosos.

En su mente apareció el nombre de Ramiro Aguado, su exsocio, despedido años atrás por desfalco. Ramiro le había jurado que se arrepentiría. ¿Habría llegado tan lejos?

Esa noche, Santiago no durmió. A las cuatro de la mañana llamó a su jefe de seguridad.

—Revisa todas las cámaras del aeropuerto. Busca una niña, entre las 2 y las 3 de la tarde. Zona de carga.

Horas después, en su oficina del piso 50, Santiago reunió a los supervisores del aeropuerto.

—¿Alguien vio a una niña ayer? Pelo negro. Ropa rota.

Uno de ellos murmuró:

—Señor Ledesma… siempre hay niños de la calle rondando. Es difícil…

Pero Santiago no aceptaba excusas. Esa niña había salvado su vida.

Martín, su jefe de seguridad, llamó minutos después.

—Patrón, malas noticias. Las cámaras de la zona de carga no funcionaban ayer. Fueron desactivadas.

—¿Todas?

—Sí. Pero un trabajador externo dice que vio a una niña esconderse en un camión el día anterior. Al parecer pasó la noche ahí y salió corriendo directo a la pista al día siguiente.

Santiago colgó con el corazón acelerado. La niña había planeado salvarlo. ¿Por qué?

En ese momento, su teléfono sonó. Un número desconocido.

—¿Santiago Ledesma?

—Sí. ¿Quién habla?

—Soy Clara Robles, periodista. Sé quién es la niña que le salvó la vida.

Santiago guardó silencio.

—¿Qué?

—Sé quién es… y dónde vive. Pero hay cosas que debe saber sobre su empresa. Nos vemos en una hora. Café La Frontera, Avenida Constitución.

Aunque detestaba a los periodistas, Santiago no podía ignorar la oportunidad. Tal vez, detrás de esa niña, se escondía un secreto más grande. Y él estaba dispuesto a descubrirlo.