Minutos después, la sala se estremeció cuando Ferraz entró. Alto, con porte decidido, pidió asumir la defensa del acusado. El fiscal protestó. Larissa, firme: “Aceptado”.

Ferraz actuó con precisión quirúrgica. Desmontó el caso con argumentos legales y humanos:

No hay allanamiento donde no hay intención, solo desesperación. No hay crimen, hay abandono.

Silencio.

Y entonces, miró a Antonio con atención. Algo en su postura, pese a la decadencia, revelaba firmeza, disciplina. No era un indigente más. Era un soldado roto por la vida.

Al salir del tribunal, Ferraz se acercó a Larissa.

—Dime la verdad. ¿Quién es él?

Ella bajó la voz, con un nudo en la garganta:

—El hombre que salvó la vida de mi hermano.

Ferraz asintió lentamente. Su respuesta fue simple, pero definitiva:

—Entonces no vamos a dejar que esto pase como un caso más.


Epílogo:

Una semana después, Antonio Ribeiro fue absuelto. Pero lo más importante no fue la sentencia. Fue lo que vino después.

Ferraz y Larissa movieron cielo y tierra. Lo ayudaron a ingresar en un programa para veteranos, le dieron asistencia médica, una vivienda digna. Larissa lo visitó una tarde y, con lágrimas contenidas, le mostró una carta.

—Mi hermano la escribió para ti. Nunca pudo dártela.

Antonio la leyó con manos temblorosas. Al terminar, no dijo nada. Solo lloró. Por primera vez en años.

Porque finalmente, alguien lo recordaba.

Porque ya no era invisible.

Porque el mundo, al fin, le devolvía algo de lo que él había entregado.

Porque los verdaderos héroes no deberían dormir en la calle.