La estación de tren estaba llena de ruido: maletas golpeando el suelo, altavoces anunciando salidas, pasos apresurados. Entre todo ese movimiento, un anciano de cabello blanco se detuvo frente a la máquina de café. Cuando levantó la vista, vio un rostro que creyó imposible.
Ella estaba allí, de pie, con un abrigo gris y una bufanda roja. Sostenía un billete en la mano y miraba el tablero de horarios con la misma concentración de antaño.
El corazón de él se aceleró. Caminó hacia ella, dudando.
—¿Eres tú… Leyla?
Ella giró lentamente. Tardó unos segundos en reconocerlo, pero al ver aquellos ojos oscuros, la memoria la golpeó de golpe.
—No puede ser… ¿Kemal?
El silencio que siguió fue tan intenso como un rugido. Medio siglo había pasado desde la última vez que se vieron. Eran jóvenes entonces, enamorados, hasta que la vida los separó con promesas incumplidas y cartas que nunca llegaron.

—Has cambiado —susurró ella, con la voz quebrada.
—Tú también. Pero tus ojos… siguen siendo los mismos.
Se quedaron allí, torpes, como si el tiempo se hubiera doblado. La gente pasaba a su alrededor, ajena a ese reencuentro improbable.
—¿Cómo… cómo es posible que estemos aquí, hoy? —preguntó ella.
Él sonrió con tristeza.
—Tal vez el destino también compra boletos de tren.
Decidieron sentarse en una cafetería cercana. Las primeras palabras fueron cautelosas, como si temieran romper un cristal. Hablaron de lo obvio: sus hijos, los trabajos, las ciudades que habían habitado. Pero pronto llegaron los recuerdos.
—¿Recuerdas aquella tarde en el muelle? —preguntó él.
Ella rió suavemente.
—Cómo olvidarla… Tú saltaste al agua para impresionarme y casi te ahogas.
—Y tú gritabas como si el mundo se acabara. Creo que desde entonces supe que te amaba.
Los ojos de ella se humedecieron.
—Yo también te amaba, Kemal. Pero… nunca viniste a buscarme.
Él bajó la mirada.
—Te escribí cartas. Todas. Nunca recibí respuesta.
—Yo también escribí. —Ella apretó el billete en su mano—. Quizá el destino se divirtió perdiendo nuestro correo.
El silencio cayó entre ellos. Medio siglo de preguntas no podía resolverse en una tarde. Pero en sus miradas había más ternura que reproches.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella, con voz temblorosa.
Él tomó aire, como si diera un salto al vacío.
—Podemos volver a despedirnos… o podemos aprovechar lo que queda.
Ella lo miró largo rato. Finalmente, sonrió.
—Siempre fuiste un loco valiente. Y yo siempre quise seguirte.
Salieron juntos a la explanada de la estación. La tarde caía, y las luces comenzaban a encenderse. Se tomaron de la mano, torpes, como adolescentes en su primera cita.
—¿Sabes qué es lo más increíble? —dijo ella, mientras caminaban despacio.
—¿Qué?
—Que después de cincuenta años, aún siento que el tiempo no logró robarnos todo.
Él sonrió, con lágrimas brillando en sus ojos.
—Quizá el amor no desaparece. Solo espera en silencio a que alguien lo despierte.
Esa noche, en la libreta de aventuras que él llevaba consigo, escribió una nueva página, temblando de emoción:
“Hoy descubrimos que cincuenta años no borran un sentimiento verdadero. Que los trenes no solo llevan a destinos lejanos, también traen de vuelta a las personas que creías perdidas para siempre. Y que a veces, lo imposible llega con retraso, pero llega.”
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