Hoy quiero recordar algo que cambió mi vida por completo.
Era invierno y me dirigía a la universidad en autobús. Hacía un frío que calaba los huesos, los cristales estaban empañados y el aire olía a tabaco barato y ropa húmeda. En una parada subió un hombre de unos cincuenta años. Se aferraba al pasamanos como si fuera lo único que lo mantenía en pie. Al principio pensé que estaba borracho, pero pronto noté que algo no andaba bien: tenía la mirada perdida, la piel grisácea y se movía con mucha lentitud.
Bajamos en la misma parada. No sé por qué lo hice, pero lo seguí. Caminaba tambaleándose, como si cada paso le costara una eternidad. Me acerqué a él y le pregunté:
—¿Se encuentra bien?
Me miró con los ojos llenos de dolor, pero antes de poder responder, se desplomó en el suelo.
Me arrodillé a su lado, intenté reanimarlo, lo sacudí, le hablé. Nada. La gente pasaba de largo. Algunos desviaban la mirada, otros fingían no ver. Incluso hubo quienes apresuraron el paso. Solo yo me quedé allí, gritando por teléfono mientras pedía una ambulancia.
Por suerte, los paramédicos llegaron rápido. Actuaron con precisión, sin perder un segundo. Uno de ellos, ya mayor, con las sienes plateadas, me miró y me dijo:
—Buen trabajo. Sin ti, no habría sobrevivido.
Asentí con la cabeza y me fui a clase. Llegué tarde, pero con el corazón tranquilo. Sabía que había hecho lo correcto.
En ese entonces vivía solo con mi madre. Mi padre se había marchado antes de que yo naciera. Ella trabajaba como barrendera y yo la ayudaba como podía, levantándome de madrugada para quitar la nieve o cargar bolsas pesadas. No nos quejábamos. Solo seguíamos adelante.
Hasta que, una mañana helada, un coche de lujo se detuvo frente a nuestra casa. De él bajó una mujer elegante, con ese aire de quien nunca ha conocido la necesidad.
—¿Eres Javier? —preguntó.
—Sí…
—El médico me dio tu dirección. Salvaste a mi marido. Sin ti… no estaría vivo. Gracias.
Me entregó un sobre. Dentro había suficiente dinero para saldar todas las deudas de mi madre. Fue la primera vez que la vi llorar de felicidad.
Pude terminar mis estudios y entré en el cuerpo de Protección Civil. Mi madre siempre me decía:
—Eres un hombre de verdad, hijo. De esos que ya casi no existen.
Años después conocí a Lucía. Sencilla, inteligente, auténtica. Cuando la llevé a casa, mi madre la abrazó como si ya fuera parte de la familia.
—Una mujer como ella es la que te mereces —me susurró.
Llegó el día de conocer a sus padres. Yo estaba nervioso: su familia era de otro mundo. Su padre, empresario; su madre, profesora universitaria. Al entrar, el padre de Lucía palideció y se quedó mirándome fijamente.
—¿Eres tú?… —murmuró.
Se levantó y me abrazó con fuerza.
—Lucía, ¿recuerdas la historia que te conté? Del joven que me salvó la vida… Es él.
Lo reconocí. Era el hombre al que no dejé solo en la calle. Sus ojos, que un día vi vacíos, ahora brillaban llenos de lágrimas. Se volvió hacia su esposa y dijo:
—El destino siempre sabe cómo devolver lo que das.
Lloramos todos, sin vergüenza. Su hija sería mi esposa. Y él, mi suegro.
Así es la vida: un solo acto de humanidad puede transformar muchas vidas para siempre.
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