Roberto estacionó frente a una vecindad desgastada, el número pintado con brocha torpe: 143. Beatriz apretó el bolso contra el pecho, como si fuera un escudo.

—¿Está segura, licenciada? —preguntó Roberto, volteando hacia ella.

—Nunca lo estuve tanto —respondió Beatriz con una voz que le salió más firme de lo que sentía.

El portón rechinó cuando una vecina lo empujó para salir con su balde de agua jabonosa. Beatriz aprovechó y entró, siguiendo el pasillo húmedo. En la quinta puerta, un número cinco apenas colgaba de un clavo.

Tocó.

Pasaron segundos que parecieron años. Al fin se abrió y apareció la niña de las rosas, con las trenzas un poco despeinadas.

—¡Señora! —dijo, sorprendida, pero con una sonrisa sincera—. Pasen, por favor.

La sala era pequeña, ordenada a medias, con olor a café recalentado. Había juguetes viejos en una caja, y sobre la pared, una foto enmarcada: Clara, joven, abrazando a la niña cuando era bebé.

Beatriz se quedó helada. Porque Clara no era una desconocida. La conocía. De hacía años, de otra vida casi: había sido su empleada doméstica durante un tiempo breve, cuando Marcela apenas tenía seis años.

De la cocina salió una mujer de cabello recogido, ojos cansados, pero con una dignidad que iluminaba el cuarto. Clara se detuvo al verla.

—Beatriz… —susurró, con un temblor en los labios—. No pensé que algún día…

Beatriz apenas podía respirar. Señaló el dije, brillando en el cuello de la niña.

—Ese ángel… no es tuyo.

Clara se mordió el labio, como quien sabe que una tormenta ya no se puede detener.

—No, Beatriz. Ese ángel no es mío. Es de Marcela.

El silencio se quebró en mil pedazos.

Beatriz dio un paso al frente.

—Dime la verdad. —Su voz fue un filo—. ¿Qué hiciste con mi hija?