Marina no pudo evitar sentirse asfixiada en su propio hogar. Había sido su propio refugio, su pequeño mundo de calma, pero todo había cambiado en el momento en que Alexey le dijo, sin ninguna emoción, que había solicitado el divorcio y la división de bienes.

“¿Sabes que la mitad de tu apartamento ahora me pertenece, verdad?”, le dijo, como si hablara de cualquier cosa trivial.

Marina miró los papeles que Alexey tenía frente a él, el rostro de él, relajado en su silla, con una sonrisa satisfecha. Por un segundo, sus palabras no hicieron eco en su mente. Había sido una mañana llena de emociones para ella. Un mensaje llegó en su teléfono diciendo: “Los documentos están registrados. ¡Enhorabuena!”, y ella, al pie de la ventana, había llorado de felicidad por primera vez en mucho tiempo.

Para Marina, ese apartamento significaba mucho más que paredes y muebles nuevos. Era su libertad, la libertad de vivir en un espacio donde ya no tenía que pedir permiso ni ser objeto de críticas constantes. No más la mirada desaprobadora de su suegra, Galina Serguéievna, que siempre encontraba algo que criticar: su café, su forma de doblar la ropa, la cantidad de veces que “daba portazos demasiado fuertes”.

Marina había trabajado incansablemente, ahorrando cada rublo, sacrificando todo lo que podía para poder comprar su propio hogar. Alexey nunca apoyó sus sueños. Siempre prefería que su madre, Galina, se encargara de todo, mientras él disfrutaba de su vida sin preocupaciones.

Pero todo eso ahora parecía irse al traste. Alexey, con su tono calmado y satisfecho, afirmaba que la ley estaba de su parte, que todo lo que adquirieron durante el matrimonio debía dividirse a la mitad. A Marina le costaba creerlo.

“¿De verdad crees que puedes quedarte con lo que nunca aportaste ni un céntimo?”, le preguntó, su voz temblando por la incredulidad y la ira contenida.

Él encogió los hombros, haciendo un gesto que le pareció excesivamente despreciativo. La verdad era que Marina ya no se sorprendía de nada que él dijera o hiciera. Su actitud arrogante y egoísta ya no la afectaba como antes.

“Lo sabías, ¿verdad?” preguntó Marina a Galina, quien acababa de aparecer en la puerta, observando la escena con una sonrisa victoriosa.

Galina se acercó lentamente, como una serpiente que se acerca a su presa, y con su voz suave, pero llena de veneno, le respondió: “Cariño, solo estamos pensando en tu futuro. Será más fácil para ti si accedes.”

Marina la miró fijamente, sintiendo que el aire se le escapaba de los pulmones. Todo había sido parte de un plan, un juego que Alexey y su madre habían estado preparando desde el principio. Su sacrificio, su esfuerzo, su dinero, todo había sido una moneda de cambio en su pequeño juego de poder.

“Entonces, ¿solo estaba conmigo por el apartamento?”, preguntó Marina, su voz llena de amargura.

“Lo que pasó, pasó”, respondió Alexey, como si nada de eso importara realmente.

Pero en ese momento, Marina supo que ya no era una víctima. Había llegado el momento de tomar el control.

Al día siguiente, con la mente fría y decidida, tomó su primer paso. Se dirigió al banco, con una determinación clara en su rostro.

“Extractos de los últimos tres años, todo lo relacionado con esta cuenta”, dijo con firmeza, su voz nunca vacilando.

Veinte minutos después, tenía lo que necesitaba: la confirmación de que ni un solo rublo de su herencia había sido tocado. Todos los fondos utilizados en la compra del apartamento provenían de su propia herencia, algo que Alexey y su madre no sabían.

Marina sonrió por dentro, pero no lo mostró. Sabía que su próximo movimiento sería definitivo. Se acercó al abogado, quien revisó los documentos con rapidez.

“Su caso es sólido. La herencia es propiedad personal. Y todos los gastos de renovación se pagaron con cargo a su cuenta”, dijo el abogado, dándole un papel con su firma.

Marina estaba lista. Esta vez, la ley estaba de su lado. Su divorcio no solo significaba liberarse de Alexey, sino también asegurarse de que nunca más pudiera robarle lo que era suyo.