Por fin llegó el día que nadie en Japón quiere recordar, pero que en Argentina se cuenta como una leyenda en cada rincón donde el boxeo es religión.

Era el 12 de diciembre de 1968, y en el Nippon Budokan de Tokio, el orgullo nipón Takeshi “Paul” Fuji se disponía a defender su corona mundial superligero. El ambiente estaba cargado de honor samurái, patrioterismo a flor de piel y una seguridad casi arrogante de que el argentino no saldría vivo del ring.

Pero lo que nadie imaginaba es que esa noche nacería uno de los capítulos más insólitos, mágicos y humillantes de la historia del boxeo. Porque esa noche apareció un hombre con pinta de dormido, sonrisa burlona y manos bajas. Ese hombre era Nicolino “El Intocable” Locche, un fumador empedernido, un artista del esquive, un genio incomprendido que parecía más un actor de tango que un gladiador.

El huracán contra el humo

Fuji era dinamita pura. Su récord lo decía todo: un 87% de nocauts, puños como mazos, agresividad sin filtros. Cuando subía al cuadrilátero, sus rivales no sabían si pelear o correr. Y ahí, en medio de esa tormenta de expectativas, apareció Locche… caminando como si fuera al kiosco, sin tensión, sin guardia, sin miedo.

Desde el primer campanazo, Fuji se lanzó como toro embravecido. Cada golpe buscaba arrancarle la cabeza al mendocino. Pero Nicolino no estaba ahí. O sí estaba, pero se movía como humo. Cada volado pasaba rozando el vacío. Cada gancho fallaba por un suspiro. Era como tratar de atrapar el viento con las manos.

Y lo más irritante: Locche bailaba. Con las manos bajas, apenas moviendo la cintura, inclinando el torso, dando un pasito al costado. Nada de golpes espectaculares. Sólo un jab por aquí, un toque por allá. Pequeñas caricias que no tumbaban, pero desesperaban. Poco a poco, el huracán Fuji se convertía en un vendaval errático, frustrado y sin brújula.

Una lección de boxeo y psicología

Mientras el japonés tiraba combinaciones salvajes, Nicolino parecía escuchar tangos en su cabeza. Esquivaba con ritmo, con gracia. Y cuando tenía ganas, lanzaba esos jabs que no hacían daño, pero marcaban territorio. Y lo hacía con una sonrisa, con un desdén elegante que fue minando la moral del campeón.

Locche no sólo esquivaba golpes, esquivaba el ego de Fuji. Le hablaba durante la pelea, lo invitaba a atacar con gestos, lo provocaba bajando la guardia completamente. Y mientras el japonés se desesperaba, la multitud nipona pasó del rugido al silencio tenso. Ya no sabían si estaban viendo boxeo o un acto de ilusionismo.

Para el octavo asalto, Fuji era una sombra de sí mismo. Su rostro era un mapa de frustración, sudor y sangre. El ojo izquierdo casi cerrado. Su técnica, deshecha. Sus golpes, lentos y sin alma. Y Locche seguía intacto, fresco, como si estuviera en una sesión de spa. Cada jab del argentino era un clavo más en el ataúd del campeón.

La caída del ídolo

En el décimo round, Fuji hizo su último intento. Salió con el corazón, con lo que le quedaba de orgullo. Pero Nicolino ya lo había descifrado por completo. Lo esquivó con insultante facilidad y comenzó a conectar combinaciones limpias, quirúrgicas, sin potencia, pero con precisión de relojero suizo.

La esquina japonesa no aguantó más. La toalla blanca voló por el aire. El árbitro intervino. Se acabó. ¡Se acabó!

Nicolino Locche había logrado lo impensable: derrotar al campeón en su casa, frente a su gente, sin tirar un solo golpe brutal, sin buscar el nocaut, sin romper el molde de su estilo único.

Lo suyo fue una obra de arte, una sinfonía de esquives, una humillación táctica. El Nippon Budokan, mudo como un cementerio, fue testigo de una verdad rotunda: en el boxeo, la inteligencia puede ser más peligrosa que la fuerza bruta.

El triunfo del estilo sobre la violencia

Aquel día, el “intocable” se convirtió en leyenda. No sólo ganó un cinturón. Redefinió el boxeo. Demostró que se puede bailar con la muerte sin dejarse tocar. Que se puede fumar entre rounds y aún así escribir poesía con los guantes. Que se puede vencer al monstruo con paciencia, cabeza fría y una sonrisa canchera.

Y así, en pleno Tokio, David venció a Goliat. No con una piedra, sino con un simple movimiento de cintura.