El jurado se burló al verla entrar; la música los obligó a callar.
La primera vez que Alma Cruz vio el Palacio desde el camión, sintió que el estómago se le subía al pecho. La cúpula parecía una luna detenida a medio día; los ángeles de piedra, centinelas que lo habían visto todo. Ella apretó el estuche del guitarrón con los dedos entumidos por el viaje y por la idea de presentarse ante un jurado al que no le debía nada, pero de quien, de algún modo, dependía todo.
Venía de Zamora, Michoacán, con una mochila de mezclilla, una chamarra heredada y el instrumento que su abuelo llamó “compañero”. El guitarrón era más grande que ella, sí. La gente en la Central del Norte la miró con sonrisa y sorpresa; un niño susurró a su mamá que esa “guitarra gigante” parecía una ballena a punto de cantar. Alma sonrió; su abuelo decía que los niños siempre tienen razón cuando inventan nombres.
“Voces del País”, el programa de talentos que cada domingo llenaba salas y timelines, había convocado audiciones en Bellas Artes. La prima Renata había insistido: “Tienes que ir. Si te dicen que el guitarrón no cabe en cámara, haces que la cámara quepa en el guitarrón”. Alma se rió entonces; ahora, con el estuche cortándole el hombro, la frase le parecía menos chistosa y más profética.
El vestíbulo estaba lleno de gente perfecta: peinados que desafiaban el viento, trajes que brillaban como aluminio, uñas que parecían pequeñas esculturas. Alma buscó un rincón y se sentó con la espalda contra la pared. Sacó una foto arrugada del bisabuelo Tacho en el taller de Paracho, la puso sobre la tapa del estuche y respiró. Ahí estaba el olor a goma laca, a madera de pinabete, a manos viejas que escuchan antes de medir.
—¿Tú vas a tocar eso? —preguntó una joven con botas hasta la rodilla y eyeliner afilado, acercándose con paso de pasarela—. ¿En serio? Esto es televisión, no “La hora feliz” de la cantina.
—En serio —dijo Alma sin levantar la voz.
—M’hija, aquí necesitamos artistas del siglo veintiuno —intervino un chico con micrófono inalámbrico colgando del cuello—. Eso pesa y no cabe en el TikTok.
—El sonido sí —respondió Alma, y volvió a la foto.
Una asistente de producción gritó listas con la autoridad de quien cobra por tener prisa.
—¡Número 114, al lado izquierdo del escenario! ¡115, prepárate! ¿Alma Cruz? Eres la 116.
Alma levantó la mano. La asistente le echó una mirada de escáner, se detuvo en el estuche y arqueó la ceja con una sonrisa que no era sonrisa.
—¿Vas a entrar con… eso?
—Con mi guitarrón —repitió Alma, como quien dice su nombre.
—Ok, cariño. Solo… no tardemos. El jurado hoy está de mecha corta.
La sala respiraba frío. Tras la cortina, el escenario era una tabla de sacrificio, brillante y perfecta. Tres sillas negras, una mesa con vasos de agua, tres rostros que ya eran memes.
En medio, Arturo Bazán: productor, dictador de charts, el que podía cerrar la puerta del mercado con un chasquido. A la izquierda, Mónica Liévano: ejecutiva feroz, ojos grises y frases cortas; sabían de ella que había armado carreras como quien arma una silla sueca: eficiente, idéntica, funcional. A la derecha, Diego Aranda: cantautor querido por los músicos de barrio, el menos televisivo de los tres, el que a veces sonreía con las manos.
—Nombre —dijo Bazán sin levantar la vista del papel.
—Alma Cruz, de Zamora, Michoacán.
Levantó la mirada. Vio el estuche. Vio el instrumento salir de él como un animal manso y bello. Se rió. No con maldad abierta: con esa suficiencia de quien cree conocer todos los trucos.
—¿Un guitarrón? —repitió, saboreando cada sílaba—. ¿De veras? ¿Qué sigue? ¿Un salterio? ¿Un tololoche con luces?
La risa de Mónica fue una moneda de hielo.
—Mi amor —dijo, afilada—, esto es un show. Si queremos mariachis, llamamos al Día del Padre. ¿Traes pista? ¿Coreografía? ¿Algo que no… qué te digo… huela a boda en salón de fiestas?
Diego no rió. Solo se inclinó un poco hacia delante. Los ojos, atentos.
Alma no habló. Puso el guitarrón contra el cuerpo como lo había aprendido del abuelo: que la espalda se enderece, que las plantas de los pies encuentren el suelo. Recordó el consejo: cuando te tiemblen las manos, deja que tiemblen dentro de la música. Sacó el afinador, dio dos toques, ajustó con la oreja. El teatro se acomodó.
—Tienes tres minutos —cortó Bazán—. Y, por favor, sin gritos. La audiencia joven no está para melodramas.
—Quiero cantar “La Bruja” —dijo Alma—. A mi manera.
—Ay —Mónica ya estaba buscando algo en el teléfono—. Folklore otra vez.
—A tu manera —repitió Diego, apenas sonriendo—. Adelante.
El primer golpe fue bajo y ancho, un círculo que se abrió en el pecho de todos. No había amplificación aún; el instrumento habló solo. La cuerda vibró y la tabla armónica devolvió una respiración. Siguió un arpegio que no estaba en ningún método: tres notas colocadas como piedras en un río. El sonido no pedía permiso. Ocupó el aire sin empujarlo. Los técnicos, en la consola, miraron los medidores sin entender por qué no hacía falta empujar faders. No hizo falta.
Bazán no lo esperaba. La risa se le quedó entera, a media garganta.
Alma entró con la voz sin buscar truco. “De noche me voy a la mar…”. No la alzó: la dejó caminar. Cada frase tenía una hondura sin maquillaje. El guitarrón no acompañaba: conversaba. Bajos que sostenían sin aplastar; armónicos inquietos que nacían del roce lateral de los dedos. La cadencia no era de mariachi de restaurante ni de arreglo escolar: era caminata sobre tierra húmeda.
Mónica dejó el teléfono boca abajo. En algún lugar de su memoria, ese bajo le arrastró la silla de comedor: su tío sacando la guitarra un domingo y el coro de tías afinando risas.
Diego cerró los ojos un segundo para ordenar lo que estaba escuchando. La afinación exacta, sí; el tiempo interno sin metrónomo, también. Pero sobretodo, la decisión de no adornar lo que ya era hermoso.
Alma respiró al terminar la estrofa, y no entró. Dejó un hueco. El silencio cayó con peso de manta gruesa. Nadie se movió. Ni los camarógrafos. Ni los guardias que suelen bostezar a esa hora.
En el hueco, golpeó con el pulgar y el índice, seco, y el instrumento respondió con un latido claro. Siguió con una bordadura aguda que el guitarrón pareciera no conocer. El teatro escuchó cómo un “instrumento de acompañamiento” reclamaba por fin su voz.
Bazán se removió en la silla. Los hombros dejaron el gesto altanero. Se le movieron recuerdos que no sabía que guardaba: la abuela cantando “Veracruz, rinconcito…” mientras planchaba camisas a las cinco de la mañana, la primera vez que escuchó a un grupo en vivo cuando aún no tenía catorce.
—No puede ser —murmuró Mónica, casi para sí—. ¿De dónde saca ese color?
Diego sí lo supo: de la madera viva. De un instrumento que fue árbol y no lo olvidó.
Alma cambió de tonalidad como quien traza un arco. No para lucir; para decir algo que no cabía en la primera frase. “Dicen que no me quieren…” y el bajo bajó todavía un escalón más, como si abriera una puerta. No gritó jamás. Desnudó el lamento y lo dejó en hueso, pero el hueso caliente. Hubo una grieta perfecta, ese quiebre mínimo donde pasa la verdad.
El teatro entero entendió a la vez que la burla había quedado vieja.
En el backstage, la chica de botas miraba desde la rendija. Esperaba reír; encontró silencio de misa. El chico del micrófono inmenso se detuvo con el cable colgando como la cola de un perro que ya no sabe si está triste o manso.
—Sigue —susurró Diego, sin micrófono, sin darse cuenta de que había hablado.
Alma siguió. Metió una figura sincopada que puso a prueba el pulso del lugar. Llegó un remolino de rasgueos, pero armados con paciencia, como quien trenza el cabello a una niña que no quiere quedarse quieta. El guitarrón respondió con sonidos que parecían imposibles de ese cuerpo, y sin embargo estaban.
El final no fue un final. Fue un aterrizaje. Una cuerda vibró más que las otras; la sala percibió el último aire de madera. Entonces sí: silencio. Un silencio que no es ausencia, sino presencia.
Alma no bajó la mirada. Sostuvo el instrumento y esperó como quien escucha la respiración de otro antes de hablarle. Pasó un segundo. Dos. Tres. Primero se puso de pie Diego. Después Mónica. Luego Bazán, despacio, con las manos queriendo pedir perdón sin palabras. Los técnicos aplaudieron como si hubieran terminado de montar un escenario en tiempo récord; los camarógrafos, con las cámaras al hombro, se volvieron público.
—No… no esperaba esto —dijo Bazán, con la voz que no había usado nunca en televisión—. Me equivoqué desde la primera risa. Creí que venías a traer pasado. Trajiste presente.
Mónica no tuvo listos los adjetivos. Dejó los lentes sobre la mesa, se secó los ojos con el reverso de la mano, gesto raro en alguien que siempre tiene plan.
—No sé cómo mercadearlo —confesó con honestidad que sorprendió a todos—. Y eso es lo más hermoso que he dicho en este programa.
Diego se inclinó hacia el micrófono y sonrió ácida y dulcemente a la vez.
—Gracias por recordarnos que un instrumento es una voz. Y por usar la tuya sin pedir permiso.
La ovación duró más que muchas canciones. Los aplausos no eran cosa de protocolo; eran reconocimiento. Y también una disculpa compartida por haberse llenado de prejuicios con tanta facilidad.
—Pasas a la siguiente ronda, claro —dijo Bazán, recomponiendo un poco el personaje, pero sin el caparazón completo—. Pero además… —miró a Mónica y a Diego—, si aceptas, quiero producir un EP tuyo. Y quiero que sea con él —señaló el guitarrón—. Sin plastificar nada.
—Mi sello lo edita —añadió Mónica, levantando la vista, rezagada pero ya embarcada—. Sin intentar cambiarte. Para una vez en la vida, quiero amplificar sin maquillar.
—Y yo… quiero tocar en al menos dos temas —rió Diego—. Si me dejas aprender mientras.
Alma pensó en la abuela Berta contando frijoles sobre la mesa para que alcanzaran, en el abuelo Tacho soplando aserrín de la tapa armónica, en su padre doblando su único traje negro con una dignidad que dolía. Sintió el peso del instrumento, ese peso que sostiene, no que aplasta.
—Acepto —dijo.
El video de la audición salió esa misma noche en la cuenta oficial del programa. En horas, la canción cruzó las pantallas más allá de la audiencia de siempre. La gente compartía fragmentos sin subtítulos, como si la música trajera los suyos. El algoritmo, por una vez, pareció atender a algo distinto que la sorpresa: atendió al temblor.
En Zamora, la vecina Martha puso el celular en un vaso para que se oyera fuerte y llamó a las hijas. Don Roque, que decía que el internet no servía pa’ nada, se sentó con los lentes al borde de la nariz y dejó que se le mojara la barba blanca.
En los foros, el debate hizo fila: que si “no es para la tele”, que si “es música de boda”, que si “qué belleza”. Los últimos ganaron por goleada. Hubo quien escribió artículos sobre el “retorno de lo auténtico”; también hubo quien quiso convertirlo en etiqueta. Alma no le hizo caso ni a unos ni a otros. Fue al estudio con Diego, con un ingeniero que entendía que su mejor trabajo era quitar lo que sobra. Grabaron cuatro canciones en dos días y medio. En todas, el guitarrón era el timón.
El EP se llamó Latido de Cedro. No lo decidieron en junta creativa: lo dijo Alma sin pensar, y todos supieron que era perfecto. En la portada, un dibujo a lápiz del aro y la boca del instrumento; dentro, una dedicatoria: “Para quien talló la madera y para quien la escuchó”.
Bazán cambió a la vista de todos. Dejó de buscar “feats” como quien busca pegamento. Empezó a meter en el programa a gente rara para el horario: una violinista de Pátzcuaro que tocaba como si rezara; un huapanguero que rimaba con rabia y ternura. Cometió errores, claro, pero ya no por flojera. Mónica movió muebles en su sello; bajó carteles de campañas perfectas pero vacías y los cambió por fotos de ensayos en patios con perros. Se peleó con dos socios que no entendieron; se quedó con los que sí.
Diego llevó a Alma a tocar a un teatro mediano, sin pantallas. Anunciaron el concierto como quien invita a una sobremesa: “Vengan a escuchar”. La gente fue. Afuera, unos chicos se pusieron a vender camisetas con un dibujo del guitarrón. Alma compró dos y se rió de que su instrumento tuviera su propia mercancía.
El día del concierto, pidió lo de siempre: cinco minutos sola con el guitarrón antes de entrar. Tocó una escala lenta, acarició la tapa, se acordó del bisabuelo. “Ayúdame a decir esto bien”, susurró. No era ritual raro; era cortesía.
Entró. No habló mucho. “Buenas noches”. Y el primer golpe, que ya era su firma. La sala respiró con ella. Cantó “La Bruja” como en la audición; cantó “El Caminito” con una modulación que a Diego le arrancó una carcajada de placer en escena. Cantó una nueva, “Piedra y Pan”, que compuso en el camión de vuelta: sobre las manos que hacen, sobre la mesa larga, sobre la pobreza que no se deja humillar.
Cuando acabó, no hubo bises de diez minutos. Una más. Dos minutos de silencio para que se asentara lo escuchado. Y se fue.
Los tiempos cambian cuando alguien dice una verdad con un instrumento. En una secundaria de Tláhuac, un profesor cambió su clase del viernes: llevó un guitarrón prestado y dejó que cada alumno lo tocara una vez. En San Luis, un taller de luthería joven colgó un cartel que decía: “Aprendamos a escuchar la madera”. En Monterrey, un colectivo de rap invitó a un contrabajista de mariachi a grabar una línea de bajo en un track; quedó raro y hermoso.
Alma siguió siendo Alma. Nada de oficinas con alfombras nuevas; nada de auto con chofer. Un día, una marca enorme le ofreció usar un guitarrón dorado en un comercial. Se rió con educación y dijo que no. Hubo quien la llamó purista, como insulto. No le importó.
Volvió a Bellas Artes, ahora como invitada del programa para cerrar una gala. Pidió algo sencillo: empezar sin micrófono. “Pero la tele…”, dijeron. “Después lo prenden”, respondió. Aceptaron a regañadientes.
La primera nota, de nuevo, les recordó a todos que un teatro es un cuerpo. La vibración corrió por el piso y se elevó por el aire como el olor del pan. Cuando entró la amplificación, nadie se quejó. Al terminar, el jurado no dijo nada. No hacía falta.
Al salir por el callejón de carga, un niño de diez años la detuvo.
—¿Por qué ese bajo… se siente acá? —preguntó, tocándose el pecho.
—Porque fue un árbol —dijo Alma—. Y los árboles aprenden muy bien a hablar con el viento. Nosotros solo los escuchamos.
El niño no lo entendió por completo, pero se fue con la certeza de haber escuchado algo importante. Quizá no lo recordaría en palabras; le quedaría el latido.
Un día, la chica de botas —la que se burló en el vestíbulo— llegó al taller de Paracho donde Alma visitaba a un maestro luthier. Había perdido el brillo feroz y traía ojeras honestas.
—Vengo a aprender a escuchar —dijo, dejando el celular en la mochila—. Si me enseñas, yo sé cantar. Pero primero… eso. A escuchar.
Alma la sentó frente al banco de trabajo. No le dio discurso. Le puso la mano en la tapa de una guitarra a medio hacer.
—¿Sientes? —preguntó.
—¿Qué?
—Que está viva.
La chica parpadeó. Tardó un minuto. Y sonrió. El maestro, desde el fondo, asintió sin hacer ruido, con ese orgullo mínimo de quien ha visto prender una chispa.
El jurado se burló el primer día. Era fácil. Era lo que se esperaba de ellos. Lo que vino después no era predecible en un guion: un productor pidiendo disculpas en vivo, una ejecutiva dejando a un lado la planilla Excel para escuchar, un cantautor aprendiendo cosas nuevas cuando todos creían que ya no había nada que aprender. El público no cambió para siempre —nada cambia para siempre—, pero sí se permitió abrir una rendija. Por esa rendija entró un aire de campo, el sonido de una cuerda gruesa que habla como abuela.
Alma siguió viajando con su guitarrón enorme y sus manos pequeñas. En cada ciudad repetía el mismo gesto: tocar, dejar silencio, agradecer. No firmaba “para fans”; firmaba “para quien haga algo con esto”. A veces era un dibujo de una hoja; a veces, una dirección de taller popular; a veces, una lista de tres nombres de maestras que enseñan sin cobrar caro.
Una noche cualquiera, de regreso en Zamora, tocó en la cocina con su papá y sus primas. Había tamales, había vasos de vidrio, había risas que olían a canela. Nadie grabó. Nadie etiquetó a nadie. Cuando la última nota se asentó en la mesa, la abuela Berta, que ya hablaba poco, dijo:
—Ya se puede dormir la casa.
Y se durmió.
El guitarrón descansó en su rincón, con una luz amarilla tocándole el aro. Desde la calle llegó el ruido de una moto, el ladrido de un perro, la conversación simple de los vecinos. Nada extraordinario. Y sin embargo, si uno ponía la oreja contra el aire, podía escuchar ese rumor secreto que las ciudades tratan de olvidar: el latido de madera de un instrumento que ya no necesita que nadie lo defienda, porque aprendió a hablar y, cuando habla, el mundo escucha.
News
Niña desapareció en un aeropuerto en 1982 — 32 años después, su madre encontró su perfil en Facebook
Nadie recuerda el olor de un aeropuerto con tanta precisión como una madre que perdió a su hija allí. Carmen…
MADRE SOLTERA LE PIDIÓ FINGIR SER SU NOVIO POR 5 MINUTOS… SIN SABER QUE ERA MILLONARIO
El mercado central amanecía como todas las mañanas: montones de frutas reluciendo bajo el sol, voces que se cruzaban cantando…
Trabajaré día y noche, solo abriga a mis hijos, rogó el campesino a la viuda solitaria
El viento del desierto venía cargado de polvo fino y de un olor a mezquite recién quemado. En la loma,…
«¿Qué le está dando a mi hijo?» dijo el millonario al ver a una niña dándole algo a su hijo
—¿Qué le está dando a mi hijo? —bramó Ramiro Elisondo, el millonario, cuando encontró a una niña de trenzas oscuras…
Tenía solo 5 años… lloraba congelado en una parada vacía… y gritaba que su mamá volvería por él
La nieve caía lenta, con esa obstinación que vuelve irreconocible a una ciudad. Las fachadas parecían borradas por una tiza…
MILLONARIO DISFRAZADO PIDE TACO — MESERA LE DA UNA NOTA QUE LO DEJA PARALIZADO
El día que decidió dejar el reloj en la caja fuerte, Leonardo Mendoza sintió que se sacaba del cuerpo una…
End of content
No more pages to load