Mi nombre es Camila Torres, tengo treinta y dos años, y crecí en un pequeño pueblo cerca de Zapotlanejo, en el estado de Jalisco. Mis padres murieron cuando yo tenía dieciséis años, en un trágico accidente automovilístico en la carretera a Tepatitlán. Desde entonces, mi hermana menor, Lucía, y yo nos quedamos solas en el mundo.

Prometí ante sus tumbas que nada le faltaría a Lucía. Dejé los estudios, trabajé en fábricas, limpié casas, y hasta vendí comida en la calle solo para pagar su escuela. No había día en que mis manos no sangraran o mi cuerpo no doliera, pero verla sonreír valía todo.

Con el tiempo conocí a Adrián Morales, un hombre amable, trabajador —o al menos eso parecía. Me enamoré. Me casé con él creyendo que, por fin, Dios me daba un compañero con quien construir una vida tranquila.

Pero el destino tenía otros planes.

Después de años trabajando sin descanso, mi vista empezó a fallar. El médico fue claro: el estrés, la mala alimentación y la exposición continua a productos químicos habían dañado gravemente mis retinas.
Perder la vista fue como morir poco a poco.

Adrián cambió.
Ya no era el hombre dulce que conocí.
Empezó a llegar tarde, a oler a perfume ajeno, a esquivar mi tacto cuando intentaba abrazarlo.

Y cada vez que preguntaba “¿Dónde estabas?”, él respondía con frialdad:
—“No empieces, Camila. No ves, pero igual inventas cosas.”

Yo callaba.
Tenía miedo de quedarme sola.

Lucía, ya convertida en una joven hermosa, venía a menudo a visitarme. Su risa era la única luz en mi oscuridad. A veces escuchaba sus pasos y los de Adrián hablando bajo, riendo juntos en la cocina. Pensé que era cariño de cuñado y cuñada. Qué ciega fui… no solo de los ojos.

Un día, Lucía llegó emocionada.
—“¡Camila, me voy a casar!”

La abracé con ternura, feliz de que la vida le sonriera más que a mí.
—“¿Con quién, mi amor?” —pregunté sonriendo.

Ella solo respondió con un brillo extraño en los ojos:
—“Es alguien que tú conoces… pero quiero darte la sorpresa el día de la boda.”

No imaginé que esa sorpresa sería la herida más profunda de mi vida.

La ceremonia se celebró en una elegante hacienda en las afueras de Guadalajara. Me acompañó una vecina, ya que aún debía usar lentes oscuros por mi sensibilidad a la luz.
Lucía estaba preciosa, con un vestido blanco bordado a mano, como una virgen mexicana de las pinturas coloniales.

Cuando el maestro de ceremonias dijo:
—“Con ustedes, la novia Lucía Torres… y su futuro esposo, Adrián Morales” —
sentí que el mundo se desmoronaba.

La gente aplaudía, y entre los aplausos, su voz me atravesó como un cuchillo:
—“Camila… por favor, no hagas un escándalo.”

Lucía se acercó, orgullosa, con la mirada llena de desprecio:
—“Hermana, ya no eres la misma. No ves, no puedes trabajar, no puedes darle nada a nadie. Adrián me ama. Acepta la realidad y déjanos vivir.”

Todos callaron. Nadie se atrevía a mirar a la mujer ciega que estaba siendo humillada frente a decenas de invitados.

Yo sonreí levemente. Mi voz fue suave, pero firme:
—“Lucía, siempre supe que los ojos pueden engañar… pero el alma no.
Y hoy tú vas a ver lo que yo ya vi hace tiempo.”

Saqué un sobre doblado de mi bolso y lo puse sobre la mesa principal.

—“Antes de venir aquí, fui al hospital a recoger unos resultados de Adrián. Los médicos me los entregaron por error. Pensaban que aún éramos pareja legal. Pero ahora entiendo por qué el destino quiso que yo los leyera.”

Lucía frunció el ceño.
—“¿Qué estás diciendo?”

Yo me quité lentamente los lentes. Mis ojos, sanados gracias a una cirugía de trasplante, miraban directamente a los suyos.

—“Adrián no solo me traicionó, Lucía. También traicionó tu vida.
Los análisis indican que tiene VIH positivo. Lo contrajo por sus aventuras con otras mujeres mientras yo lo esperaba en casa, sin poder ver.”

Un silencio sepulcral llenó la hacienda.
Los invitados retrocedieron horrorizados.
Lucía se tambaleó, soltando el ramo.
Adrián se quedó blanco como el mármol, con los labios temblorosos.

—“Camila… yo… yo no sabía…” —balbuceó.

—“No, claro que no sabías,” —respondí con calma— “porque nunca te importó a quién dañabas, mientras pudieras mentir y fingir amor.”

Le entregué el documento de divorcio que ya había firmado.
—“Aquí tienes. Considéralo mi regalo de boda.”

Salí despacio, bajo las miradas de todos.
Nadie se atrevió a detenerme.
Solo escuché los sollozos de Lucía detrás, y la voz rota de Adrián gritando mi nombre.

No volví a mirar atrás.

Tres meses después, me dijeron que el matrimonio nunca se consumó. Lucía cayó en depresión. Adrián desapareció, enfermo y solo.
Y yo… yo encontré la paz.

Hoy vivo modestamente en un pequeño taller de bordado en Tonalá, donde enseño a mujeres ciegas a coser con el tacto.
Una tarde, una niña del barrio se me acercó con una flor amarilla y me dijo:

—“Tía Cami, mi mamá dice que usted tiene los ojos más bonitos del mundo.”

Sonreí.
Porque entendí que, a veces, Dios te quita la vista para que aprendas a ver de verdad.

Y aunque mis ojos vuelven a ver la luz, mi corazón ya no busca venganza, solo claridad.
Porque al final, quien traiciona por deseo, termina cegado por su propio pecado.