El cielo de Guadalajara amaneció plomizo aquel jueves de septiembre de 1982. La lluvia, indecisa, se asomaba y se retiraba como si tanteara las calles antes de caer de veras. Patricio Aguilar, doce años, ojos verdes y una mochila azul marino que le colgaba ordenada del hombro, cerró la puerta de la casa de dos plantas en Ciudad del Sol y besó a su madre en la mejilla.

—Nos vemos en la tarde, mamá.
Paloma Aguilar se quedó en la entrada, con el olor a café todavía en el aire, mirando la figura de su hijo perderse por la avenida Patria. No supo que esa imagen, tan cotidiana que ya ni la pensaba, sería un último retrato.
En el colegio americano, Patricio era puntual hasta la pedantería, sereno hasta en los exámenes de ciencias naturales, y discreto hasta cuando reía. Tenía esa forma de escuchar que desarma a los adultos: miraba fijo, asentía, preguntaba poco. Había heredado la mandíbula firme y los ojos que parecían atravesarlo todo de su padre, por más que nadie pudiera nombrarlo sin que el silencio se congelara entre dientes. Para los vecinos, “el amigo” que acudía a veces los martes y viernes por la tarde, siempre en un coche civil, era un hombre educado, de voz breve y pasos medidos. Para Patricio, en privado, era papá. Para el país, era el general Aurelio Santillán Robles, una carrera tan impecable como su uniforme.
La ciudad, en 1982, transitaba su propia incertidumbre. El peso se derrumbaba, los sueldos no alcanzaban, los anaqueles empezaban a mostrar huecos. En los fraccionamientos nuevos, los jardines seguían verdes a fuerza de manguera, y en las colonias del oriente los niños aprendían pronto a hacer fila. El Ejército, más visible que nunca, vigilaba las arterias y el ánimo. Santillán estaba especialmente atareado: informes, operativos, reuniones. Sus visitas a Paloma disminuyeron. Ella, que había aprendido a habitar el margen —la secretaria que paga una casa al contado, la madre soltera que inscribe a su hijo en un colegio caro, la mujer que cena sola frente a un plato puesto para tres—, empezó a dormir con pastillas y a despertar con miedo.
El 23 de septiembre, Patricio salió de la escuela a las 3:15 de la tarde. Lo vio el portero, lo vieron sus compañeros; Beatriz, la niña de sexto con quien últimamente conversaba, le oyó prometer que el sábado iría al Museo Regional con su “tío” Aurelio. Lo vio también una vendedora ambulante, camino contrario a la parada del camión; lo vio una empleada doméstica, más al sur de lo habitual; lo vio un mecánico con un cigarro en la boca, detenerse, hablar con alguien en un Ford Fairmont estacionado frente a Chapultepec, abrir la puerta del copiloto y subirse sin resistencia. Varios ojos lo vieron; ninguna memoria guardó lo que podía haber salvado el caso: una placa, rasgos, una seña.
A las 5:30, Paloma se inquietó. A las 6, llamó al colegio. A las 7, recorrió en coche la ruta de siempre, interrogando paradas, rostros, esquinas. A las 8, marcó por primera vez al teléfono de la casa del general Santillán. “Mantén la calma”, dijo él. “No menciones mi nombre a las autoridades.” A medianoche, Paloma ya no tenía calma; tampoco tenía a su hijo.
El expediente se abrió dos días después en la Policía Judicial del Estado. Lo recibió el detective Rogelio Ponce Esquivel, un hombre al que los colegas respetaban por su paciencia y las élites toleraban por su discreción. Tomó notas claras, pidió fotografías, reconstruyó horarios. Tropezó con el Ford Fairmont genérico, con testigos que no alcanzaron a mirar del todo, con la sombra de lo que no se decía.
Ponce percibió pronto el desajuste: la secretaria con casa propia en un fraccionamiento fino, el colegio caro pagado puntualmente, la negativa pertinaz a nombrar al padre. Hurgó con oficio, con la prudencia del que sabe que hay puertas que conviene tocar de día y con testigos. Cuando intentó solicitar entrevistas en la Zona Militar No. 15, halló burocracias que le alargaban el brazo y le vaciaban la mano: “Información clasificada”, “autorización del Estado Mayor”, “vuelva la próxima semana”. Esa resistencia, tan activa que parecía un favor, le confirmó que caminaba cerca de algo que podía quebrársele en las manos.
Hizo lo que pudo: carteles en Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá; oficios a estados con carreteras que rozaban Jalisco; entrevistas repetidas al mecánico, a la vendedora, a la empleada. La búsqueda se fue enfriando con el calendario. A fines de octubre, el caso se convirtió en un cajón con nombre: “desaparición sin resolver”. La ciudad siguió. La vida, como suele, también.
Paloma se hundió en una tristeza que hizo de su casa un mausoleo. Quitó el polvo de una habitación que ya no se desordenaba, dobló ropas que ya no se usaban, puso un plato que nadie tocó. El general, mientras tanto, pidió traslado. Puebla primero, ascensos después, Ciudad de México al final. En diciembre de 1982, en un estacionamiento de Providencia, puso en manos de Paloma un sobre con dinero y una petición que, si se miraba oblicua, era un mandato: “No me busques”.
Desde fuera, la historia parecía haber terminado ahí. Pero las historias, como los ríos subterráneos, encuentran maneras de seguir.
Treinta años más tarde, en marzo de 2012, una mujer de bastón y paso lento empujó la puerta del Ministerio Público de Jalisco. Se llamaba Delfina Espinoza Maldonado, tenía setenta años, un diagnóstico de cáncer de páncreas y la urgencia simple de quien no quiere irse con un peso atado al pecho. Dijo que venía a contar algo que había callado desde 1982. La escuchó la fiscal Fernanda Acosta, especialista en casos fríos, de esas que leen primero los silencios y luego las actas.
Delfina trabajaba entonces como empleada doméstica en casa de un empresario de Providencia: Leopoldo Castillo Durán. Aquel 23 de septiembre, a eso de las cinco, estaba limpiando el estudio cuando sonó el teléfono. Se quedó, como se quedan las empleadas que aprenden a ser invisibles y eficaces, lustrando el mismo borde de una mesa mientras su patrón atendía la llamada. “Eso no era parte del plan”, lo oyó decir en voz alta. “Se suponía que sólo iban a asustarlo.” Y después: “El general se va a volver loco cuando se entere. Esto puede arruinarnos a todos.”
Castillo colgó, la miró, preguntó con sonrisa dura si había escuchado. Delfina mintió con la costumbre de quien se protege: “No, señor”. Una semana más tarde, ese mismo patrón le consiguió “un buen trabajo” en Tijuana y le dio los nombres y direcciones de su hermana y sus sobrinos en Guadalajara. No era una oferta. Era un aviso.
Delfina obedeció tres décadas. Al volver en 2011 a cuidar a su hermana, desprendió, juntando retazos de conversaciones en el barrio, los nombres que nunca olvidó: un niño de doce años, ojos verdes, desaparecido el 23 de septiembre; un general; una limpieza de rastros. Creyó reconocer el dibujo. Llegó la enfermedad y, con ella, la certeza: “Antes de morir, quiero decir la verdad”.
La fiscal Acosta escuchó sin pestañear, como escuchan los que aprenden que la verdad real siempre llega con hilachas. Empezó por el principio: Castillo había muerto en 1998, sí; pero sus empresas de construcción habían trabajado con dependencias del gobierno y, en particular, con Defensa. Había fotos viejas en periódicos amarillentos: el constructor en eventos junto a generales; contratos que, entre 1980 y 1982, se multiplicaron con la docilidad de las relaciones bien aceitaditas. La pista llevaba, sin rodeos, al general Aurelio Santillán.
Los archivos públicos confirmaron lo que parecía un rumor: Santillán estuvo al frente de la Zona Militar No. 15 de 1978 a enero de 1983. Había pedido su traslado en noviembre de 1982, dos meses después de la desaparición de Patricio. Sus ascensos posteriores encajaban con esa biografía impecable que él había sabido construir. La fiscal halló, además, en las listas de personal civil, un nombre: Paloma Aguilar Sandoval, secretaria. El círculo se cerraba no con un portazo, sino con un clic suave.
Acosta llamó a Paloma. La mujer que llegó a su oficina, flaca y con el cabello recogido en un moño que parecía sostenerle la cabeza, resistió al principio. Treinta años de miedo no se evaporan con una cita. Pero la promesa de una investigación seria, y el nombre de Delfina pronunciado sin amenazas, abrieron una grieta por la que empezó a salir la verdad.
Paloma habló por fin de Aurelio, de los martes y los viernes, de un niño que decía “papá” cuando la casa estaba a solas y “tío” cuando el mundo rondaba. Contó que, en agosto de 1982, Aurelio había llegado con rumores pegados al uniforme: empresarios hurgando vidas privadas de oficiales, contratos en disputa, un tal Castillo haciendo preguntas. “Hay que ser más cuidadosos”, le dijo, “quizá mandar al niño a un internado”. Discutieron. Él propuso, una noche antes de la desaparición, lo que entonces sonó a locura: “Desaparecer por un tiempo”. A Paloma la palabra le supo a destierro y a culpa; se negó. Aurelio le dejó un número de emergencia y una frase clave —“La mercancía no ha llegado”— por si pasaba algo.
Pasó. Ese 23, a las seis de la tarde, Paloma marcó. Un hombre dijo que esperara. A las dos horas, Aurelio llegó desencajado. Dijo que todo se complicó, que era temporal, que no involucrara a la policía. Paloma le creyó porque no tenía otra cosa a la que agarrarse. Los días se volvieron semanas; las visitas de Aurelio, más esporádicas; las explicaciones, más gasesas. En diciembre, anunció su traslado. Paloma supo, sin que se lo dijeran, que estaba perdiendo dos veces.
Con el testimonio de Paloma y la confesión de Delfina, Acosta intentó la vía cortés: una carta al general retirado, solicitando su cooperación “como testigo”. Respondió su abogado, Maximiliano Torres Segura, declinando con la educación de quien cierra puertas sin ruido. La fiscal envió entonces otro sobre, esta vez con copias de documentos: contratos de Castillo, nóminas de la Zona 15 con el nombre de Paloma, el calendario de traslados de Santillán. La respuesta llegó en 24 horas: reunión urgente.
Tras regateos de protocolo, el general aceptó hablar en su casa de Lomas de Chapultepec, sin cámaras ni grabaciones. Un estudio con estantes repletos de historia militar fue el escenario. Allí, un hombre de setenta y ocho años con postura aún recta comenzó, por fin, a doblarse.
—Patricio era mi hijo —dijo, sin rodeos de manual—. Y mi culpa.
Contó lo que nadie había podido probar: que Castillo lo había apretado con pruebas de su relación clandestina, que pidió contratos a cambio de silencio, que no aceptó dinero porque lo que quería era palanca permanente. Aurelio intentó negociar. No hubo modo. Y entonces urdió un plan tan desesperado como torpe: “hacer desaparecer temporalmente” al niño para que el chantaje perdiera su pieza más visible.
Reclutó a dos subordinados de confianza —el sargento Esteban Alcántar Núñez y el cabo Juventino Padilla Rojas—, les habló de “proteger” a un menor en riesgo, les dio un coche civil, un Ford Fairmont, y la orden de interceptar al chico a la salida del colegio, llevarlo a una “casa segura” y esperar. Todo debía durar semanas. Nadie debía resultar herido. La realidad desobedeció.
Patricio subió al coche porque oyó el nombre correcto (“venimos de parte de tu tío Aurelio”) y porque doce años alcanzan para confiar si la voz no tiembla. Ya en marcha, preguntó lo obvio: ¿por qué no llamar a mamá?, ¿por qué las afueras?, ¿por qué el secreto? Al llegar a la casa, se negó a bajar. Quiso regresar; gritó. El sargento Alcántar intentó cubrirle la boca. “Fue un accidente”, repitió el general con la voz hecha astillas. El niño dejó de respirar después de una lucha breve y atroz.
Los soldados entraron en pánico. Llamaron a su superior. Santillán recuerda la llamada como un golpe de hierro en el pecho. Ordenó silencio y que manejaran el “problema”. Enterraron el cuerpo en algún punto profundo del Bosque de la Primavera, destruyeron el coche y se prometieron no hablar. Ese mismo día, Castillo recibió una llamada que Delfina escuchó por partes: “Eso no era el plan…”. El empresario, que había creído jugar ajedrez, comprendió que el tablero se había roto. Acordaron esperar, resistir, dejar que el caso se enfriara. El general, en paralelo, sostuvo a Paloma con mentiras piadosas primero, crueles después.
Acosta preguntó por la ubicación exacta. Santillán dijo que nunca la supo, que los hombres “eligieron un lugar donde nunca se construye nada” y que ambos murieron años después: Alcántar en 1995, Padilla en 2001. Sin coordenadas, quedaban remordimientos y mapas enormes.
La fiscal reportó, con el cuidado de quien camina sobre los restos de tres décadas, lo necesario. Legalmente, era un laberinto: Castillo muerto; los soldados, también; el general anciano y enfermo. ¿Justicia o historia? Decidió al menos hacer una cosa que el expediente no exigía, pero el duelo sí: poner frente a frente a Paloma y a Aurelio.
La reunión ocurrió en agosto de 2012. Paloma escuchó la confesión con la mirada fija en un punto que no estaba en la sala. Cuando habló, lo hizo con una mezcla de hielo y fuego.
—Usted me hizo esperar a mi hijo —dijo— cuando ya estaba muerto.
El general no se defendió. Había perdido el privilegio del pretexto. Pidió perdón con palabras imperfectas y la derrota completa de su gesto. No arregló nada, pero abrió una puerta que llevaba años soldada: la de un duelo verdadero.
Durante meses, equipos con georradar y perros de rescate buscaron en el Bosque de la Primavera. La naturaleza, que no entiende de expedientes, había hecho su trabajo: cubrir, mezclar, olvidar. No hallaron restos. Paloma, sin embargo, encontró otra forma de despedida: mandó colocar una placa sencilla, con dos fechas y un nombre, en un claro que ella eligió porque ahí soplaba distinto el viento.
Aurelio Santillán murió en enero de 2013. Antes de irse, escribió cartas: a Paloma, a los familiares del niño, a sí mismo. Las autoridades cerraron el caso como “homicidio accidental” con verdad testimonial suficiente pero sin cuerpo. Delfina Espinoza falleció en diciembre de 2012, sabiendo —al menos eso dijo— que su voz había servido para algo más que para limpiar una mesa.
Treinta años de silencio fabrican leyendas, pero también producen otra cosa más difícil de nombrar: complicidades. La historia de Patricio Aguilar no es sólo la de un niño que desaparece en una crisis económica ni la de un general que cae en su propia trampa de honor. Es también la crónica de una ciudad que aprendió a bajar la voz, de una institución más preocupada por la reputación que por la verdad, de un empresario que confundió contratos con poder, de dos soldados que creyeron obedecer sin preguntar, de una madre que cada domingo puso flores en una tumba vacía, de un detective que guardó un expediente abierto en su escritorio aunque le ordenaran pasar al siguiente.
Y es, sobre todo, la historia de una mujer que no quiso morirse con una frase atorada en la garganta. “Eso no era parte del plan”, escuchó Delfina; y lo que no fue parte del plan terminó imponiéndose a todos los planes. Su testimonio no devolvió el cuerpo ni enderezó las biografías torcidas. Pero permitió que, por una vez, una verdad le ganara a un secreto.
¿Se podría haber evitado? Si el general hubiera enfrentado el chantaje a la luz, si Paloma no hubiera tenido que esconder una vida entera, si las instituciones hubieran preguntado antes de archivar. Son preguntas que llegan tarde, pero que conviene seguir formulando porque el tiempo, al contrario de lo que dicen, no cura por sí mismo: sólo deja de sangrar a la vista.
En el Bosque de la Primavera hay una placa pequeña que dice: “Patricio Aguilar, 1970–1982, hijo amado que nunca fue olvidado”. No es una lápida; es una brújula. Señala hacia el lugar donde la memoria deja de ser rumor y se vuelve relato. Señala, también, a una ciudad que se debe la valentía de mirar sus años oscuros sin pedir permiso a nadie.
Ese jueves con cielo de lata, un niño se desvió de su ruta cotidiana y subió a un coche porque oyó un nombre familiar. Treinta años después, una mujer pronunció, por fin, el otro nombre que faltaba: el del miedo. Y el miedo, cuando se nombra, empieza a ser menos dueño de nosotros.
Lo demás —el expediente, la placa, las cartas— son formas que tenemos los vivos para darnos, aunque sea tarde, una oportunidad de cerrar los ojos sin la sensación de que alguien, en alguna parte, sigue esperando a que abramos la puerta y digamos: “Nos vemos en la tarde, mamá”. Porque hay frases que se merecen, al menos, una respuesta. Y esta, amarga y limpia, llegó tres décadas después, con la voz baja de una testigo y el temblor de dos manos: la que escribe y la que, al fin, suelta.
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