Gobernaron como reyes, pero muchos murieron en el abandono, la enfermedad o la vergüenza. De Cárdenas a De la Madrid, esta es la historia que casi nadie se atreve a contar.

Durante décadas, ser presidente de México era sinónimo de omnipotencia. Viajes, honores, escoltas, fortunas. Y sin embargo, para muchos de quienes ocuparon ese cargo, el final fue todo menos glorioso. En el México del siglo XX, el poder no garantizaba una buena muerte. Al contrario: en demasiados casos, la cima del poder fue el prólogo del olvido.

Lázaro Cárdenas del Río, uno de los pocos verdaderamente admirados por el pueblo, murió en 1970 tras luchar contra una enfermedad hepática y leucemia. Aunque miles asistieron a su funeral y aún se le recuerda por la expropiación petrolera de 1938, su muerte marcó el inicio de una tradición no escrita: los expresidentes mueren en silencio, lejos del brillo que alguna vez los rodeó.

Manuel Ávila Camacho, el “Presidente Caballero”, murió a los 58 años tras sufrir varios infartos. Sus restos fueron enterrados primero en su rancho, luego trasladados discretamente al Panteón Francés. Gobernó con discreción y creó el IMSS, pero su figura se fue desvaneciendo con el tiempo.

Miguel Alemán Valdés, el primer presidente civil del México moderno, fue símbolo de modernidad, relaciones con Hollywood y fortunas privadas. Murió de un infarto en su oficina de Polanco, sin grandes ceremonias. Su legado fue cuestionado por haber abierto las puertas a la corrupción institucional.

Adolfo Ruiz Cortines, conocido por su austeridad y lucha contra la corrupción, murió también en la penumbra. Su sexenio fue marcado por una fuerte devaluación y conflictos laborales, pero su honestidad lo salvó del descrédito. Aun así, su figura nunca fue rescatada del todo por la historia oficial.

Adolfo López Mateos, carismático y querido por el pueblo, cayó en coma tras un derrame cerebral en 1967 y murió en 1969, víctima de siete aneurismas. Su caso fue especialmente trágico: del afecto popular a una muerte lenta y dolorosa, sin siquiera poder despedirse.

Luego llegó el más polémico: Gustavo Díaz Ordaz, el hombre de la represión del 68. Murió en 1979 de cáncer y paro cardíaco. Aunque se hizo un homenaje en el Senado, fue rechazado por amplios sectores. Vivió sus últimos años recluido, convencido de que había “salvado a México”, pero condenado por la historia.

Luis Echeverría, el último dinosaurio del PRI, vivió hasta los 100 años. Gobernó con mano dura, prohibió el rock, disparó la inflación y triplicó la deuda externa. Fue el único expresidente procesado legalmente, aunque nunca fue condenado. Murió en 2022, olvidado por muchos, recordado por sus excesos y errores.

José López Portillo pasó de la abundancia petrolera al despilfarro. Prometió defender el peso “como un perro” y terminó dejando un país endeudado, empobrecido y en crisis. Su vida personal también fue escandalosa: relaciones con actrices, lujos, y un divorcio amargo con Sacha Montenegro antes de morir en 2004.

Finalmente, Miguel de la Madrid. Tecnócrata serio, quiso imponer la “renovación moral”, pero quedó marcado por la tragedia del 85 y el presunto fraude electoral del 88. Murió en 2012 de un enfisema pulmonar, habiendo confesado en vida su decepción por la corrupción de Salinas de Gortari.

Todos fueron presidentes. Todos tuvieron escoltas, limusinas, poder absoluto. Y sin embargo, muchos terminaron en hospitales, en soledad, en el desprestigio o en el abandono institucional. Algunos, como Cárdenas, aún viven en el corazón del pueblo. Otros, como Díaz Ordaz o Echeverría, quedaron atrapados en capítulos oscuros.

Este es el México que no se enseña en libros de texto. Un país donde el poder no perdona, donde la historia no olvida, y donde el verdadero juicio —el del pueblo— siempre llega… tarde o temprano.