¿Y qué otra opción tenía yo? ¿Seguir agachando la cabeza como siempre o levantarme? Fui a la gasolinera donde compré el billete. El cajero, un muchacho que siempre me llama “doña”, me reconoció al instante. Me mostró las cámaras. Ahí estaba yo, con mi abrigo gris, pagando en efectivo. Llamé a la oficina de la lotería. Iniciaron una investigación, congelaron el premio. No le dije nada. Ni una palabra. Ella seguía celebrando, comprando relojes, hasta se hizo un alipo. Mientras tanto, yo recolectaba pruebas con un abogado silencioso y eficiente. No por venganza, todavía no, sino por justicia. Porque ya no iba a permitir que nadie más pisoteara mi dignidad. Ni siquiera mi hija.

Esa noche, bajo la lluvia, afuera de su mansión, entendí algo. La traición más dolorosa no es la que viene del enemigo, sino la que llega disfrazada de amor. Pero también entendí otra cosa: ella jamás revisó el nombre impreso en el billete ganador. Y eso, querida, fue su primer gran error.
Una semana antes de que me echara, aún vivíamos juntas. Yo cocinaba para sus hijos, le hacía los almuerzos escolares, incluso la despertaba con café cuando le tocaba una entrevista. Ella dormía hasta tarde, se quejaba del tráfico y pasaba horas planeando su marca personal. Cada semana era una nueva idea: jabones artesanales, coaching espiritual, cursos de maquillaje. Nunca duraba más de un mes en nada, pero yo la apoyaba, porque soy su madre, y las madres, al menos las de mi generación, no sabemos abandonar.
La casa no era grande, pero tenía historia. La compramos entre las dos cuando murió mi esposo. Yo había trabajado casi 30 años en una panadería, levantándome a las 4 de la mañana, amasando sin guantes en invierno. Con ese dinero pagué la mitad inicial, el resto, un préstamo a mi nombre. Pero por cariño o ingenuidad, la casa quedó registrada a nombre de ella. “Así, mamá, si algún día me pasa algo, tú no tienes que preocuparte por papeles.” ¡Ay, si hubiera sabido!
Recuerdo la noche que compré el billete. Fue una tontería, de verdad. Estaba en la cola para pagar la leche, y el señor delante de mí se llevó el último paquete. Me sentí tan frustrada, sí, por una simple leche, que compré el billete por impulso. “A ver si por una vez en la vida tengo suerte”, murmuré medio riéndome. Lo pegué en el refrigerador con ese imán chueco de la Virgen, como haciendo un pacto con el cielo. Ella lo vio. Estaba ahí cuando lo puse. Y esa noche, sin decir nada, lo desapareció.
No me di cuenta al principio. No reviso los números, nunca lo hago. Para mí, esos juegos son como tirar una moneda al pozo. Pero entonces vi la noticia en la televisión: “Ganador anónimo del premio de 10 millones en nuestra ciudad.” Y en ese mismo instante, algo me hizo girar hacia el refrigerador. El billete ya no estaba. No dije nada. Me senté, tomé mi taza de manzanilla como cada noche, y me quedé mirando la luz parpadeante del microondas.
A la mañana siguiente, ella se levantó con una sonrisa demasiado amplia y anunció que saldría temprano. Esa tarde volvió como si el mundo le perteneciera. “Mamá, la suerte nos cambió la vida”, dijo. Pero el plural pronto desapareció. Habló de comprar, de viajar, de mudarse, pero nunca dijo: “¿Te vienes conmigo?” Esa misma noche, empezó a empacar en secreto. Unos días después, ya no dormía en casa. Luego llegó un taxi con una señora en uniforme blanco, una niñera para los niños. Ni siquiera me lo pidió. Yo entendí sin necesidad de palabras. Me estaban reemplazando. Y aunque dolía, guardé silencio. Porque a veces, el silencio no es debilidad. Es espera. Es observar mientras ella se ponía en redes con vestidos nuevos, yo recogía pistas, piezas, cabos sueltos. Sabía que algo no cuadraba, que esa suerte no era suya, y en el fondo sabía que ese billete había sido mío.
Pero más que el dinero, lo que me dolía era otra cosa: verla convertirse en alguien que ya no conocía. ¿Y qué otra opción tenía yo? ¿Rogar? No, no lo haría. Y cuando la verdad saliera a la luz, no haría falta gritar. Solo mostrar el nombre impreso y ver su mundo venirse abajo.
Recuerdo con claridad el día que descubrí que se había ido. La casa estaba demasiado silenciosa. Ya no se escuchaban los dibujos animados en la televisión, ni los gritos de los niños peleando por el cereal. Solo el zumbido del refrigerador y un hueco en mi estómago. Mi vecina, doña Cata, fue quien me lo dijo. “Vi una mudanza esta madrugada, como a eso de las 5. Camión blanco sin logos. Ella salió sin mirar atrás, 5 de la mañana. Ni siquiera se despidió.”
Me senté en la mecedora, aún con la bata puesta y el cabello recogido a medias. Mantuve las manos ocupadas tejiendo, como hacía cuando me sentía más triste que nunca. Pero esa tristeza, esa derrota, se fue disipando poco a poco. Porque sabía que, al final, la verdad siempre sale a la luz.
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