Desde que supe que mi hijo, Daniel, y su esposa, Carla, estaban esperando un bebé, mi mente no dejaba de imaginar cómo todo cambiaría en sus vidas.
La noticia me llenó de alegría y nerviosismo —como es natural cuando se trata del primer nieto—. Sin embargo, había algo que no podía sacarme de la cabeza: su perro, Rex.
Rex era un mastín gigantesco, tan grande que parecía más un oso que un perro. Cada vez que lo veía, mi ansiedad aumentaba. Lo conocí cuando Daniel y Carla se mudaron a su nueva casa, y aunque me costaba admitirlo, el perro me daba miedo.
No me malinterpreten, era un buen animal, pero su tamaño y su energía desbordante me ponían nerviosa. Lo veía saltar a su alrededor, con la lengua afuera, sin la menor conciencia de su fuerza.
El día que Daniel me llamó para contarme que Carla estaba embarazada, lo primero que pensé fue en Rex.
—Mamá, ya te dijimos que Rex es parte de la familia. Por supuesto que seguirá con nosotros —dijo Daniel, con un tono algo impaciente, como si ya supiera lo que iba a decir.
—Pero Daniel, ¿estás seguro de que eso es lo correcto? ¡Ese perro es enorme! ¿Cómo pueden dejar a un animal tan grande cerca de un bebé? —le respondí, llena de preocupación.
Daniel suspiró. Sabía que no sería fácil hablar del tema conmigo, pero se mantuvo firme.
—Mamá, ya hemos pensado en todo esto. Rex está bien entrenado. No va a hacerle daño al bebé. Sabemos lo que hacemos.
Pero yo no lograba calmarme. Cada vez que veía a Rex correr por el jardín, imaginaba lo peor. Pensaba en lo frágil que sería la piel del bebé, y en cómo un movimiento brusco de Rex podría hacerle daño. Carla, siempre tan tranquila, intentaba tranquilizarme durante las cenas familiares.
—Mamá, sé que te preocupa, pero Rex está con nosotros desde siempre. Ha estado en cada paso, y es parte de nuestra familia. Daniel y yo nos vamos a asegurar de que el bebé esté siempre seguro. No tienes que preocuparte —me dijo, acariciando al perro, que la miraba con unos ojos serenos.
A pesar de sus palabras, yo no podía dejar de imaginar accidentes. Me aterraba pensar que un salto, una carrera o un empujón sin querer pudiera lastimar al bebé.
Una tarde, durante una visita, Carla había instalado una cuna de prueba en la sala como parte de los preparativos. Rex se acercó con curiosidad, olfateó la cuna y luego, tras una orden de Daniel, se alejó obedientemente.
—¿Ves, mamá? Está aprendiendo a ser cuidadoso —dijo Daniel con orgullo.
Pero eso no me bastaba.
Decidí hablar con Carla a solas. Tomamos un café en la terraza y le dije lo que realmente sentía.
—Carla, sé que amas a Rex, pero no me siento tranquila con la idea de que esté tan cerca del bebé —le dije con calma.
Ella me miró con una sonrisa serena, pero firme.
—Entiendo tus preocupaciones, mamá, pero te aseguro que Daniel y yo tomaremos todas las precauciones necesarias. Rex va a estar en la vida del bebé, pero siempre con supervisión. Nunca va a estar suelto a su alrededor sin alguien vigilando. Yo misma estaré atenta.
Aunque sus palabras fueron reconfortantes, mi mente seguía imaginando lo peor. Entonces, algo inesperado ocurrió: Rex comenzó a comportarse de forma extraña, más inquieto y ladrando sin razón aparente.
Carla y Daniel lo llevaron al veterinario. El diagnóstico fue claro: Rex tenía ansiedad. Estaba alterado por los cambios en la casa y por la llegada inminente del bebé.
Ese giro inesperado me hizo entender algo. Quizás Rex solo necesitaba tiempo para adaptarse. Quizás lo mejor no era mantenerlo cerca del bebé en todo momento, al menos no al principio.
Daniel y Carla empezaron a reconsiderar la situación.
—Mamá, tienes razón. Tenemos que pensar en lo mejor para todos —me dijo Daniel después de hablar con Carla—. Vamos a darle un tiempo de adaptación y si vemos que se pone más ansioso o inseguro, tomaremos una decisión.
Mi preocupación comenzó a disminuir. No se trataba de quitarles el perro, sino de permitir que todos, incluido Rex, pudieran adaptarse al nuevo ritmo familiar.
El día que nació el bebé fue un caos lleno de emoción. Rex, aunque aún algo nervioso, se mantuvo a distancia, observando desde su cama, como si entendiera que algo había cambiado.
Carla y Daniel hacían todo lo posible por equilibrar la situación, y por primera vez, me sentí tranquila.
—¿Ves? No todo es tan grave —me dijo Carla, mirando a Rex desde el pasillo—. Sabemos lo que hacemos, mamá.
En ese momento, entendí que mis miedos eran más producto de mi preocupación que de una amenaza real. Adaptarse al nuevo miembro de la familia sería un proceso, pero todos estaban comprometidos con el bienestar del bebé y de Rex.
Con el tiempo, el bebé y el perro se convirtieron en compañeros inseparables, siempre bajo la atenta mirada de la familia. Daniel tenía razón: a veces, nuestros temores solo existen en nuestra cabeza.
Y así, el hogar de Daniel y Carla se llenó de risas, ladridos y mucho amor, mientras el bebé crecía rodeado de cuidado, cariño y la lealtad de esa gran bola de pelo que también era parte de su familia.
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