Eduardo se quedó en silencio, con el vaso de whisky entre las manos. Miró el retrato de su padre colgado al fondo. Sentía el peso del apellido, del legado, pero también el de la realidad: sus márgenes se habían reducido, los competidores asiáticos avanzaban como tormentas imparables, y los despidos recientes le costaban noches sin dormir.

En ese momento, un golpecito suave interrumpió la tensión.

—Disculpe, señor Castellano —dijo María desde la puerta de cristal—. ¿Puedo limpiar su oficina o prefiere que vuelva mañana?

—María, por favor… —respondió Eduardo, con tono molesto—. Estoy en medio de algo importante. ¿Puede esperar?

—Es que… —dijo ella con voz tímida— mi nieta tiene una presentación en el colegio. Prometí estar allí temprano. Si no limpio ahora, tendré que venir a las cinco.

Eduardo suspiró con impaciencia. Morrison observaba la escena con una ceja alzada, como si presenciara un pequeño teatro social.

—Está bien. Sea rápida.

María entró con su carrito y comenzó su tarea con la eficiencia de siempre. Había aprendido a ser invisible en esas oficinas. A no incomodar a quienes manejaban cifras que ella no podía ni imaginar. Pero mientras limpiaba detrás del escritorio, no pudo evitar escuchar.

—Mi padre decía que esta empresa no era solo negocio —dijo Eduardo—. Era una promesa. A nuestros empleados. A la comunidad.

—Tu padre vivía en otro siglo —bufó Morrison—. Hoy, o comes, o te comen. La nostalgia no paga dividendos.

María se detuvo. Algo dentro de ella se encogió. Sus ojos se desviaron al retrato de don Ricardo. Entonces, sin girarse, habló con voz suave, pero firme:

—Su padre nunca me habló de dividendos. Pero cada Navidad pasaba por la sala de limpieza y nos daba la mano. Decía: “Gracias por mantener mi empresa limpia. Ustedes son parte de esto tanto como mis hijos”. Yo tenía tres trabajos entonces… y él fue el único jefe que me llamó por mi nombre.

Eduardo se giró lentamente. Morrison frunció el ceño, incómodo.

—¿Qué quiere decir, María? —preguntó el CEO.

—Solo que… puede vender su empresa y ganar mucho dinero. Pero si su padre lo viera, le preguntaría a qué precio. Porque lo que vale, señor Eduardo, no siempre se mide en euros.

El silencio fue absoluto.

Morrison rompió la quietud con un resoplido sarcástico.

—¿Dejarás pasar esta oportunidad por lo que dijo la señora de la limpieza?

Eduardo no respondió. Solo miró a María, luego a la firma de su padre en el retrato. Cerró la carpeta del contrato lentamente. Se levantó.

—María, gracias por recordarme quién soy.

Morrison se quedó pasmado, viendo cómo el negocio multimillonario se le escapaba entre los dedos.

Esa noche, no se firmó ningún acuerdo. Pero algo mucho más grande ocurrió. En un piso 35 de Madrid, un CEO recordó su humanidad… gracias a una mujer de limpieza y unas simples palabras.