El día que dos leyendas se encontraron en el aeropuerto: Julio César Chávez y Canelo Álvarez, un duelo de respeto y legado
Era una mañana calurosa de julio en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Entre maletas, anuncios de vuelos y turistas con prisa, nadie imaginaba que estaba por ocurrir un encuentro que haría historia. No era en un ring, pero la tensión que se respiraba tenía la fuerza de una gran pelea.
Por un lado, caminando con paso firme y traje azul marino impecable, iba Julio César Chávez, la leyenda viva del boxeo mexicano. A sus 62 años, aún emanaba respeto, ese que no se compra ni se finge: se gana a golpes, sudor y sangre. Mientras esperaba su vuelo hacia Los Ángeles, donde comentaría una velada boxística, revisaba su teléfono con calma… hasta que un titular le heló la sangre.
“Canelo Álvarez asegura que hubiera vencido a Julio César Chávez en su mejor momento”
Julio frunció el ceño. No era la primera vez que escuchaba tales comparaciones, pero viniendo de Saúl “Canelo” Álvarez, a quien siempre había defendido y tratado con afecto, las palabras dolían más. Cerró su teléfono, se levantó para tomar un café, y entonces el destino —caprichoso como siempre— le tenía una sorpresa preparada.
Al otro lado de la sala VIP, rodeado de curiosos y fanáticos, aparecía Canelo, con su característico cabello rojizo y atuendo deportivo de diseñador. Al percatarse de la presencia de Chávez, su expresión cambió: sorpresa, nervios, un atisbo de incomodidad. Sus miradas se cruzaron. La tensión era palpable.
Sin decir palabra, Canelo se acercó. “Don Julio, buenos días”, dijo con una leve reverencia. “Saúl”, respondió el veterano, usando deliberadamente su nombre de pila. Un gesto sutil, pero cargado de significado. Se saludaron y, tras un breve intercambio, Julio lo invitó a hablar en privado.
Ya en un rincón apartado de la sala, con sillones de cuero y algo de intimidad, comenzó el verdadero duelo: uno de palabras, de generaciones, de filosofía. “¿De verdad crees que me hubieras ganado en mi mejor momento?”, preguntó Julio con voz firme.
Canelo respiró profundo. “Creo en mis capacidades, don Julio. Si no creyera que puedo vencer a cualquiera, incluso a las leyendas, no sería el campeón que soy.” Chávez lo observaba con ojos de halcón. “Nosotros no peleábamos por millones ni por marcas. Peleábamos por pan, por nuestros hijos. ¿Eso también lo entrenas en el gimnasio?”
Canelo no retrocedió. “Yo también vengo de abajo. Vendía paletas en los camiones. Nadie me regaló nada.” Pero Chávez insistía. “A ti te cuidaron, te pulieron desde joven. Yo peleaba en ferias, en carreteras, contra tipos que me doblaban en edad cuando tenía 16.”
La conversación, dura pero sincera, fue cambiando de tono. Canelo le lanzó una pregunta inteligente: “¿Usted cree que le ganaría a Sugar Ray Robinson en su mejor momento?” Chávez sonrió, reconociendo el dilema. “Eso mismo podrías haber dicho tú. Que sería una pelea dura. No que me ganarías.”
Ambos comenzaron a soltar sonrisas, y poco a poco, la tensión se fue disipando. Una carcajada inesperada de Chávez rompió el hielo por completo. “Ahora le echas la culpa al idioma”, bromeó. Y Canelo, aliviado, también rió.
Se dieron la mano. Un gesto sencillo, pero cargado de simbolismo. “¿Qué te parece si olvidamos este malentendido?”, propuso Julio. “Los periodistas siempre buscan polémica.” Canelo asintió, con gratitud sincera. Lo que comenzó como confrontación, ahora se sentía como reconciliación.
Caminaron juntos hacia la sala de embarque. Pasajeros y empleados del aeropuerto no daban crédito a lo que veían: dos generaciones del boxeo mexicano, hombro a hombro, como padre e hijo, como maestro y discípulo.
Ya en el avión, sentados en primera clase, conversaron de boxeo, de vida, de legado. Chávez narró historias de sus épicas batallas, y Canelo escuchaba como un niño que aprende de su ídolo. En un momento, Canelo preguntó:
“Si usted hubiera tenido la tecnología de hoy, la nutrición, la recuperación… ¿hubiera sido aún mejor?”
Chávez sonrió. “Imagina lo que habría hecho sin tener que bajar 10 kilos en una semana… Hubiera sido imparable.” Y tras una pausa, mirándolo con respeto, añadió: “Como tú ahora.”
Cuando el avión aterrizó en Los Ángeles, ambos sabían que no solo habían viajado físicamente. Habían recorrido un camino emocional, de orgullo, humildad y comprensión. Al despedirse, Julio lo abrazó y dijo:
“No olvides que estamos en el mismo equipo, Saúl. El equipo México.”
“Jamás lo olvido, don Julio”, respondió Canelo. “Gracias por la lección de hoy.”
Porque a veces, las peleas más importantes no se ganan con los puños, sino con el corazón.
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