Cansado de llegar a casa y solo ver hijas, por fin tuve un hijo — pero cuanto más lo miraba, menos se parecía a mí. Abandoné a mi familia por mi amante, pero cuando regresé, mi hija mayor me dijo una frase que me heló la sangre… Llegué demasiado tarde.
Durante años, estaba harto de llegar a casa y ver que mi esposa solo me daba hijas. Tres, una tras otra. Yo, el mayor de una estirpe de hombres —mi padre tiene cuatro hermanos— me sentía humillado. El pueblo susurraba:
«Esa casa debe tener una maldición pesada, ningún hijo varón que herede el apellido…»
Mi esposa sufría en silencio. En el cuarto embarazo, a pesar de las advertencias del médico sobre su frágil salud, apretó los dientes. Cuando supimos que era un niño, lloré de alegría.
Pero a medida que crecía, algo no cuadraba. Su piel era muy clara, sus ojos rasgados, su frente abombada… Nada de mí en él. Yo tengo la piel morena, ojos profundos, rasgos angulosos.
La duda me carcomió.
Un día, fuera de mí, le solté a mi esposa:
«¿Estás segura de que es mío?»
Ella estalló en llanto. Mi hija mayor, de 13 años, me miró en silencio, sus ojos llenos de tristeza.
Poco después, huí. Me fui con mi amante, una estilista diez años menor que yo. Ella me susurraba:
«Yo sí te he dado dos hijos, no como esa otra mujer…»
Cegado, ya no pensé en mis hijas. Ni en su llanto, ni en su hambre, ni en su vida sin padre. Durante una semana, viví en una habitación de hotel con mi amante, soñando con un nuevo comienzo, con una familia a mi imagen.
Hasta esa tarde lluviosa, en que regresé a casa para anunciar el divorcio.
Al abrir la puerta, encontré a mis hijas sentadas, en silencio. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar. Mi hija mayor se acercó, me señaló la habitación y dijo fríamente:
«Papá, ve a verla por última vez.»
Me quedé helado.
Me precipité hacia allí. Mi esposa yacía tendida, blanca como una sábana. En su mano, una carta sin terminar. Al niño pequeño lo habían dejado con los vecinos. Había tomado las pastillas para dormir… las mismas que yo había comprado para mi amante.
Grité, sacudí su cuerpo, supliqué. Pero era demasiado tarde.
Su última carta decía simplemente:
«Lo siento. Crié a nuestro hijo pensando que él me amaría más que tú. Pero cuando te fuiste, entendí que lo había perdido todo. Si hay otra vida, quisiera seguir siendo la madre de mis hijos, incluso si ya no soy tu esposa.»
Caí de rodillas, destrozado, los sollozos de mis hijas atravesando mi alma.
¿Y mi amante? Cuando se enteró de que mi esposa había muerto por mí, entró en pánico. Cortó todo contacto y huyó en la noche…
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