“Yo no tengo papás, doctor”, respondió el niño con la mirada firme. “Pero sé cosas que pueden ayudar a su hija. Aprendí cuidando a mi hermanita antes de que se fuera”. Las palabras del niño hicieron que Eduardo vacilara por un momento.
Valeria, que siempre permanecía apática, giró su cabeza hacia la conversación y extendió sus bracitos hacia Mateo. “¿Cómo te llamas?”, le preguntó Eduardo, agachándose a la altura del niño. “Me llamo Mateo, doctor”, respondió con una sonrisa. “Duermo allá en la banca de la plaza, frente al hospital. Todos los días vengo y me quedo mirando a su hija por la ventana”.
El corazón de Eduardo se apretó. ¿Cómo era posible que un niño tan pequeño, sin hogar, se preocupara por su hija? Mateo le explicó que su madre, que había sido enfermera, lo había enseñado a hacer ejercicios especiales para ayudar a su hermana, que tenía problemas en las piernas. “Mi mamá decía que la música despertaba partes del cuerpo que estaban dormidas”, explicó Mateo. A pesar de sus dudas, Eduardo decidió darle una oportunidad.
“¿Te gustaría intentar hacer algo por Valeria?”, preguntó Eduardo. Mateo aceptó de inmediato.
La fisioterapeuta Daniela, que estaba a cargo de la sesión, no estaba convencida. “Doctor, con todo respeto, un niño de la calle no tiene conocimientos médicos”, dijo con desdén. Pero Mateo insistió, pidiendo solo cinco minutos. “Si no responde, prometo irme y no volver”. A regañadientes, Eduardo permitió que Mateo intentara su técnica.
Para sorpresa de todos, mientras Mateo cantaba una suave melodía y masajeaba los pies de Valeria, la niña comenzó a emitir sonidos de placer. Sus piernas, que normalmente estaban rígidas, parecían más relajadas. Eduardo no podía creer lo que veía. “¿Viste eso?”, susurró a Daniela, pero ella aún dudaba, pensando que había sido solo un espasmo involuntario.
A medida que pasaban los minutos, Valeria comenzó a mover levemente sus pies. Fue un movimiento casi imperceptible, pero suficiente para que Eduardo se diera cuenta de que algo extraordinario estaba ocurriendo. El niño, sin darse por vencido, continuó su técnica. Después de unos minutos, Valeria mostró signos de cansancio, y Mateo se detuvo.
“Eres un niño increíble”, dijo Eduardo, impresionado. Pero, más allá de su sorpresa, sabía que la clave estaba en la técnica que Mateo había aprendido de su madre. ¿Cómo era posible que un niño de la calle tuviera tal conocimiento?
“¿Dónde aprendiste todo esto?”, preguntó Eduardo, curioso. “Mi mamá era enfermera”, explicó Mateo, su voz suavizada por la nostalgia. “Cuando nació mi hermanita con problemas en las piernas, me enseñó a ayudarla. Ella decía que los ejercicios ayudaban a los niños especiales.”
El rostro de Eduardo se llenó de asombro. Después de investigar más sobre la madre de Mateo, se enteró de que ella había sido una enfermera excepcional, que había aprendido técnicas avanzadas de neurorrehabilitación. Incluso había participado en un curso con el Dr. Wu Wong, un referente mundial en la neurorehabilitación infantil. Pero, lamentablemente, su madre había fallecido poco tiempo antes de que Mateo llegara a Ciudad de México.
“Sara, tu mamá era una profesional excepcional”, le dijo Eduardo al niño. “Y tú, Mateo, has aprendido cosas muy avanzadas con ella.”
Esa noche, Eduardo no pudo dejar de pensar en el niño que había llegado a su vida desde la calle y en el milagro que acababa de suceder en la sala de fisioterapia. Decidió que Mateo debía tener un futuro mejor, lejos de las calles. “¿Quieres quedarte conmigo y ayudar a Valeria todos los días?”, le ofreció Eduardo, preocupado por la situación de Mateo.
“¿De verdad me dejarías quedarme contigo?”, preguntó el niño, con los ojos llenos de esperanza. Eduardo asintió. “Quiero que tengas una vida mejor, que puedas estudiar y jugar como cualquier niño de tu edad. Valeria necesita tu ayuda, pero también lo harás por ti mismo.”
Al día siguiente, Mateo comenzó a vivir con Eduardo y su esposa Mariana. La vida de Mateo cambió por completo. Junto a Valeria, trabajó cada día con la técnica que había aprendido de su madre, y los avances fueron sorprendentes. Poco a poco, Valeria comenzó a mover sus pies, un signo de esperanza que ni siquiera los mejores médicos habían logrado.
Eduardo, conmovido por la historia de Mateo y el sacrificio de su madre, se comprometió a darle un futuro mejor. Juntos, Mateo y Valeria no solo cambiaron sus vidas, sino que demostraron que la esperanza y la bondad pueden surgir en los lugares más inesperados.
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