La vida puede dar giros inesperados, y la historia de Canelo Álvarez con su amigo de la infancia es prueba de ello.

Todo ocurrió en un semáforo de López Mateos, en Guadalajara, cuando el boxeador, a bordo de su lujoso Rolls-Royce Phantom, se detuvo mientras observaba la lluvia caer.

Entre los autos detenidos, un hombre delgado y empapado se acercaba vendiendo chicles y limpiando parabrisas. Al principio, Canelo intentó ignorarlo, pero algo en su rostro le resultó familiar.

Al bajar el vidrio, su sorpresa fue enorme: era Miguel Ángel Ramírez, su compa de la infancia en San Agustín. Miguel había sido su compañero en la venta de paletas cuando ambos eran niños, recorriendo las calles con sus carritos.

Pero la vida los había llevado por caminos muy distintos. Mientras Canelo alcanzaba la cima del boxeo mundial, Miguel había caído en la desgracia, perdiéndolo todo tras la enfermedad de su madre y un fallido intento por cruzar la frontera.

Sin dudarlo, Canelo le abrió la puerta de su auto y le pidió que subiera. Miguel, avergonzado por su ropa sucia y mojada, titubeó, pero el boxeador insistió: “Súbete, carnal, el carro vale madre”.

Dentro del lujoso vehículo, la diferencia entre sus realidades era abrumadora. Al llegar a un restaurante en Andares, Miguel dudó en entrar, pero Canelo le aseguró que nada de eso importaba.

Entre comida caliente y una cerveza, los recuerdos de la infancia volvieron a unirlos. Rememoraron sus días vendiendo paletas y las carreras con los carritos.

Pero también hablaron de la dura realidad de Miguel, quien había sido abandonado en el desierto de Sonora por coyotes y no tenía un lugar fijo donde dormir.

Conmovido, Canelo decidió tomar cartas en el asunto. Hizo algunas llamadas y le consiguió un cuarto de hotel, ropa limpia y una noche de descanso en una cama digna.

“Esto es por mientras”, le dijo, “mañana le entramos en chinga a arreglar tu vida”. Miguel, abrumado, intentó agradecerle, pero Canelo lo interrumpió: “Tú me echaste la mano cuando más lo necesitaba. Ahora me toca a mí”.

El gesto de Canelo demuestra que el éxito no lo ha cambiado. Su humildad y generosidad siguen intactas, recordando que, aunque la vida nos lleve por distintos caminos, nunca debemos olvidar nuestras raíces.