La mañana en San Miguel del Oeste olía a pan recién horneado y a estufa de leña. La calle principal, una línea de polvo encendida por el sol, desembocaba en el edificio de justicia: un caserón de madera pintado de crema, con dos columnas que pretendían ser solemnes y un timbre que chirriaba como si se quejara de tener que trabajar. Dentro, el murmullo de los litigios de siempre —herencias mal contadas, linderos disputados, multas de tránsito— llenaba el aire, hasta que la puerta batiente se abrió y entró un hombre que parecía ajeno a ese mundo de carpetas nuevas y zapatos lustrados.

Llevaba un overol marrón gastado que olía a campo, una camisa azul con los puños deshilachados y un sombrero viejo con un ala levantada, carácter caprichoso de los años y del viento. Las botas, entalcadas de barro seco, sonaron sobre la tarima. Se apoyaba en un bastón mordido por la intemperie. No había prisa en sus pasos, pero cada uno pesaba como una década. Algunas cabezas giraron; otras, tras un vistazo rápido, respondieron con una mueca automática de desdén. El secretario del juzgado apretó los labios en un gesto de impaciencia. En la primera fila, un par de trajes impecables del Banco Rural se consultaron con los ojos, seguros de que aquello sería breve.

—Nombre —pidió el juez sin levantar del todo la vista, peinando con los dedos la comisura del bigote gris y arqueando una ceja con la precisión de quien está acostumbrado a mandar.

—Me llamo Ernesto Salazar —dijo el hombre—. Me dicen don Ernesto.

Al escuchar el nombre, hubo un murmullo que se corrió como una brisa incómoda. En el expediente, una goma elástica sostenía el fajo de papeles con el que el banco reclamaba ciento treinta y cinco mil ochocientos pesos por deuda acumulada, intereses, intereses sobre intereses y otros términos que parecían puestos para que nadie los entendiera a la primera.

El juez apoyó el mazo con elegancia calculada, acomodó sus lentes sin montura y, ahora sí, le echó una mirada entera al campesino. El gesto se le volvió sonrisa, pero no de cortesía.

—Señor Salazar —dijo, con voz untada de ironía—, permítame empezar con un consejo. En este tribunal apreciamos la formalidad. Un hombre se viste de acuerdo con el lugar al que va.

Primero fue un chasquido de lengua, luego un bufido; finalmente, risas. Pequeñas, contenidas, pero audibles. El abogado del banco, un joven de corbata azul marino y reloj con brillo ofensivo, inclinó la cabeza hacia el juez, como si agradeciera el remate, y apuntó en su libreta con parsimonia.

Don Ernesto se quitó el sombrero, lo dejó bajo el asiento y sostuvo la mirada con una calma que no era terca, sino hija mayor de la necesidad. Había en su gesto algo de paciencia de río que conoce su cauce.

—Cuando guste, su señoría —dijo.

El juez ensayó un carraspeo de autoridad. El trámite prometía ser simple: contrato de préstamo agrícola hacía seis años, suma inicial de ochenta mil, intereses al nueve por ciento anual, mora, mora sobre mora. La conclusión jurídica, según el abogado del banco, era tan obvia como una señal pintada en la carretera: embargo de las parcelas de la Cañada de Abajo.

—La matemática no miente —dictaminó el juez, complacido de escucharse—. El banco tiene derecho a recuperar su capital.

—¿Puedo hablar? —preguntó don Ernesto, levantándose con el bastón como si se parara la tierra entera.

—Breve —dijo el juez, sonriendo condescendiente—. La sala no está para discursos campestres.

El abogado rio por la nariz. Don Ernesto lo miró, después miró al juez y luego a la sala. Sus ojos, cansados pero limpios, hicieron lenta inspección de los rostros. Y entonces habló.

—Hace seis años firmé un crédito de ochenta mil pesos para comprar bomba, mangueras y reparar el motor del pozo —empezó—. En la página siete, párrafo tercero, dice que si yo liquidaba el sesenta por ciento en dos años, el interés bajaba al uno coma cinco anual, más una comisión fija. Yo pagué cincuenta y ocho mil quinientos en dieciocho meses. Aquí están los recibos.

Los representantes del banco intercambiaron un gesto breve. El juez no apartó la sonrisa, pero en la comisura se le dibujó una duda microscópica, apenas un temblor.

—Eso no altera la deuda principal —saltó el abogado—. Esa cláusula… —Buscó algo en su carpeta—. Esa cláusula es… residual.

—No es residual —dijo don Ernesto, sin subir la voz—. Es la que ustedes no cumplieron.

Sacó del bolsillo del overol un cuaderno pequeño, con tapas negras y elástico, manchado de tierra y lápiz. Lo apoyó junto al expediente como quien pone sobre la mesa el pan que amasó con sus manos. Luego, de su mochila, fue sacando sobres amarillentos, tickets con timbres, copias de depósitos. En cada papel había un trazo de su caligrafía sin escuela, pero sostenida por la costumbre de anotar lo importante: fechas, montos, nombres. Los ordenó con una dignidad que no tenía nada de solemnidad impostada; era la dignidad de quien ha aprendido a contar sin que le mientan.

El juez extendió la mano, tomó el primer recibo. Leyó. Pasó al siguiente. Volvió a la página siete. Subrayado con lapicera roja, con ese trazo nítido que uno hace para no olvidarse: “Si el beneficiario del crédito liquida el sesenta por ciento del capital dentro de los veinticuatro meses, el interés restante se ajustará al uno coma cinco por ciento anual. El banco deberá notificar la aplicación en un plazo no mayor a treinta días”.

—¿Quién subrayó esto? —preguntó el juez, mascarón de proa que empezaba a cabecear.

—Acá mi difunta —dijo don Ernesto, y bajó un instante la vista—. Tenía más vista que yo para las letras.

Silencio. El abogado carraspeó como si quisiera despejar una mota invisible.

—Incluso suponiendo eso, señoría —insistió—, hay intereses previamente causados. Hay cargos por mora. Hay… hay que hacer cuentas serias.

—Las hice —repuso don Ernesto—. Y para que no diga que solo son mis cuentas, contraté un contador forense con plata que me prestaron mis vecinos. Trajo su sello. Le pedí que revisara no solo lo mío, sino también los recibos de otros. Esto no es un error, es una costumbre.

Hubo un murmullo que cruzó la sala. El juez, ya sin sonrisa, tomó el informe. Las hojas estaban plastificadas, numeradas con etiquetas azules. “Patrón de sobrecargos por no aplicación de cláusulas de reducción de interés”, decía el encabezado. Se detallaban, mes a mes, los intereses cobrados como si la cláusula no existiera, y una columna lateral mostraba “lo que debió ser cobrado”. La diferencia no era pequeña; era una herida.

—Aquí mismo —dijo don Ernesto, señalando con el dedo curtido—. Tres meses después de haber pasado el sesenta por ciento, el banco siguió cobrándome al nueve. Mandé carta con acuse de recibo. No contestaron. Fui a la sucursal. Me dieron una ficha. Me dijeron “vuelva mañana”. Volví mañana y después pasado mañana y después la semana que viene. Mientras tanto, me embargaron el tractor. Tengo foto del papel pegado en la puerta del galpón como si yo fuera ladrón.

El juez acomodó los papeles como si quisiera alisarlos a fuerza de palma. La sala entera respiraba en espera. El abogado del banco, un instante antes tan seguro, adquirió la palidez de los que no están acostumbrados a que los números los muerdan.

—Señor Salazar —ensayó el juez, y esta vez la voz no llevaba barniz—, ¿me autoriza a incorporar esta evidencia?

—Para eso la traje —dijo él.

El juez hizo una seña al secretario. El mazo golpeó suave, no para imponer orden, sino para despabilar al propio juez.

—Continué —pidió.

—No vengo solo por mí —dijo don Ernesto—. En el registro público hay diecisiete expedientes con historias parecidas. Los nombres están aquí. A alguno ya le quitaron las dos hectáreas de la loma, a otro la camioneta, a la viuda del barrio La Toma el molino que le dejó el marido. Firmas de contratos con letras chiquitas que ni con lupa. Y ahí —alargó una hoja—, si a usted no le incomoda, están las firmas del abogado que hoy me señaló con la pluma. No digo que él diseñó todo. Digo que firmó.

La sala, que al principio había reído, ahora estaba quieta como un buey que siente el relincho del trueno. El juez recostó la espalda sin escapar de la silla. En la tercera fila, la gerente regional del banco, una mujer de cabello corto y perlas discretas, apretó la mandíbula hasta dibujar un hoyuelo.

—Silencio en la sala —atinó el juez cuando las voces empezaron a crecer, aunque nadie estaba gritando todavía—. Silencio, por favor.

El abogado del banco levantó la mano como un alumno.

—Su señoría, la defensa solicita suspensión para estudiar estos documentos. No se puede avanzar sin…

—A mí me suspendieron seis años la justicia —interrumpió don Ernesto, con una firmeza que no necesitaba gritar—. Me suspendieron el sueño cuando enfermó mi mujer y yo no tenía para pagarle los remedios porque cada mes el interés venía más gordo que el anterior. Me suspendieron la dignidad con cada carta de amenaza. Yo no le debo a este banco lo que dice el papel. Este banco me debe a mí la verdad. Y a todos ellos —señaló a la sala—, también.

El juez cerró los ojos un segundo. Alguna parte íntima debía de estar recordándole que la justicia no era un traje, sino un peso. Abrió la boca para decir algo, pero lo adelantó el secretario: había más recibos, más tarjetas numeradas, más hojas con sellos. La carpeta azul parecía el cajón de una memoria que no se quiere olvidar.

—Bien —dijo al fin el juez, distinto—. La suspensión se niega. Examinaremos aquí, ahora.

El abogado se hundió un centímetro en la silla. La gerente bajó la vista hacia sus manos, tan bien cuidadas que parecían ajenas a cualquier campo. El juez, con el ceño cruzado, se inclinó sobre el contrato. En el margen, la letra roja de alguien que subraya cuando ama a quien está cuidando —la difunta, había dicho don Ernesto— brillaba como una luz antigua. Se oyó el aleteo de una paloma en la ventana del fondo, como si hubiera decidido asistir al momento.

—Señor Salazar —dijo el juez, con sobriedad nueva—, ¿tiene constancia de aquel acuse de recibo?

—Aquí —respondió él, y alzó un papel con el sello negro del correo.

—¿Y tiene constancia de la venta con la que liquidó usted el cincuenta y ocho mil?

—Aquí —dijo entonces, y fue entregando boletas de remate de ganado, facturas de cosecha, recibos de depósito de cooperativa. Cada papel era un pedazo de su espalda doblada bajo el sol.

—Se incorpora todo —ordenó el juez—. Y le aclaro, licenciado —miró al abogado—, que aquí la “matemática” empezó a hablar.

La gracieta sin gracia del inicio se le volvió un boomerang que le cruzó la cara. El muchacho tragó saliva y ordenó su corbata, gesto inútil cuando uno no sabe por dónde empezar a defenderse.

Lo que siguió fue el desmonte de una montaña de palabras huecas. Don Ernesto no improvisaba. No era un discurso de indignación al viento; era una clase de paciencia, de método y de dolor. Relató con fechas, con nombres, con horarios, la vez que durmió afuera de la sucursal —al raso— porque le dijeron que al otro día “quizá” lo atenderían. Narró cómo la gerente le ofreció “una mejora de condiciones” si abría otra línea de crédito que, en el papel fino, escondía letra más fina. Y contó, con un temblor apenas, la tarde en que le tocó lavar los pies de su mujer, ya sin fuerzas, y ella le dijo “no dejes que te quiten el nombre”. Dijo que desde entonces anotaba todo, el horario de cada llamada, el tono de cada voz que lo dejó plantado. Dijo que a la madrugada, a falta de linterna, miraba los números a la luz de la heladera, como si fueran luciérnagas, y que así fue, suma contra suma, que descubrió el agujero.

—Ellos se sientan en sillas blanditas —dijo con una tristeza sin rencor—. Uno se sienta en el cajón del tractor y hace las cuentas con la punta de un clavo. Pero las cuentas son cuentas aquí y en Roma.

La sala, ganada por ese modo de decir sin una sola palabra de más, dejó de ser un teatro. Volvió a ser lo que debía: un lugar donde la verdad entraba con botas sucias y nadie podía impedirle el paso. El juez, que hasta hacía un rato repartía sonrisas con filo, ahora pasaba las páginas como quien saca el barro de una acequia para que el agua corra.

—Ordeno —anunció— declarar la inaplicación de cargos indebidos y la nulidad del reclamo del banco contra el señor Salazar. Y ordeno también remitir este expediente a fiscalía para investigación de prácticas abusivas. No es costumbre de esta sala hacer anuncios, pero hoy debo decirlo: aquí no se humilla a nadie por su ropa.

El mazo bajó. La madera golpeó la madera. Y, al golpe, siguió un silencio tan hondo que fue casi un estallido. Luego, un aplauso tímido. Después, otro. Hubo quien contuvo el ímpetu por respeto; hubo quien lo dejó crecer porque la garganta ya no le obedecía. En la fila del fondo, una mujer muy flaca apretó un pañuelo y dijo en voz baja, como si rezara: “Gracias”.

El abogado del banco intentó recomponer su argumento, pero lo que hizo fue balbucear una formalidad irrelevante. La gerente, pálida, abandonó la sala como quien sale de un hospital con un diagnóstico duro. El juez, en cambio, se quedó en su silla, con los papeles delante, respirando como si hubiera corrido.

A la salida, la noticia reventó por la plaza. No había cámaras todavía —no las profesionales—, pero había celulares. Los muchachos del ciber frente a la iglesia subieron los videos con títulos que les salieron del pecho, no de la escuela de periodismo: “Campesino pone al banco en su lugar”. “El juez que pidió perdón”. “Las cuentas de don Ernesto”.

Para la tarde, la sucursal cerró sus puertas “por inventario”. Los clientes golpearon el vidrio con los nudillos que habían firmado un día, y ahora pedían explicaciones. Pintaron en la vereda, con cal de construcción, frases que nadie hubiese escrito si no los hubiesen llevado al borde: “La tierra no se vende”, “Las letras pequeñas matan grande”, “Nos deben vida”.

Esa misma noche, el juez apareció en la radio del pueblo. Habló con tono grave, menos adorno y más escrúpulo. Dijo que había leído, que había visto, que no podía hacerse el distraído. Dijo que la justicia se le había aflojado como un botón viejo, y que ahora se lo cosía. No todos le creyeron, y sin embargo, algunos respiraron.

Al otro día, tocaron la puerta de la casa de don Ernesto. Eran dos hombres de traje, maletines, sonrisa de vendedor. Le ofrecieron una cifra que sonaba grande, contingencias, un acuerdo confidencial, un silencio. Él los escuchó sin decir que sí ni que no, sosteniendo el borde del umbral como se sostiene el borde de un pozo para asomarse sin caer. La foto de su mujer, en la pared, parecía mirarlo con esa mezcla de cariño y reto que tienen los amores viejos. Entonces, el sobre con el cheque voló hacia el pecho del emisario. Cayó como caen las cosas que pesan mucho más de lo que indica el papel.

—No se arregla con plata lo que rompieron con abuso —dijo—. Esto no es por mí. Es por todos.

Se fue la comitiva con el rabo escondido detrás del maletín. Quedó el pueblo. Llegaron antenas, micrófonos, la prensa provincial y, a los dos días, la nacional. Le pusieron un nombre a lo que estaba pasando: caso Salazar. Las marchas crecieron en la ruta 17, cortes con mates, bombos, carteles de cartón, niños sobre los hombros de sus padres. De pronto, ese pueblo perdido en el mapa entró en los telediarios y nadie supo ya por qué no lo habían visto antes. La frase que se repetía tenía la autoridad de la vida vivida: “Las manos sucias por trabajar valen más que cualquier corbata limpia”.

En la capital, los directivos del banco hicieron lo que hacen las oficinas cuando sienten la sangre oler cerca: llamaron a consultoras, escribieron comunicados con verbos pasivos, prometieron colaborar. Algunos dimitieron para “no entorpecer”. Otros fingieron que recién se enteraban. Mostraron en conferencia de prensa una sonrisa técnica que no llegó a los ojos. Los accionistas, en sus charlas de pasillo, pronunciaron por primera vez la palabra “riesgo reputacional” como quien descubre, tarde, que la dignidad también cotiza.

A don Ernesto, sin embargo, le importaban menos los titulares que la fila de vecinos que tocaban a su puerta con carpetas. La cocina se convirtió en mesa de revisión de papeles: allí, a la luz tibia, mujeres y hombres desplegaron recibos que ya olían a humedad, contratos con sellos, cartas sin respuesta. Un pasante de derechos, hijo de la maestra jubilada, tomó apuntes con un fervor que le venía de los abuelos. Un contador de la cooperativa se ofreció a revisar las cuentas en su tiempo libre. No había sueldos ni honorarios. Había ganas, urgencias y el deseo, simple, de entender.

—Vamos a armar un comité —propuso una joven agrónoma que había vuelto del sur—. Lo llamamos “Manos de Tierra”.

Así nació, sin acta fundacional ni políticos al frente, una idea que era más vieja que cualquier estatuto: organizarnos. Articularon turnos, horarios de atención, instrucciones para pedir copias, modelos de carta. Se imprimieron, en una vieja impresora láser, formatos de denuncia con margen ancho para sumar historias. Una radio comunitaria abrió un espacio semanal: “Las letras claras”. En una hora de aire, contaron cómo leer un contrato, qué preguntar, dónde reclamar. Lo explicaron con palabras masticables, sin la pedantería que a veces ahuyenta más que enseña.

El caso llegó al Congreso. Un diputado de la región —que había pasado años sin asomarse por la zona— quiso subirse a la ola y prometió una reforma bancaria. Lo abuchearon en la plaza. “No nos uses”, le gritaron. Aprendió rápido: sentó a los de “Manos de Tierra” en la primera fila, y pidió a don Ernesto que hablara en la comisión.

El día de la audiencia, el edificio de mármol del parlamento vio entrar —por primera vez— a un hombre con overol y bastón que no había ido a buscar un permiso, sino a dar una lección. Los asesores cuchichearon, los cámaras ajustaron el foco. Don Ernesto respiró hondo, no de miedo, sino para elegir bien las palabras. Entonces contó de nuevo, sin oropeles, como si lo relatara a su muerto a la hora de la siesta: el trato no cumplido, la heladera como lámpara, la cooperativa como salvavidas, la plaza como escuela. No apeló a la lágrima fácil; apeló a la inteligencia de quien escucha. Cerró con una idea que cabía en un bolsillo: si un contrato no se entiende a la primera, es que no está hecho para ser entendido.

Aplausos. No de todos, pero sí de muchos. La comisión se comprometió a tipificar como abusiva la no aplicación de cláusulas de reducción de intereses, a regular la letra mínima, a obligar a las entidades a explicar con audios accesibles —no solo papel— cada préstamo otorgado. Se habló de crear un fondo de protección para pequeños productores en emergencia, de prohibir embargos sobre bienes imprescindibles sin revisión judicial. Se prometieron semanas de trabajo. Por primera vez, la promesa no sonó hueca.

No tardaron en venir las consecuencias. La fiscalía imputó a varios gerentes, al abogado jovencísimo que había firmado tantas veces sin mirar el margen, a un auditor que había preferido silenciar su propio informe por miedo a perder el bono. Hubo llantos en oficinas que siempre habían olido a perfume caro. Hubo llamadas de madrugada para pedir perdón, disculpas que a veces llegaban a destiempo. Hubo, también, juicios cruzados, estrategias de defensa, intentos por presentar los abusos como “errores administrativos”. Pero el viento ya había cambiado.

Cuando la Universidad Nacional, con sus claustros de ladrillo y su reja pesada, decidió otorgarle a don Ernesto un reconocimiento por “su contribución a la justicia social”, él no supo qué ponerse. Fue con la misma ropa de siempre, lustró las botas cuanto pudo y metió el bastón en la bicicleta. Lo recibieron en el aula magna, nombres que solo había escuchado por la radio o la tele; le colgaron una medalla, le entregaron un diploma que pesaba más por símbolo que por cartón. Él agradeció, y lo hizo como quien no quiere desentonar, con palabras ínfimas, que por eso mismo se volvieron grandes: “No estudié en libros, estudié en la tierra. Si algo aprendí, es a no bajar la cabeza”.

La prensa internacional, que busca relatos con alma, encontró en San Miguel una brújula para contar el mundo. Vinieron cámaras con logos en inglés, en francés, en portugués. “El campesino que le ganó al banco”, titularon en algunos países. “La dignidad a juicio”, escribieron en otros. Don Ernesto concedió entrevistas cuando pudo, y cuando no pudo, dijo “no puedo” con la serenidad de quien ya no necesita gustar. Alguien propuso invitarlo a hablar ante organismos internacionales. Aceptó después de preguntar si, mientras él viajaba, alguien seguiría abriendo la cocina para revisar carpetas. Cuando le dijeron que sí, subió por primera vez a un avión. Miró el campo hacerse mosaico y, al verlo alejarse, entendió cuánto lo quería.

Habló en una sala llena de intérpretes y micrófonos con banderitas. No habló de “batallas épicas” ni de “enemigos atroces”. Habló de tiempos: de lo que tarda un maíz en estar listo, de lo que tarda una respuesta en llegar cuando el que tiene que responder no quiere. Habló de palabras pequeñas, de la necesidad de decirlas en grande. Al terminar, lo aplaudieron en muchos idiomas. Le pareció raro, pero no lo mareó. Preguntó dónde podía comprar semillas, para llevarse de recuerdo algo que pudiera florecer.

Cuando volvió al pueblo, encontró pintado un mural enorme con su perfil de sombrero y bastón. “Plaza Ernesto Salazar”, decía el nuevo letrero, con la promesa debajo: “Tierra de dignidad”. Le dio vergüenza al principio; luego, pensó en su mujer, en su voz: “vos no vas a dejar que te quiten el nombre”, y sonrió. La alcaldesa —joven, de zapatillas y coraje— le entregó un ramo de flores del vivero municipal y dijo algo que parecía sacado del corazón de todos: “Gracias por recordarnos quiénes somos”.

No todo fue triunfo sin sombras. Hubo quienes lo llamaron “agitador”, quienes dijeron que había arruinado la economía local, quienes temieron que el crédito se volviera una mala palabra y que nadie prestara un peso en los próximos años. Hubo rótulos agresivos pegados de noche en su cerca: “Basta de circo”. Hubo mensajes anónimos con amenazas veladas. Y hubo días en que a don Ernesto le pesó la fama como una piedra atada al cuello: quiso volver a ser solo un hombre que riega al amanecer, que se sienta a pelar naranjas bajo el quillay.

Esos días, se iba a la cañada. Bajo un aliso que le gustaba desde chico, sacaba del bolsillo el cuaderno negro. Volvía a leer el subrayado en rojo —no el del contrato, sino el de su propia vida—: una línea que decía “no te olvides del principio”. Y volvía a casa menos enojado, menos cansado; con la convicción simple de que toda pelea justa tiene momentos de flaqueza.

Con el tiempo, “Manos de Tierra” se volvió cooperativa formal. Consiguieron asesoría permanente, armaron un pequeño centro de documentación, editaron un folleto sencillo: “Antes de firmar”. Enseñaban, con dibujitos toscos y humor, a desconfiar de la tinta fina. Contaban, con orgullo, que los chicos del pueblo aprendían a preguntar. En la escuela, la maestra de quinto propuso una consigna: “Escriban el contrato que les gustaría”. Firmaron todos; no con letra chiquita, sino con trazos grandes, torcidos, hermosos.

El banco, ya sin sus cabecillas, renegoció con los damnificados. Devolvió tractores, quitó hipotecas, se disculpó con avisos pagados que no sonaban a sinceridad, pero ayudaban a mover la rueda. La nueva gerente, una mujer que había crecido entre gallinas antes de ponerse un traje, entró a la sucursal con un cartel bajo el brazo: “Aquí se explica dos veces si hace falta”. Lo pegó en la pared, delante de la fila. Una señora lo aplaudió sola. Fue suficiente.

Un periodista le preguntó a don Ernesto cuál había sido el momento en que todo cambió. Él pensó en el mazo golpeando la madera. Pensó en la heladera abierta a la madrugada, en la luz tibia sobre la página siete. Pensó en la risa del juez, al principio, que se le transformó en otra cosa. Y dijo:

—Cuando dejé de pedir permiso para existir.

La frase se volvió consigna en pancartas, en remeras, en grafitis que, de tanto repetirse, corrieron el riesgo de perder el peso. Pero en San Miguel del Oeste supieron cuidarla: la escribían allí donde hacía falta, no en todas partes. La dijeron bajito cuando un vecino ganó un juicio similar. La dijeron fuerte cuando quisieron usarla para vender cosas. La cuidaron como se cuida el agua: sin ostentación, con sentido.

A veces, por la tarde, don Ernesto se sienta con los muchachos en la plaza que ahora lleva su nombre. Les cuenta de su mujer. Les cuenta de cuando las manos le dejaron de temblar el día que aceptó que el miedo no era un enemigo, sino un aviso. Les dice que se vale no saber, que se vale preguntar, que se vale exigir. Les repite que no hay vergüenza en ensuciarse de tierra, que llorar no lo achica a uno, que decir “no firmo hasta entender” es una frase hermosa. Y de pronto, los muchachos le ponen el celular para grabarlo, y él se ríe. “No hago discursos”, dice. Y, sin embargo, cada vez que habla, parece que otro pedacito del mundo se acomoda.

La última vez que entró al juzgado, la sala olía igual —papel, madera, sudor—, pero había una diferencia: el juez se puso de pie. No por estética, sino por respeto. Se estiraron la mano. El juez, que se sabía en deuda con el tiempo, dijo:

—Perdón por la vez que le hablé de cómo debía vestirse.

—No me debe nada —respondió don Ernesto—. A otro sí que le debe. A muchos. Pero a mí no. Yo ya tengo lo que quería.

—¿Y qué era? —preguntó el juez, con un punto de curiosidad sincera.

—Que mi nombre no fuera de ustedes —dijo—. Que mi nombre fuera mío. Y ahora es de todos.

Salió a la luz de la mañana con el bastón balanceándose como metrónomo de paz. En la esquina, un vendedor ambulante le ofreció caramelos de anís. Los aceptó. Masticó despacio. Miró la avenida con sus camionetas y sus bicicletas, con los perros echados a la sombra. Sintió que la vida, por fin, había dejado de pedirle recibos.

Regresó a casa por la ruta de la cañada. Pasó junto al aliso de las siestas, se agachó a tocar el agua fría. Al levantar la vista, lo bañó un cielo enorme, sin letras pequeñas. Pensó en su mujer. Pensó en todas las manos que habían sostenido su bastón cuando flaqueó. Pensó que la injusticia es un campo duro, pero que también se rinde si muchos la siembran de preguntas. Y siguió camino, con la certeza —la de verdad, no la de folleto— de que la dignidad, cuando habla, deja a cualquiera en shock. Incluso a un tribunal entero. Sobretodo a un tribunal entero. Porque hay cosas que no se aprenden en los manuales, ni se doman con un mazo. Hay cosas, como esta, que solo se aprenden escuchando a un hombre de overol decir, sin gritar, que ya no tiene miedo.