Isabel se inclinó hacia su hijo, pero no dio un paso atrás. Caminó con calma hasta la mesa nupcial, tomó el micrófono y, con una serenidad inesperada, comenzó a hablar. La sala quedó en silencio absoluto.
— Sé que muchos no esperaban verme aquí esta noche. Tal vez algunos me consideren indigna, como mi hijo acaba de llamarme. Sí, he limpiado casas. Sí, he fregado suelos, he trabajado en una gasolinera lavando coches, he hecho los trabajos que otros desprecian. Y no me avergüenzo. ¿Sabéis por qué? Porque cada euro que ganaba era para que Lucas tuviera juguetes, ropa limpia, libros de texto. Para que nunca conociera la escasez que yo viví de niña.
Un murmullo recorrió la sala. La novia empalideció, sus padres se miraron incómodos.
Isabel prosiguió:
— Quizás para vosotros yo no sea nadie. Pero para mi hijo fui padre, madre, amiga y escudo. Cuando tenía fiebre, pasaba las noches en vela a su lado. Cuando se caía y se hacía una herida, dejaba mi trabajo con las manos llenas de espuma para correr a abrazarlo. Cuando pidió una tablet, vendí el único anillo de oro que tenía, recuerdo de mi juventud. Todo eso, ¿para qué? Para verlo sonreír.

Hizo una pausa. Los invitados contenían la respiración.
— Y hoy mi hijo me ha llamado mendiga y carga inútil. Quizás así me vea él. Pero ¿sabéis qué? No son las ropas las que me definen, ni el dinero, ni los trabajos humildes. Me define mi capacidad de amar. Y tú, Lucas, aunque lo hayas olvidado: nadie te amará jamás como yo te he amado.
Lucas intentó replicar, pero las miradas de los invitados lo hicieron callar. La novia se llevó una mano a la boca, atónita.
Isabel levantó la cabeza con dignidad:
— No he venido hoy para arruinarte la boda, Lucas. He venido para decir delante de todos que ya no te debo nada. Te lo di todo. Tu infancia, mi juventud, mis lágrimas. A partir de hoy, por fin, viviré para mí.
Dejó el micrófono sobre la mesa, recogió su bolso y se dirigió hacia la salida. Sus pasos eran tranquilos, elegantes.
A sus espaldas estalló un aplauso. Muchos se levantaron para aplaudir — hombres, mujeres, incluso los mayores. La novia, con lágrimas en los ojos, le hizo un gesto de respeto.
Lucas se quedó pálido, sin palabras. Por primera vez en su vida comprendió que aquella mujer, a la que había creído “débil”, era en realidad la persona más fuerte de toda la sala.
Isabel salió del salón nupcial con la cabeza erguida. Afuera, el aire de la noche olía a libertad. Después de tantos años, sintió que la vida volvía a pertenecerle.
Y en ese instante, aunque su hijo aún no lo entendiera, Isabel sabía que en la ciudad donde tantos la habían visto, su nombre no estaría nunca más asociado a la vergüenza, sino al respeto.
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