El reloj marcaba las 10:45 de la noche en la cafetería El Rincón, un modesto pero acogedor establecimiento en la Colonia Condesa de la Ciudad de México.
Entre los aromas de café recién hecho y tortillas calientes, María Elena, una mesera de 28 años, limpiaba una mesa cercana a la ventana. La jornada había sido larga, y el cansancio pesaba en su cuerpo, pero su compromiso con el trabajo la mantenía en pie.
Las luces de la ciudad reflejaban en el vidrio empañado por la lluvia de octubre. Desde la cocina, Don Pedro, el cocinero, la observaba con preocupación. “Elenita, no quieres sentarte un ratito?
Ya casi no hay gente”, sugirió con voz paternal. Ella, con una sonrisa cansada, respondió: “Gracias, Don Pedro, pero mejor termino de limpiar. Mañana temprano viene el proveedor y quiero dejar todo impecable”.
El tintineo de la campana de la puerta interrumpió la conversación. Un hombre mayor, con una chamarra de cuero café y una gorra deportiva, entró sacudiéndose la lluvia.
María Elena lo reconoció al instante. Su corazón se aceleró, pero su profesionalismo se mantuvo intacto. “Buenas noches, señor. ¿Mesa para uno?”, preguntó con voz firme.
“Sí, hijita. Gracias”, respondió el hombre con una sonrisa amable. Su rostro curtido por los años de boxeo era inconfundible. Era Julio César Chávez, la leyenda del boxeo mexicano. El ídolo de su padre, el héroe de tantas noches de sábado frente al televisor.
Lo guió hasta una mesa tranquila en la esquina del local. Mientras colocaba el menú, notó las cicatrices en los nudillos del campeón, testigos silenciosos de incontables combates.
“¿Qué me recomienda, señorita?”, preguntó Chávez con una voz suave, contrastando con su imagen de guerrero. “Los chilaquiles verdes son nuestra especialidad”, respondió ella.
“Don Pedro los ha preparado por más de 30 años”. “Entonces, unos chilaquiles verdes y un café negro. De esos que te mantienen de pie hasta el último round”, añadió el campeón con un guiño cómplice.
Mientras servía, los recuerdos inundaron la mente de María Elena. Su padre, inclinado hacia el televisor, gritando consejos al boxeador. El aroma del café que su madre preparaba. Los tacos compartidos en las noches de pelea. Su corazón se encogió.
“¿Todo bien, señorita?”, preguntó Chávez, notando su distracción. Ella parpadeó rápidamente, conteniendo las lágrimas. “Sí, señor… es solo que… mi papá era un gran admirador suyo. No se perdía ninguna de sus peleas. Decía que usted le enseñó que la vida es como el boxeo: no importa cuántas veces te tiren, lo importante es levantarse”.
El restaurante pareció detenerse. Chávez sonrió nostálgico. “¿Cuál era su pelea favorita?”, preguntó con interés genuino. “La de 1990 contra Meldrick Taylor”, respondió María Elena sin dudarlo. “Mi papá se sabía cada segundo de esa pelea. La vimos tantas veces que podía recitar los comentarios de memoria”.
El campeón asintió, recordando aquel combate legendario. “Fue dura. Taylor era rápido, pero nunca dejé de pelear. Como en la vida, uno nunca debe rendirse”.
María Elena sonrió. Por un instante, su padre estaba allí, en la mesa, compartiendo un café con su héroe. Y en ese momento, sintió que, de alguna manera, también ella se había levantado una vez más del suelo.
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