El sol apenas iluminaba el Palacio Nacional cuando la conferencia matutina de la presidenta Claudia Seba comenzó.
Como cada día, periodistas de todo el país esperaban anuncios económicos, respuestas sobre la crisis de seguridad o, simplemente, presenciar el espectáculo de la política en vivo.
Pero esa mañana había algo distinto en el ambiente. Entre los asistentes destacaba una figura que no pertenecía al mundo político ni periodístico: Saúl “Canelo” Álvarez.
El campeón indiscutible de boxeo, con su mirada determinada y la característica cicatriz en su ceja izquierda, se sentó en primera fila. Su presencia había sido anunciada el día anterior con gran expectativa.
El motivo oficial de su asistencia era hablar sobre la importancia del deporte en la juventud y el papel del gobierno en su promoción. Sin embargo, lo que sucedió esa mañana marcaría un punto de inflexión en la relación entre el deporte y la política mexicana.
Cuando la presidenta Seba presentó a Canelo, la ovación fue inmediata. Los flashes de las cámaras iluminaron la sala mientras el boxeador tomaba el micrófono con seguridad. Sin embargo, en lugar de limitarse a un discurso protocolario, decidió hacer una declaración inesperada.
“Gracias por la invitación, presidenta. Es un honor estar aquí hablando sobre algo que ha cambiado mi vida, el boxeo. Pero antes de seguir con eso, quiero decir algo que llevo dentro desde hace tiempo.”
El silencio se apoderó del salón. Los periodistas, acostumbrados a declaraciones calculadas, se tensaron. Canelo prosiguió con un tono firme: “Desde niño he visto cómo el deporte puede salvar vidas, pero también he visto lo contrario.
He perdido amigos que no tuvieron la misma oportunidad, niños que querían entrenar pero terminaron en las calles absorbidos por la violencia. Hoy me invitan a hablar de boxeo, pero de qué sirve si la gente no tiene seguridad. De qué sirve decirle a un niño que luche por sus sueños si ni siquiera sabe si llegará vivo a la próxima semana.”
Las palabras de Canelo cayeron como un golpe inesperado. La presidenta Seba, con su característica expresión serena, tomó el micrófono tras unos segundos de tensión. “Entiendo tu preocupación, Canelo. Sé que vienes de una realidad difícil y créeme, nadie en este gobierno quiere que eso siga ocurriendo.”
Hizo una pausa, midiendo las reacciones, y continuó: “Hemos trabajado en estrategias de seguridad, en programas de bienestar y oportunidades para los jóvenes. Pero estos problemas no se solucionan de la noche a la mañana. La violencia que vivimos no empezó hace tres meses, es una herencia de décadas de desigualdad y abandono. Estoy comprometida a cambiar eso, pero el cambio toma tiempo.”
Canelo no parecía satisfecho con la respuesta. Se acercó de nuevo al micrófono y lanzó otra pregunta directa: “Yo no soy político, presidenta. No estoy aquí para debatir estrategias ni dar discursos. Solo quiero saber qué le dice a una madre que ha perdido a su hijo, a un niño que se queda sin escuela porque su barrio es tierra de nadie. ¿Les va a decir que esperen?”
La pregunta quedó flotando en el aire. Un periodista desde el fondo intervino: “Presidenta, ¿cree que las palabras de Canelo son una crítica legítima o una falta de respeto a su gobierno?” Seba comprendió en ese momento que el verdadero reto no era solo la confrontación con Canelo, sino lo que vendría después. Su respuesta marcaría la narrativa de los próximos días, quizá semanas.
Finalmente, tomó aire y respondió con firmeza: “Entiendo la indignación, Canelo, y te agradezco que traigas esta discusión aquí, porque es una conversación que todos los mexicanos necesitamos tener. Pero gobernar no es tan simple como lanzar un golpe al adversario. No se trata solo de indignación, sino de estrategia, de construir soluciones reales.”
El murmullo en la sala creció. Para algunos, Seba había defendido con solvencia su postura; para otros, había evadido la cuestión con un discurso ensayado. Canelo no retrocedió: “Presidenta, con todo respeto, las soluciones reales no llegan a la gente que las necesita. Puedo entender que no se arregle todo en un día, pero hay niños que no tienen tiempo de esperar. Hay familias que ya no pueden contar sus muertos.”
Sus palabras calaron hondo. La conferencia de prensa, que se suponía sería un evento protocolario, se había convertido en una confrontación inesperada. Los asesores de Seba intercambiaban miradas nerviosas. La mandataria debía decidir su próximo movimiento con cautela, porque cualquier error podría convertirse en un titular explosivo. Lo que dijera a continuación no solo definiría su liderazgo, sino la percepción de su gobierno ante un país que exigía respuestas.
La historia de ese enfrentamiento estaba lejos de terminar.
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