El olor de la basura fue lo primero que golpeó a Canelo antes de que sus ojos captaran la escena.

En la parte trasera de un restaurante de Guadalajara, unas pequeñas manos infantiles hurgaban entre los empaques desechados en busca de algo comestible.

Era casi medianoche y Saúl Álvarez, el campeón mundial de los supermedianos, había salido de una cena privada con su equipo de entrenamiento. Mientras su chofer esperaba, Canelo decidió estirar las piernas y fue entonces cuando lo vio.

Un niño, de no más de siete años, estaba agachado entre los desechos, eligiendo con cuidado los restos de comida que parecían estar en mejor estado. Sus movimientos eran metódicos, casi profesionales, como si hubiera hecho esto muchas veces antes.

La escena transportó a Canelo a su propia infancia. Recordó los días en que vendía paletas a los cinco años para ayudar a su familia, sintiendo el peso de la hielera y el ardor del sol sobre su piel clara y pecosa.

El niño llevaba una camiseta descolorida de las Chivas, varias tallas más grande, y su cabello enmarañado caía sobre unos ojos grandes, atentos y cansados.

Era una mirada que no pertenecía a un niño de su edad, sino a alguien que había enfrentado dificultades imposibles para su corta vida. Sin darse cuenta, Canelo dio un paso adelante y una lata vacía rodó bajo su pie, alertando al niño.

Con reflejos rápidos, el pequeño se giró listo para huir, pero se detuvo al reconocer al hombre que tenía enfrente. Sus ojos se agrandaron. Canelo Álvarez. El campeón. El ídolo. La cara en los carteles de la ciudad.

Durante un instante, el miedo en su rostro dio paso a la admiración, pero rápidamente volvió a la realidad. “No tengo dinero, señor”, dijo el niño con una voz sorprendentemente firme. “Solo estoy agarrando lo que iban a tirar. No rompí nada”.

Canelo sintió un nudo en el pecho. No era lástima, era reconocimiento. Veía en ese niño la misma determinación que él había tenido en su infancia. “¿Cómo te llamas?”, preguntó con voz suave. “Miguel”, respondió el niño, sin relajar su postura de alerta. Canelo notó sus manos callosas, sus uñas sucias por la dura supervivencia. “¿Tienes hambre, Miguel?”.

El niño dudó, el orgullo luchando contra la necesidad, pero finalmente asintió. “Ven conmigo”, dijo Canelo. “Tiraron mucha comida buena allá dentro. Puedo pedir que te envuelvan algo mejor que esto”.

Miguel no se movió, la desconfianza grabada en su corta vida. “¿Sabes quién soy?”, preguntó Canelo. “Sí, usted es Saúl ‘Canelo’ Álvarez”, respondió Miguel con respeto. “El mejor boxeador del mundo. Vi su pelea contra Plant en la tele de la tienda de electrónicos”.

Canelo sonrió. “¿Crees que yo te haría algo malo?”, preguntó. Miguel lo observó en silencio, evaluándolo no como una celebridad, sino como una posible amenaza. “No sé, señor. Muchas personas son diferentes de lo que parecen en la tele”.

La respuesta honesta y madura sorprendió a Canelo, quien soltó una risa genuina. “Tienes razón, Miguel. La gente no siempre es lo que aparenta”, admitió.

“Pero hoy soy exactamente quien digo ser: un hombre que también conoció el hambre y que no va a dejar que un niño coma de la basura mientras pueda hacer algo al respecto”.

Algo en su tono convenció a Miguel, quien con cautela se acercó. Canelo hizo señas a su chofer para que esperara a distancia y entraron juntos al restaurante.

El gerente abrió los ojos con sorpresa, pero Canelo lo tranquilizó. “Mi amigo Miguel tiene hambre. ¿Podrían prepararle algo? Lo mejor que tengan, y también para su mamá”. El gerente asintió de inmediato.

Mientras esperaban, Canelo observó al niño. Había algo especial en él. Un fuego, una fuerza, algo que recordaba a su propia historia. Se preguntó cuántos niños como Miguel estaban ahí afuera, sobreviviendo en un sistema invisible.

“¿Y tu mamá, Miguel?”, preguntó con interés. “Trabaja limpiando casas. Llega tarde. Intentó conseguir otro trabajo, pero nadie la quiere contratar porque no tiene con quién dejarme”.

Canelo sintió que su decisión de ayudar no se limitaba a esa noche. Tal vez este encuentro cambiaría algo más que solo una comida. Tal vez, como en el ring, fuera momento de lanzar un golpe por los que más lo necesitan.