La tarde en que una voz detuvo a El Buki

A las dos y media, el sol de la avenida Juárez caía como plomo sobre el asfalto y hacía brillar las cúpulas viejas del centro. Marco Antonio Solís caminaba sin prisa, sombrero bajo, intentando perderse entre vendedores de flores, turistas despistados y oficinistas que llevaban el tiempo clavado en la frente. Iba en lo suyo, encendido todavía por las fechas de gira, con esa mezcla de cansancio y vértigo que dejan los escenarios grandes, cuando una voz lo detuvo en seco. No fue una nota alta ni un alarde: fue un temblor honesto, una grieta en el aire por donde de pronto se veía el corazón.

La voz venía de una niña sentada en una sillita de plástico, frágil y soleada, con un guitarrón más grande que ella, rajado por la vida y con tres cuerdas tercas que se negaban a rendirse. La niña era ciega, de ojos quietos y sonrisa luminosa; se llamaba Paula y tenía cinco años. Cantaba “Si no te hubieras ido” como si cada palabra le pesara lo justo y, a la vez, la aligerara por dentro. A su lado, su mamá, Nayeli, atendía un carrito de quesadillas y aguas frescas. Traía el mandil enlutado de grasa y harina, los brazos tiznados de comal, y una paciencia trenzada con la necesidad.

El olor a tortilla recién hecha se mezclaba con la jamaica y la horchata que Nayeli había preparado desde antes del amanecer. Entre los botes y las salsas, una latita abollada a los pies de Paula sonaba de vez en cuando con monedas sueltas. No eran muchas. La gente se quedaba un momento, miraba la escena con una mezcla de ternura y prisa, dejaba algunas monedas o nada y seguía su camino. Paula, sin embargo, no perdía el hilo: afinaba a tientas las tres cuerdas, como quien peina un secreto, y volvía a empezar.

—¿Desde cuándo están aquí? —preguntó Marco Antonio a la vendedora de flores de la esquina, fingiendo indiferencia.

—Tres meses, joven —respondió ella, acomodando un ramillete de cempasúchil—. La muchacha se quedó sin trabajo y pues la niña canta; dicen que así venden más.

“Válgame”, pensó él, sintiendo una punzada en el pecho que no venía del calor. Se acercó al carrito, pidió una quesadilla y un agua de jamaica. Mientras Nayeli volteaba el queso en el comal, él escuchó cómo Paula cambiaba de canción y se lanzaba a “¿Dónde estará mi primavera?”, horadando el ruido de los carros, de los pregones, del mundo. El contraste dolía: la voz limpísima de la niña y la madera lastimada del instrumento.

—¿Su hija aprendió sola? —preguntó, volviéndose hacia Nayeli.

—Pues sí —dijo ella, con una sonrisa modestísima—. Encontramos ese guitarrón en la basura. Yo le canto desde chiquitita y ella se aprendió las canciones de oído.

Paula hizo una pausa, ladeó la cabeza hacia donde estaba él y dijo, con absoluta naturalidad:

—Señor, usted tiene música en la voz.

Marco Antonio soltó una pequeña risita, sorprendido.

—¿Y cómo supiste?

—Porque suena bonito como cuando mi mami me canta para dormir —contestó la niña, con esa lógica limpia de los niños—. ¿Usted también canta?

Nayeli negó con suavidad, como disculpándose por la ocurrencia de su hija, pero la niña insistió:

—Si quiere, cantamos juntos. Me sé veinte canciones.

El mundo, que a veces anda de prisa, aquella tarde decidió frenar. Marco Antonio se agachó hasta quedar a la altura de Paula.

—¿Te gustaría cantar conmigo “¿Dónde estará mi primavera?” —propuso.

Los ojitos opacos de Paula parecieron encenderse por dentro. Ella dio un toquecito a la cuerda grave, buscó el acorde con paciencia de hormiga y empezó. Él la siguió, primero bajito, dejando que la voz de la niña abriera camino; luego, cuando llegó el coro, se metió entero, con esa gravedad suya que conoce el filo de las pérdidas. La armonía, inesperada y exacta, hizo que las conversaciones alrededor velaran y la calle se volviera sala.

Un voceador de periódicos fue el primero en acercarse. Luego una señora con bolsas del mercado, después varios estudiantes que venían de la universidad, y en cuestión de minutos la banqueta se hizo círculo. Nayeli, desde el comal, se limpió el sudor y también las lágrimas. Ver a su hija cantando así, abrazada por una voz tan amplia, le renovó la fe de un modo que no sabía explicar.

Acabaron la canción entre aplausos de verdad, de esos que nacen del cuerpo. Pidieron otra. Marco Antonio, con una sonrisa de conspiración, le susurró a Paula:

—¿Te avientas “Tu cárcel”?

—Es difícil —admitió—, pero si usted me ayuda…

Y se aventó. Cantó con ese coraje dulce que sólo tienen los niños cuando no se fijan en sus límites. Cuando él entró en el coro, la calle se quedó sin tiempo. Don Rodrigo, dueño de la lonchería grande de la cuadra, se abrió paso con curiosidad más que con fama.

—Señora —le dijo a Nayeli, probando una quesadilla—, esto es otra cosa. ¿Por qué no se viene a poner aquí enfrente, junto a mi local? Le va a ir mejor. Nos conviene a todos.

La voz de Paula siguió multiplicando milagros pequeños. Una señora mayor le acercó un ramo y otra persona dejó un billete de cien en la latita. Un maestro de música, que pasaba, se presentó a Nayeli: “Yo puedo enseñarle guitarra a la niña. Gratis. Tiene madera”.

Entre canción y canción, Paula, que escuchaba más allá de las palabras, se inclinó hacia la oreja de Marco Antonio:

—Señor, ¿usted es El Buki?

Él respiró hondo. En su silencio pesaban la sorpresa y la ternura.

—¿Y por qué crees eso?

—Porque su voz es como en los discos de mi mami. Y porque cuando cantamos juntos siento como si lo hubiera buscado sin saberlo.

La verdad cabía en ese instante. Él asintió, apenas, y la niña se quedó muda por primera vez, para enseguida pedirle un abrazo. Cuando el rumor corrió por la gente —“¡Es Marco Antonio Solís!”—, las cámaras de los celulares saltaron como luciérnagas en pleno día. Él levantó la mano con calma: “Respetemos a esta familia; estamos aquí por la música”.

Pidieron “Más que tu amigo” para Nayeli. La cantaron. Y Nayeli, con la cabeza baja y el mandil por pañuelo, dejó que la voz de su ídolo y la de su hija le zurcieran una herida vieja. La latita, mientras tanto, empezó a llenarse de billetes y monedas con una prisa agradecida. Paula miraba hacia ninguna parte y hacia todos, sosteniendo su guitarrón como si fuera un cuerpo que también se podía sanar.

Miguel, el hermano de Paula, llegó corriendo con Sofía, la pequeña, en brazos. Se acomodaron cerca. Alguien sugirió “Cielito lindo”, y entonces fueron cuatro: la niña cantando, Miguel con una armónica gastada, Marco Antonio dirigiendo con la guitarra y Andrea —una jovencita del conservatorio que la abuela empujó tímidamente hacia adelante— haciendo segunda. La multitud, que ya parecía romería, se prendió al coro. Por un momento, la avenida entera vibró en la misma nota.

Los minutos se juntaron en una hora larga. Entre los aplausos, Paula le contó bajito a Marco Antonio un secreto que le hacía nudo en la garganta: que había empezado a cantar en la calle la noche que oyó a su mamá llorar porque no alcanzaba para la leche de Sofía. Que se prometió ayudar como pudiera. Él escuchó sin prisa, con una gravedad que no cabía en la foto de ningún periódico. “Tienes un corazón grande”, le dijo. Y entonces se apartó unos pasos con Nayeli para contarle. La mujer se quebró de golpe, culpándose por la adultez prematura de su niña. Él negó con ternura: “Lo que hizo habla de cómo la ha criado, pero ya no va a cargar sola con eso”.

Volvieron al círculo y, sin aspavientos, ofreció algo que sorprendió hasta al aire: grabar con Paula una canción, en su estudio. Nada de contratos, nada de ruido. Un recuerdo bonito, un gesto. Cuando se lo preguntaron a la niña, ella pidió incluir a Miguel y su armónica. “Es una canción de gracias”, dijo, y así se quedó bautizada.

Al día siguiente, a las cuatro en punto, el viejo auto de Marco Antonio se detuvo frente al nuevo puesto de Nayeli, justo enfrente de la lonchería de don Rodrigo. La clientela iba y venía con sonrisa bien puesta. La ciudad ya estaba avisada de que, en esa esquina, algo se había encendido. En el estudio, Paula tocó botones imaginarios con la yema de los dedos, mientras el ingeniero —Roberto— le explicaba que su voz sonaría “igual, pero más clarita, como en el baño”. Ella rió; Nayeli lloró despacito detrás del vidrio.

Ensayaron una hora. Miguel metió la armónica donde el aire pedía un puente y Sofía regaló un par de balbuceos que, para oído sensible, eran percusión pura. La toma buena llegó cuando Paula respiró hondo, llevó la mano al pecho y dijo: “Lista”. Cantó su “Gracias” con una madurez que nadie le había enseñado, diciendo gracias por el sol que no veía pero sentía; por su mamá; por sus hermanos; por la música que le latía adentro. Terminó, y el silencio tuvo forma de caricia antes de hacerse aplauso.

Roberto, que además de oído tenía mañas, les entregó al final un CD con la canción y una sorpresa: había limpiado con paciencia de orfebre las grabaciones que alcanzó a hacer el día anterior en la calle, y las vistió de instrumentos como quien pone un traje a la medida. Un pequeño álbum casero: “Si no te hubieras ido”, “¿Dónde estará mi primavera?”, “Tu cárcel” y “Más que tu amigo” en la voz de Paula acompañada por él. Paula abrazó el disco como si fuera un animalito vivo; Miguel lo miró como se mira una ventana nueva.

De regreso en la esquina, la tarde traía buenas nuevas de don Rodrigo: la venta de Nayeli se había desbordado, había trabajo de sobra y, para rematar, una estación de radio quería entrevistar a la niña. Marco Antonio agradeció y declinó con suavidad firme.

—Paula tiene cinco años —dijo—. Que cante, sí, cuando quiera y como juego, sin prisa ni reflectores. La niñez no se negocia.

Nayeli asintió. Paula, sentada de nuevo en su sillita, puso el guitarrón sobre las piernas y sonrió. “Yo no quiero ser famosa”, dijo, “quiero cantar bonito y que mi mami se canse menos”. El acuerdo quedó sellado con una promesa sencilla: el número de teléfono de Marco Antonio en un papelito, y la certeza de que esa amistad no necesitaba cámaras para ser grande.

Los días siguientes fueron un goteo de cambios buenos. El nuevo puesto de Nayeli se hizo parada obligada; el maestro de música iba martes y jueves; Paula aprendió a domarle acordes a una guitarra nueva que el maestro le consiguió; Miguel se volvió fino con la armónica; Sofía aplaudía a destiempo y todo el clan reía. De vez en cuando, sin anuncios, Marco Antonio pasaba, se echaba una canción y desaparecía antes de que la mancha de celulares volviera a crecer. Grabaron tres temas más, despacio, con la regla de oro inviolable: si deja de ser divertido, se suspende.

Una tarde, una turista rubia se acercó y preguntó si Paula era famosa. La niña rió con la risa de cristal que ya conocían los de la cuadra.

—No, señora —dijo—. Yo soy Paula y canto para que la gente esté contenta.

Ese día, cuando el sol se escondió detrás de los edificios coloniales y la sombra fresca le ganó la pulseada al calor, Marco Antonio pasó de lejos, sin hacerse ver, y escuchó a Paula dar las gracias otra vez, ahora con un rasgueo más seguro y un vibrato apenas insinuado. A su lado, Nayeli servía una horchata, Miguel soplaba una melodía breve y Sofía golpeaba el aire, feliz.

No siempre los milagros llevan luz de neón. A veces traen tres cuerdas tercas, una latita abollada y una esquina cualquiera. A veces se llaman Paula y detienen a un hombre famoso no por su fama, sino porque le recuerdan por qué empezó a cantar: para hacer que la vida, por unos minutos, pese menos. Y a veces —como aquella tarde en la avenida Juárez—, bastan dos voces que se encuentran para que una ciudad entera vuelva a afinar.