El 28 de julio de 1929, en Southampton, Nueva York, nació una niña destinada a convertirse en un ícono: Jacqueline Lee Bouvier.
Criada en el seno de una familia aristocrática y adinerada, su infancia estuvo marcada por el lujo y la imagen de perfección que sus padres querían proyectar. Sin embargo, detrás de esa fachada impecable se escondían profundas grietas emocionales.
Su padre, John Vernou “Blackjack” Bouvier III, era un hombre atractivo y carismático, con una fortuna considerable gracias a su trabajo en Wall Street. Su vida estaba llena de excesos, trajes elegantes, caballos y mujeres hermosas.
Para Jackie, él era un príncipe encantador, pero con el tiempo descubriría su lado oscuro. Su madre, Janet Lee Bouvier, era sofisticada, ambiciosa y disciplinada, obsesionada con mantener su estatus social a toda costa.
El colapso de Wall Street en 1929 no destruyó por completo la fortuna de los Bouvier, pero expuso las fragilidades financieras de Blackjack.
Sus problemas con el alcohol, las apuestas y las infidelidades deterioraron la relación hasta que, en 1936, llegó el divorcio. Para Jackie, que tenía solo siete años, este evento fue devastador y marcó el fin de la ilusión de una familia perfecta.
Janet, con su determinación estratégica, se casó poco después con Hugh D. Auchincloss Jr., un magnate del petróleo y la industria financiera.
Con este matrimonio aseguró estabilidad económica y un acceso aún mayor a la élite estadounidense. Sin embargo, para Jackie significó la confirmación de que, en su mundo, el dinero y el apellido importaban más que el amor.
La infancia de Jackie transcurrió entre dos realidades opuestas: la estructura fría e impecable impuesta por su madre en la mansión Merrywood en Virginia y los momentos de libertad junto a su padre en Nueva York.
Aprendió a refugiarse en los libros, la equitación y su inteligencia para encontrar su lugar en un mundo donde nunca terminaba de encajar del todo.
Su educación en instituciones de élite como Miss Porter’s School la convirtió en una joven brillante, elegante y con un espíritu competitivo. Dominaba varios idiomas, incluyendo francés, español e italiano, habilidades que más tarde la harían destacar en el escenario internacional.
A diferencia de muchas debutantes de su círculo, Jackie no quería ser solo la esposa de alguien importante; quería ser alguien por sí misma.
En 1947 ingresó a Vassar College para estudiar literatura francesa y arte, pero pronto sintió que la vida allí la sofocaba. Decidida a estar donde la cultura y el poder se cruzaban, se trasladó a la Universidad George Washington en 1950. Este cambio la acercó a la política y al mundo de la prensa.
En 1951 ganó una pasantía en la prestigiosa revista Vogue, pero su estancia fue breve. Apenas llevaba un día trabajando cuando la editora en jefe le sugirió que su destino no estaba en la moda, sino en Washington junto a un hombre poderoso.
Siguiendo ese consejo, dejó el puesto y regresó a la capital, donde encontró trabajo en el Washington Times-Herald como periodista.
Fue en una de las cenas de la élite de Washington, en 1952, donde su destino cambió por completo. Allí conoció a un joven senador de Massachusetts que captó su atención: John Fitzgerald Kennedy.
Atractivo, carismático y con una ambición desbordante, representaba el tipo de hombre que aseguraba un lugar en la historia.
Aunque Jackie percibió desde el principio que Kennedy no era un hombre fiel, también entendió que su matrimonio con él no sería solo una unión romántica, sino una alianza estratégica que la colocaría en el epicentro del poder.
Así comenzó el camino que la convertiría en una de las mujeres más icónicas del siglo XX. Pero, ¿fue su destino un privilegio o una prisión dorada? Esa es la pregunta que marcó su vida.
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