La noche caía sobre la ciudad, y el bullicio de la alta sociedad llenaba los restaurantes más exclusivos.

Entre ellos, el “Corazón Azteca” brillaba como un símbolo de lujo y exclusividad, un lugar donde empresarios, magnates y figuras influyentes disfrutaban de platillos refinados y cócteles exóticos. Sin embargo, aquella noche no sería como las demás. Un visitante especial cruzó la puerta: Saúl “Canelo” Álvarez, el célebre campeón de boxeo.

Vestido con sencillez, su sola presencia impuso respeto en el recinto. Los meseros lo recibieron con la reverencia acostumbrada, mientras los clientes murmuraban entre ellos, algunos sacando discretamente sus teléfonos para capturar el momento.

Pero en una mesa al fondo, un joven no parecía impresionado: Enzo Herrera, hijo de un poderoso magnate, un chico acostumbrado a la riqueza, el privilegio y la arrogancia.

Enzo, vestido con un traje de diseñador y un costoso reloj, observó a Canelo con una sonrisa cínica. No entendía la admiración que todos le mostraban al boxeador.

Para él, no era más que un atleta famoso, alguien que peleaba por dinero. Con cada trago de whisky, su confianza crecía y sus comentarios sarcásticos se hacían más audibles, hasta que, sin poder resistirse, decidió actuar.

El joven se levantó, y el restaurante entero cayó en un silencio tenso. Su sola acción bastó para captar la atención de todos. Se acercó con paso firme hasta la mesa de Canelo, pero un guardaespaldas le bloqueó el camino.

No obstante, el campeón levantó la mano y permitió que se acercara. Sabía que aquel encuentro no era una simple coincidencia. En los últimos días, había oído rumores sobre carreras ilegales organizadas por un joven intocable, y ahora lo tenía frente a él.

Con una sonrisa burlona, Enzo lanzó su provocación: “Así que tú eres el gran campeón”. Su tono era teatral, cargado de sarcasmo, buscando una reacción. Pero Canelo, imperturbable, continuó comiendo. Entonces, el joven millonario fue más allá y lanzó un desafío insólito: una pelea por 30,000 dólares.

El restaurante se llenó de murmullos y miradas de asombro. Algunos clientes rieron, creyendo que era una broma, mientras otros se quedaron expectantes, sintiendo que aquello podía acabar mal.

Enzo insistió, burlándose de la valentía de Canelo, tratando de provocarlo. Pero el campeón, con su característica calma, finalmente levantó la mirada y sonrió.

Aceptó el desafío, pero con una condición que dejó a todos boquiabiertos. Él no pelearía personalmente; en su lugar, elegiría a su propio peleador. “Siempre y cuando tú no tengas miedo”, añadió con una sonrisa desafiante.

El ambiente en el restaurante se volvió aún más denso. Enzo, quien hasta entonces se había sentido en control, se encontró con un giro inesperado en su propio juego. El verdadero enfrentamiento apenas comenzaba, y lo que parecía una simple provocación se estaba convirtiendo en un espectáculo que nadie olvidaría.