El pasillo del Hospital General de Morelia olía a café recalentado y a desinfectante. Eran las 6:30 cuando María Luisa Ortega dejó su bolso en el casillero, se recogió el cabello en un chongo apurado y se ató la bata por la espalda con un gesto que hacía desde hacía más de tres décadas. Podía caminar con los ojos cerrados de la sala de curaciones al almacén de material, de la central de enfermería a los cubículos de urgencias; el cuerpo le obedecía por pura memoria. Sin embargo, había un cuarto que siempre la obligaba a respirar hondo antes de entrar: el número 417.
Allí dormía —o parecía dormir— Camila Jiménez, veintidós años, cuatro meses en coma. En su expediente cabían apenas unas líneas: atropellada a las afueras de San Roque; conductor no identificado; único familiar, el padre, registrado como José Jiménez. El día del ingreso, el hombre apareció con olor a cigarro y prisa de oficina, firmó lo indispensable y desapareció con el pretexto de “tener cosas más importantes que hacer”. Nunca volvió.
María apartó con suavidad la cortina para que la luz de la mañana derramara su frialdad sobre la habitación. Se acercó a la cama como quien se arrima a un altar.
—Buenos días, mi niña —susurró, estirando con cuidado las sábanas—. Hoy amaneció un sol tímido, pero bonito.
Lo decía cada mañana. Después hablaba de lo que fuera: que el café de la sala parecía agua de calcetín, que a la compañera de noche se le había hecho tarde, que el hijo del portero había pasado el examen a la universidad. Mientras tanto, humedecía una toalla y limpiaba con movimientos circulares la frente, las manos y los pómulos de Camila, cuidando de no irritar la piel. Luego le peinaba el cabello con un cepillo de cerdas suaves.
—Así, mira… ni la Virgen trae el pelo tan acomodado —bromeó sin esperar risa.
La mano de Camila estaba fría, el pulso, apenas un toque. María la sostuvo un instante. Era la pequeña ceremonia que se regalaba antes de seguir con la rutina del piso.
No alcanzó a salir cuando, a sus espaldas, alguien carraspeó. Era el doctor Herrera, jefe de servicio, con una hoja en la mano y el gesto de quien transporta una losa.
—Ortega —dijo, llano—. Firme de recibido.
María tomó el papel. Eran dos párrafos. Le bastó con el primero para sentir que el estómago se le cerraba: “Autorizo la suspensión de soporte vital de mi hija Camila Jiménez. Firma: José Jiménez”. Abajo, una justificación tosca: “No puedo seguir con esto. Me cansé de esperar. No tengo dinero”.
—Doctor… —el hilo de voz se le rompió—. ¿Esto quiere decir…?
—Quiere decir que la familia autorizó —contestó Herrera, sin circunloquios—. Hoy se retiran los aparatos.
La palabra “hoy” cayó como una piedra en un estanque sin ondas. María asintió con la cabeza por inercia, pero el cuerpo se le volvió plomo. Se quedó unos segundos frente a la puerta del 417, con la mano sobre la manija, inmóvil, como si abrir no fuera una acción sino una decisión de vida o muerte.
Entró. El bip del monitor marcaba un ritmo, ni rápido ni lento, solo constante. Acercó la silla a la cama. Tomó la mano de Camila con las dos suyas y se permitió un ruego sin testigos:
—Perdóname.
Respiró profundo, tanteó la llave del ventilador y acercó sus dedos al primer conector. No había sonido más que los de siempre: el aire acondicionado, el monitor, la lejana vibración del hospital despertando. Y entonces, justo cuando la yema de su dedo rozó el plástico, una voz bajísima, rasposa, venida de quién sabe qué recoveco, cruzó el cuarto:
—No me dejes… Él va a volver.
María soltó el conector como si quemara. Se quedó mirando la cara inmóvil de Camila: párpados cerrados, labios resecos, el gesto de quien duerme con sueño profundo. El monitor siguió como si nada. La enfermera se apartó un paso, dos; buscó con la mirada en el techo, en el pasillo, en sus propios bolsillos cualquier explicación razonable.
—Doctora Vega —llamó por el intercomunicador con el pulso desbocado—, pase al 417, por favor.
La residente llegó con la expresión alerta de quien teme lo peor.
—¿Qué pasó?
—Yo… yo creo que habló —alcanzó a decir María.
Se quedaron las dos un minuto, dos, cinco, escuchando. Nada. Solo al final, cuando el silencio parecía una lámina, María notó algo que antes no estaba: una lágrima minúscula, brillante, detenida en el rabillo del ojo derecho de Camila. No era sudor. Era una lágrima. Y entonces vio el temblor, breve como un calambre, en el índice de la mano derecha. Un movimiento microscópico, pero voluntario, juraría.
Fue suficiente para que algo cambiara en María. Cuando el doctor Herrera regresó con la frialdad blindada de los protocolos, ella lo recibió con la espalda recta.
—Doctor, la paciente presentó respuesta —dijo con la seguridad de quien no admite réplica—. Movimientos distales y respuesta a estímulo auditivo. No procede la desconexión.
Herrera la sostuvo con la mirada, quizá para medir si lo decía por desesperación o por convicción.
—Quiero un informe detallado —dictó al fin—. Y exámenes. Hoy no se retira nada. Pero lo quiero por escrito.
—Lo tendrá —prometió ella.
María no se movió del 417 en toda la tarde. Cuando cayó la noche, pidió a una compañera cubrir sus pacientes. Cambió la lámpara por una luz más cálida y se sentó, otra vez, al borde de la cama. Le habló a Camila con la misma naturalidad de siempre, pero ahora cada sílaba iba cargada como un mensajero. Le contó de su hermano menor y sus travesuras, de la vez que casi la corrieron de la escuela por llevar una rana en el bolsillo del mandil, de la sopa de pollo infame de la cocina.
—Si puedes oírme, aprieta mi mano —pidió, con voz de hilo.
Nada. O eso creyó. Porque a las tres de la mañana, cuando la cabeza le pesaba y el cuerpo le pedía cama, sintió una presión débil, insegura, pero real, en su palma. Levantó de golpe la mirada. Los dedos de Camila se cerraron apenas, como quien intenta recordar cómo se hace el gesto.
—Dios mío —murmuró, conteniendo un sollozo.
Se acercó hasta casi rozar con su aliento la frente tibia de la muchacha. Entonces, en un hilo que apenas podía llamarse voz, oyó dos palabras que no entendería hasta días después:
—La casa… roja… por favor.
María buscó su libreta, temblorosa, y apuntó sin respirar: “La casa roja. Por favor”.
A las siete, con los ojos ardiendo por la vigilia, fue a la computadora de la enfermería. Abrió el ingreso de Camila, los partes de ambulancia, los informes de la guardia. En un reporte, casi al pie de página, halló lo que necesitaba: “Paciente encontrada inconsciente en camino vecinal 12, a dos kilómetros del pueblo de San Roque”.
San Roque. Casa roja. El mapa se dibujó solo.
Al terminar su turno, llevó el coche por la carretera polvorienta que serpenteaba entre praderas agostadas. San Roque no era un lugar; era la suma de unas cuantas calles de tierra, una iglesia pálida, una tienda con un letrero a mano y un par de perros repantigados a la sombra. María preguntó con cautela —“¿La casa roja?”—, y una señora con escoba señaló con la barbilla hacia un callejón.
La vio mucho antes de llegar: un rectángulo de pintura desteñida, ventanas con tablones clavados, una reja de metal oxidada. En el patio, una bicicleta sin cadena, una camisa colgando en un alambre y un columpio que, sin niño, se movía apenas al ritmo del viento. El lugar no parecía vacío; parecía detenido.
Empujó el portón. Crujió como una protesta. Entró con pasos cortos. La puerta principal estaba entornada. El olor a humedad y polvo la golpeó de lleno. Los muebles, viejos; en la mesa, un mantel manchado; en un sillón, una manta raída. Se agachó a recoger un portarretratos caído. El vidrio se desprendió de su marco, y la foto, vieja y amarillenta, cayó al suelo. En la imagen, una niña de ocho años con trenzas y sonrisa tímida se apoyaba en un hombre alto de camisa oscura, mirada dura. El corazón de María dio un brinco de reconocimiento: la niña tenía la misma curva de pestañas que Camila. Volteó la foto. Detrás, con letra infantil: “Para siempre, papá”.
No tuvo tiempo de procesarlo. Oyó, primero muy lejos y luego claramente, la grava del patio cediendo bajo pasos ligeros. La puerta, detrás de ella, respiró como si alguien apoyara la mano al otro lado. Una voz de mujer, reseca pero urgente, se abrió paso por la rendija:
—Si ese desgraciado te ve aquí, te va a ir mal. Vete ya.
María giró. En la fisura estaba una mujer con pañuelo mal anudado, ojos enfundados por el miedo. Quiso preguntar quién era, quién era él, qué sabían; la mujer negó con la cabeza, un gesto cortante.
—Vete —insistió—. Está por llegar.
El motor de un coche dobló la esquina al mismo tiempo que el miedo doblaba por dentro a María. Guardó la foto en el bolsillo de la bata con un movimiento instintivo y, sin disimulo, se escabulló por la reja, subió al coche y arrancó con los dedos helados en el volante. En el retrovisor vio cómo la puerta de la casa se cerraba despacio, como si se tragara su propio secreto.
Fue directo a la comisaría. El investigador Salgado la recibió en una oficina chata de paredes pálidas. Tenía camisa arrugada, barba de un día y una atención que no necesitaba adornos.
—¿Qué trae? —preguntó sin ceremonia.
María puso sobre la mesa la foto y, de una carpeta, un cuaderno de tapas azules que había alcanzado a arrancar de una repisa del último cuarto, ese que olía a moho y óxido, con cadenas en la pared: el diario tenía páginas arrancadas, pero en las que sobrevivieron se leían frases como arañazos: “Papá dice que soy culpable”, “No quiero morir aquí”.
Salgado hojeó. Se quedó callado un momento largo.
—Conozco a ese hombre —dijo, al fin—. José Jiménez. Pleitos, amenazas, destrozos. Muchas detenciones, pocas consecuencias. Es peligroso, enfermera. Si se entera de que usted metió las manos, va a ir por usted. No confíe en nadie. Vamos a trabajar esto, pero manténgase alerta. Y lejos.
María asintió. Creyó que había entendido la advertencia, pero la comprendió de verdad esa misma noche, en el estacionamiento del hospital, cuando encontró un papel doblado bajo el limpiaparabrisas: “No te metas, enfermera”. Cuatro palabras torcidas con tinta gruesa que la dejaron un momento sin aire.
A la mañana siguiente, dos hombres —uno con bata recién almidonada y otro de traje oscuro— intentaron sacar a Camila del 417. “Traslado por seguridad”, dijeron. “Orden del consejo”, dijeron. María, que había pasado la noche sin dormir, con la piel erizada por la amenaza y el recuerdo del cuarto de cadenas, leyó el oficio falso de arriba abajo, se limpió las manos en la bata y sonrió sin cortesía.
—Mientras yo esté de turno —dijo, clavándoles los ojos—, nadie se lleva a esta paciente sin orden firmada por el director, con destino y médico receptor. Y además, notificaré a la policía. ¿Les suena?
Las sonrisas ensayadas se les descompusieron. Se fueron sin despedirse, apretando el paso como quien quiere huir de una cámara.
Ese mismo día, el teléfono de la sala de enfermería sonó con urgencia cruda. Salgado, al otro lado:
—Lo tenemos —anunció—. José Jiménez, detenido en un motel de carretera. Registrado con nombre falso. Maletas listas. Pagó a dos tipos para “terminar lo que empezó”. Decía que su hija nunca debió sobrevivir y que era la culpable de la muerte de su esposa.
María colgó y se apoyó en la pared un momento, con los ojos cerrados. No sabía si reír, llorar o vomitar. Le temblaron las manos después, cuando entró al 417 y encontró todo donde debía: el bip puntual, la respiración asistida, el rostro de Camila tan joven que dolía.
—No tienes idea de lo cerca que estuviste, mi niña —murmuró, tomando la mano que conocía mejor que la suya—. Pero ya pasó. Ya no va a tocarte nadie.
Los días siguientes fueron de espera tensa y pequeños milagros: un parpadeo que duró un poco más, un gesto de incomodidad al ajustar la almohada, una lágrima que no se supo de dónde venía. La madrugada en que Camila abrió los ojos, lo hizo con cautela, como quien regresa a un país del que huyó a oscuras. Miró sin ver durante un par de segundos y después encontró los ojos de María, que lo estaba esperando desde siempre.
—¿Estás segura? —preguntó la enfermera, con una sonrisa que era casi un llanto.
—Estoy segura ahora —dijo Camila, y la voz era un hilo que se rompía y se volvía a unir—. Gracias.
No hizo falta más. Se abrazaron como quien recoge los restos de un naufragio y los bautiza de nuevo. Camila durmió después con un sueño distinto, menos hondo, más humano. Cuando volvió a hablar, días más tarde, pidió agua, pidió luz, pidió que le leyeran. Evitó el pasado como se evita una olla al fuego. Pero algunas noches se sentaba en silencio, viendo hacia un punto vacío, y de pronto soltaba una frase suelta: “La que tenía rejas en la ventana…”, “La cadena dejaba marca”, “El cuarto olía a hierro”. María no preguntaba. Esperaba.
—La casa roja —dijo un día, con la mirada fija en el techo.
—Ya no volverás a verla —respondió María, sin necesidad de juramentos—. Nunca más.
Cuando Camila caminó los primeros pasos de la terapia, cuando pronunció su primer “me llamo” después del coma, cuando toleró un abrazo sin encogerse, María supo que el cuerpo ya estaba a salvo. Faltaba el resto.
Había un problema práctico y otro moral que, a fin de cuentas, era el mismo: Camila no tenía familia que la reclamara; el único pariente, su padre, estaba tras las rejas y pronto en proceso judicial; la ley no podía soltarla al vacío. María empezó a llenar formularios con la misma paciencia con la que había vigilado una respiración durante meses. Habló con trabajadoras sociales, con el director, con una abogada que había conocido en la universidad de su hijo y que le debía un favor. No contó lo del cuarto de cadenas —no con todos—, pero no necesité: había informes, había denuncias, había el diario entregado a la policía. Y, sobre todo, había los ojos de Camila buscándola a ella cuando despertaba en la madrugada.
El día que le concedieron la custodia temporal, María lloró en el estacionamiento adentro del coche, con la frente en el volante y una risa rota en la boca. Cuando cruzó por última vez el pasillo del 417 con Camila en silla de ruedas, la muchacha tenía un suéter nuevo sobre los hombros y un osito de peluche apretado contra el pecho que le había regalado Tere, la camillera.
—Vamos a casa —anunció María.
La casa de María no era grande ni tenía lujos. Tenía una bugambilia que se empeñaba en florecer en el patio, una pared llena de fotos y una cocina donde siempre parecía estar hirviendo algo. Preparó un cuarto con cobija suave, un cojín bordado a mano y cortinas que dejaban pasar la mañana. Camila entró despacio, tocó la colcha con la punta de los dedos y se sentó en el borde, respirando con el asombro simple de quien mira un lugar salvo.
—Es hermoso —dijo, y la voz ya no era un hilo; era voz.
—No es solo una casa —aclaró María—. Es un hogar. Nuestro hogar.
Las semanas que siguieron tuvieron la textura de la vida real: consultas médicas, una psicóloga de voz dulce, recetas de caldo con verduras, tardes de radio viejo y tareas de fortalecer la memoria. Camila descubrió que le gustaba regar las plantas al atardecer y que había canciones que su cuerpo reconocía aunque su cabeza no supiera de dónde venían. Algunas noches, sin previo aviso, la sacudían pesadillas en las que una mano grande golpeaba la mesa y una llave abría una puerta al fondo del pasillo. María aprendió a entrar sin encender la luz, a sentarse al pie de la cama y a esperar hasta que el temblor bajara.
Un día, exactamente un año después de aquel “estoy segura ahora”, Camila apareció en la cocina con una cajita azul entre las manos.
—Es para ti —dijo, timidísima.
Adentro, un dije de corazón dorado. Grabadas en letra mínima, seis palabras: “Gracias por darme vida dos veces”. María no fue capaz de contestar. Se lo colgó al cuello con los dedos torpes de emoción y, al verse en el espejo del microondas, se sorprendió llorando como no se había permitido ni con su hijo recién nacido.
—Nunca te lo quites —pidió Camila—. Para que recuerdes que somos familia aunque no compartamos sangre.
—Eso ya lo sé —dijo María, y fue la verdad más fácil del mundo.
El juicio contra José Jiménez fue torpe, lento, lleno de aplazamientos que parecían burla. Pero el diario, la casa roja, las amenazas, los intentos de “traslado” con documentos falsos, y el testimonio de una vecina que al fin se atrevió a hablar —la misma del pañuelo mal anudado— construyeron un caso que no se podía barrer bajo la alfombra. Cuando llegó la sentencia, Camila estaba en terapia, aprendiendo a subir un escalón sin sentir vértigo. María no le dio el detalle de años. Solo dijo:
—No puede acercarse a ti. Punto.
Camila asintió. Ya no tembló.
La enfermería, mientras tanto, siguió siendo la casa de María hasta el último día de su vida laboral. Se retiró un martes de cielo claro. Dejó la bata doblada con una delicadeza que sus compañeros no le conocían y salió a la calle con una mezcla de vértigo y alivio. Al llegar a casa, Camila la abrazó antes de preguntar nada.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —sonrió.
—Ahora —respondió María, acariciándole la mejilla— voy a dedicarme a ser tu mamá de corazón a tiempo completo.
Pasó algún tiempo antes de que aceptara dar una charla en el hospital, invitada por la escuela de enfermería. Subió al escenario con un vaso de agua en la mano y un nudo en la garganta que no era miedo: era respeto.
—Pasé treinta años con uniforme blanco —empezó—. Vi empezar vidas y vi terminar otras. Me aprendí protocolos, escalas de dolor y procedimientos de urgencia. Pero lo que vino a enseñarme una muchacha en coma fue otra cosa: que a veces lo único que salva a alguien es que otra persona decida tomar su mano y no soltarla.
Hubo silencio. Luego, un aplauso que empezó tímido y se volvió un rumor redondo.
El tiempo, para entonces, había vuelto a andar de su lado. Camila se inscribió a cursos abiertos en el centro cultural, descubrió que tenía facilidad para escribir cartas —cartas de verdad, con papel y tinta— y se hizo voluntaria en un albergue. Cuando tenía una noche mala, encendían la radio chiquita de la cocina, ponían boleros y preparaban chocolate con agua. Y a veces hablaban de ese primer susurro aterrador —“No me dejes… Él va a volver”— que clavó a María en el suelo y la obligó a mirar el horror de frente. No lo nombraban con adoración ni con morbo. Lo nombraban como quien se refiere a una señal de tránsito que evitó una caída.
—Fue tu voz —decía María.
—Fue tu oído —contestaba Camila.
Una tarde cualquiera, mientras regaban la bugambilia, Camila se atrevió:
—Hay una cosa que no te he dicho. Cuando estabas a punto de… ya sabes… desconectarme… yo estaba atrapada en un sueño donde gritaba y gritaba y nadie escuchaba. Y de pronto te oí llegar. Tu voz no decía mi nombre. Decía “perdóname”. Entonces supe que me estabas mirando como si yo no fuera una cama, sino una persona. Por eso pude hablar. Eso, y que me creerías.
María dejó la regadera. La miró con una mezcla de orgullo y ternura que pocos hijos reciben sin agachar la mirada.
—Me diste un trabajo —bromeó, suave—. Investigar “la casa roja”.
Recordaron entonces el cuarto último, el cerrojo pesado, las cadenas. Camila se estremeció apenas, con ese estremecimiento que ya no manda en su cuerpo.
—¿Tú fuiste?
—Yo fui —admitió María—. Y me ayudó una mujer que decidió ser valiente un martes. No supe su nombre. Si un día la ves, dale las gracias.
Volvieron al patio. La tarde, en Morelia, huele a fruta cuando cae el sol. Regaron la tierra. Un pájaro se paró en la barda. Cualquier vecino que las hubiera visto habría dicho que eran dos mujeres regando plantas, sin más. Y habría tenido razón y, a la vez, se habría quedado corto: eran dos mujeres que habían detenido, un día, una muerte anunciada, y que habían inventado un futuro donde antes hubo amenaza.
A veces, algún nuevo médico del hospital preguntaba por qué en la sala de conferencias, junto a los carteles de buenas prácticas, había una foto enmarcada de una bugambilia con un dije dorado colgando de una rama. Los viejos sonreían y contaban la historia como si fuera rumor. Los nuevos escuchaban con media ceja levantada. A todos les quedaba en el aire la misma moraleja, no dicha: que hay protocolos y hay silencios; que hay firmas y hay manos; que hay toda una ciencia para sostener un cuerpo… y un arte antiguo para sostener un alma.
Años después, cuando Camila caminaba con paso seguro por las calles y ya nadie con uniforme falso tocaba a su puerta, cuando el miedo había quedado desterrado del cuarto de la casa, a veces les llegaban noticias sueltas de San Roque: que en la casa roja estaban levantando muros nuevos; que la vecina del pañuelo se había mudado con una sobrina; que un niño jugaba ahora en el columpio que antes chirriaba solo. Eran noticias pequeñas, pero decían lo importante: que el horror había perdido la costumbre de mandar.
María envejeció con la energía intacta y la terquedad de las mujeres que han visto mucho. Camila le heredó la costumbre de dejar notitas en el refrigerador (“Volveré antes de las seis”; “Apagué el calentador”; “No olvides el collar”). Cada tanto, alguien les preguntaba si se parecían. Ellas se miraban y reían, como si compartieran un chiste privado. Se parecían en lo que importaba.
Una noche de aniversario —no de bodas ni de cumpleaños, sino del día en que una voz cruzó un cuarto frío— se sentaron en la banquita del patio con dos tazas de té y una cobija compartida. Recordaron a Tere, la camillera, al doctor Herrera, que a su modo había permitido el milagro pidiendo un informe que nunca llegó, a la doctora Vega, que escuchó en silencio y no se rió, al investigador Salgado, que no les prometió lo que no podía cumplir y, sin embargo, cumplió más de lo que prometió. Y recordaron a la niña de la foto, la de las trenzas y la sonrisa tímida. La misma, pero no la misma.
—¿Le escribirías una carta? —propuso María.
—¿A la niña?
—A la de la foto. Dile que sale bien.
Camila sonrió, ya sin lágrima fácil. Fue por papel y una pluma. Escribió con letra firme:
“Querida Camila de trenzas: sal de ese cuarto cuando puedas. Hay una enfermera que un día te tomará la mano. Oirás su voz. Y aunque el mundo diga que no hay esperanza, dile despacio: ‘No me dejes’. No te dejará. Y un día, cuando el sol entre por una ventana nueva, podrás decir lo que guardaste: ‘Estoy segura ahora’. Te espero del otro lado de ese sueño. Trae tu osito. Aquí hay bugambilias. Y el café no sabe a calcetín.”
Doblaron la carta y la guardaron en la caja del dije. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, a María no le pesó recordar la mañana del 417: un cuarto de hospital, una orden con firma, un conector a punto de soltarse, una voz tan tenue que no merecía llamarse voz. A veces la vida se decide así, en lo que cabe entre dos dedos.
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