La casa vendida y la familia encontrada

José Antonio pisaba con dificultad el camino rural lleno de baches, que serpenteaba entre campos vacíos y casas medio derruidas. La lluvia otoñal le calaba hasta los huesos, y su vieja chaqueta ya no le abrigaba. En una mano llevaba una bolsa con sus pocas pertenencias; en la otra, la esperanza.

—Al fin en casa… Donde nací. Donde descansan mi madre, mi padre… y mi querida María —murmuró en voz alta, como si temiera no creerlo si no lo decía.

El anciano llegó a la verja, donde antes florecían geranios y ahora solo crecían malas hierbas. Se persignó y entró al patio. Todo estaba descuidado, la pintura se desprendía, el tejado se inclinaba… pero aun así, era suyo. Su tierra. Su sangre, sus raíces.

Buscó la llave debajo del felpudo… pero no encajaba. La cerradura no cedió. José Antonio se quedó paralizado, mirando con desconcierto la puerta que tantas veces había cruzado.

Entre el sonido de la lluvia, sacó su viejo móvil y marcó el número de su hija.

—¿Qué quieres? —respondió una voz fría.

—Carmencita… no puedo abrir la puerta. La llave no sirve. ¿Habéis cambiado la cerradura? No me avisaste…

Silencio. Y luego:

—Vete de ahí.

—¿Cómo que me vaya? ¡Esta es mi casa! —balbuceó, desconcertado.

—Ya no, papá. La vendimos. Hace un mes. Tú ya no vives aquí.

—¿¡Qué dices!? ¿¡Cómo que la vendisteis!? ¿¡Por qué no me dijisteis nada!?

—Porque no lo habrías entendido. Eres mayor. Pensamos que estarías mejor en la ciudad, en una residencia. Allí hay gente como tú, médicos cerca. Esta casa solo era una carga. Sergio necesitaba el dinero para su negocio.

—¿Así que… habéis montado un negocio a mi costa? ¿Y yo? ¿Dónde voy a vivir, hija?

—Busca dónde pasar la noche. Mañana ve a la residencia. Te mando la dirección. Ahora estoy ocupada.

Colgó. José Antonio sintió un zumbido en la cabeza.

Se dejó caer en los escalones de lo que había sido su hogar y ahora le era ajeno. Cubrió su rostro con las manos. Y lloró.

Los hombres lloran. Lloran cuando el alma se parte en dos, cuando quien más quieres te clava el cuchillo por la espalda.

Había pasado aquí toda su vida. Se casó con María en esta casa. La enterró aquí. Crió a Carmen. Su hija tardía, su milagro. Él tenía 49 años cuando nació; María, 45. Pero Dios les dio una niña. La crió solo cuando su esposa murió. No se volvió a casar. Lo dio todo por Carmen: los estudios, la boda, el piso…

Y ella…

Vendió su casa. A sus espaldas. Por dinero, para el negocio de su marido.

La noche caía fría. En la casa de enfrente se encendió una luz, y el olor a comida flotó en el aire. Algún perro ladró a lo lejos. Su estómago rugió. Le entraron ganas de unas patatas cocidas con mantequilla… como las hacía María.

Se envolvió en su chaqueta mojada. De repente, vio un coche acercarse. Una mujer joven bajó con un niño.

—Señor, ¿a quién busca? —preguntó sorprendida al verlo.

—A… mí mismo. Pero parece que ya no vivo aquí.

—Pase, hablamos dentro. Con esta lluvia…

Se llamaba Lucía. Su hijo, Pablo. Puso la tetera, calentó la cena y le sirvió un plato.

Pablo cenó y se fue a dormir. Mientras, Lucía escuchó la historia de José Antonio con una expresión cada vez más seria.

—Lo entiendo. Cuando murió mi marido, mi suegra me echó del piso. Tuve suerte de tener unos ahorros. Compré esta casa con un crédito, barata, para empezar de nuevo. Hasta mi trabajo queda lejos, pero el coche ayuda. Aunque Pablo sufre… se levanta a las 5 para ir al cole conmigo…

—¿Por qué no compraste en la ciudad?

—No me llegaba. Y quería una casa. Un jardín, manzanos, una valla… Que mi hijo corriera descalzo por el césped.

—Lucía… ¿puedo quedarme esta noche?

—Claro. Duerma en el salón. Mañana vemos qué hacer.

Por la mañana, el olor a tortilla con cebolla lo despertó. Así cocinaba María, con mantequilla y cariño.

—¿Despierto? A desayunar. Hoy no hay prisa, es festivo.

—Gracias, hija… Por el calor, por el refugio… Que Dios te bendiga.

—¡No diga eso! He pensado… Quédese. Viva con nosotros. Yo estoy sola, usted también. No tiene a dónde ir. Y a mí me vendría bien ayuda. Pablo madruga mucho… Si usted lo llevara al cole, lo recogiera…

—Pero… ¿cómo? Yo… no soy nadie para vosotros.

—Ahora es usted mi padre. Y yo, su hija. ¿Acepta?

Lloró. Pero esta vez, de felicidad. Y se quedó.

José Antonio arregló la valla, cortó el césped, cuidó el jardín. Acompañó a Pablo al cole, lo esperaba a la salida, le contaba cuentos, le enseñó a pescar, a hacer tirachinas y comederos para pájaros.

Se convirtió en su abuelo y padre. Y ellos, en su familia.

¿Y su hija de sangre? Carmen nunca llamó. Ni una carta, ni una palabra. Lo vendió y lo borró.

Así, los de tu sangre se vuelven extraños. Y los extraños, familia.

Dios lo sabrá. Pero en este mundo todavía hay corazones buenos. Y mientras los haya, la esperanza sigue viva.