A mis setenta y seis años aprendí que el amanecer tiene distintos timbres. Hay amaneceres que suenan a campana limpia, a gallo puntual y a la primera olla del café; y hay otros que se escuchan como un metal viejo, una bisagra que no cede, un cuerpo que se resiste. Durante meses, mis mañanas sonaron a óxido. Me costaba poner los pies en el suelo, como si en la noche alguien hubiera colgado dos costales de maíz de mis tobillos. No era dolor, era ausencia: mis piernas eran como hilos sin tensión, esos que en el telar no sirven ni para amarrar un nudo.

Soy Trinidad Rosa Vázquez, nacida y criada en Guanajuato, tejedora de rebosos desde los veinte hasta que los años, la humedad y una pesadez inexplicable me dejaron un día mirando el telar como si fuera una reliquia de otra vida. Aquel diciembre de 2018 amaneció frío, y el aire traía olor a pan recién hecho desde la esquina. Tenía que entregar tres rebosos antes del día de las comadres. “Trini, apúrate, que Carmelita lo quiere para la boda de su nieta”, me había dicho la comadre del barrio. Pero esa mañana, cuando puse las plantas de los pies en el suelo, no se movieron mis piernas: se acomodaron bajo mí como dos troncos, y el cuarto empezó a girar un poquito, lo justo para que me agarrara de la pared.

—Debes de seguir dormida, mujer —me dije, tercamente.

Respiré hondo, volví a intentar, y las rodillas se me hicieron gelatina. Me quedé sentada en la orilla de la cama, mirando mis pies como si fueran de otra persona. Qué raro conocer cada vena del propio cuerpo y que de pronto se vuelva extraño. Ese día llamé a Lupita, mi hija menor. Llegó con el cabello todavía húmedo, los niños medio desayunados y el ceño fruncido.

—Mami, vámonos al doctor —dijo, con esa voz que no me daba opción.

Le pedí que esperara tantito. En mi casa siempre habíamos confiado en lo que venía de la tierra. Mi abuela curaba el susto con ruda y rezos, aliviaba empachos y dolores con manos sabias. Yo también había ido recogiendo remedios como quien guarda retazos de seda en una cajita: agua tibia con limón en ayunas, té de cempasúchil para los nervios, un puñado de jamaica sin azúcar cuando retenía líquidos. Y, sin embargo, esa pesadez era nueva, tercamente nueva. Los días que siguieron los medí no por horas sino por metros de pasillo: de la cama a la cocina, de la cocina al patio, y de vuelta a la cama. El telar me esperaba del otro lado del comedor, silencioso, paciente, como un caballo viejo que aún relincha si le hablan suavecito.

Hubo días peores. Un amanecer de enero sentí que la energía se me había derramado en la noche como agua por una grieta. Ni incorporarme pude solita. Fue entonces cuando doña Soledad, vecina curtida y de manos gorditas, tocó la puerta con un trapo en la cabeza y una olla de barro humeando.

—Tómese esto, Trinidad. Palillo, de la raíz, no del polvo ese que venden. Calientito pasa mejor —me dijo.

El té de cúrcuma me templó por dentro, como brasero en madrugada. Sentí un calorcito que se asomaba apenas a mis piernas, pero no llegaba a habitarlas. Era como arrimar una llama y no encontrar la hebra que prende. Lo seguí intentando: semillas de chía, agua de jamaica, una curandera del pueblo de al lado que me limpió con romero y me dijo que tenía la sangre pesada. Nada. Mis hijos comenzaron a hablar en susurros de alternativas que a mí me sonaban a renuncia: folletos de asilos, vitaminas carísimas de la tele, dormir acompañada para que no me cayera en la madrugada. El miedo no es un grito, es una neblina que se mete con uno a la cama y se despierta también.

El golpe más duro me lo dio Sebastián, mi nieto, ese que presume en la escuela que su abuela hace los rebosos más bonitos del mundo. Tenía doce años, los ojos que heredó de su abuelo y una pregunta atravesada en la garganta:

—Abuela, ¿ya no vas a hacer más rebosos?

Me agarré el corazón con la mano para que no se me cayera. Lloró. Lloré. Lloramos como si en ese llanto se nos fuera a disolver la impotencia.

Entonces llegó el 15 de marzo de 2019, día de San José, y con él la voz de mi comadre Esperanza a las siete de la mañana, tajante como cuchillo que conoce su tabla.

—Trinidad, vente a mi casa. Ahorita. Tengo algo que te va a cambiar la vida.

Conocí a Esperanza recién casada, cuando yo era una muchacha que aprendía a peinar hilos y ella, diez años mayor, ya llevaba un puñado de remedios en el delantal. Su suegra había sido curandera en Oaxaca: de esas mujeres que parecen tener pactos con la luna y el monte. Aun así, Esperanza era cauta con sus secretos. No regalaba lo que le habían confiado. Ese día, sin embargo, me miró de frente, con sus ojos de aceituna, y dijo que había soñado con la suegra, que la había regañado por no compartir, que guardar lo útil es pecado cuando al lado una amiga se apaga.

En su cocina había una cucharita de peltre, un par de frasquitos y dos raíces retorcidas como dedos viejos. Me sentó, me sirvió un vaso con agua tibia que no era agua y ejecutó una ceremonia sencilla que quedaría marcada en mi memoria como una canción.

Primero, una cucharadita de miel cruda, de esa que baja lenta y hace cordón. Esperanza le sopló tres veces, despacio, y la miel pareció ponerse un poquito más dócil. Luego exprimió unas gotas de limón amarillo, recién cortado, no de esos verdes flacos; gota por gota, mientras movía con una cucharita de madera, siempre hacia la derecha. Arriba espolvoreó la cúrcuma fresca, rallada finita, y al final un suspiro de jengibre, pelusa dorada que le picó a la nariz como si el cuerpo la reconociera. Mezcló con trece vueltas exactas —eso, dijo, para que la sangre recuerde el camino— y me la acercó a los labios.

—De un trago, comadre. Y luego camina por mi patio diez minutos. Sin apuro.

Bebí. Dulce, ácido, un amarguito noble y ese picosito que despierta. Al cuarto minuto no sentí nada. Al sexto, pensé en la lista de pendientes que no existía. Al octavo, un calor. Pero no el calor de un té que quema, sino otro: un encendido por dentro, como cuando el sol de las cinco y media entra en el taller y encuentra las fibras en su exacta disposición para brillar. Me corría un zumbidito tibio desde el estómago hacia abajo, como abejas pequeñas que hubieran decidido mudarse a mis rodillas.

—¿Lo sientes? —preguntó Esperanza.

—Siento como cosquillitas que bajan —dije. Y por primera vez en meses, sonreí sin esfuerzo.

Esa noche dormí tan bien que no supe si había sido el remedio o la esperanza. Al día siguiente repetí la cucharadita, con la misma paciencia de quien prepara un hilo teñido: miel soplada tres veces, limón en gotas, trece vueltas a la derecha, cúrcuma y jengibre recién rallados, la cucharita de madera que ya era amuleto. A los cinco minutos el calor. A los siete, un impulso. Me levanté hacia la cocina y mis piernas no temblaron como desde hacía semanas: pesaban todavía, sí, pero como pesa una cobija que abriga, no como pesa un costal mojado.

El tercer día me pasó algo sencillo e inmenso. Caminé hasta el telar. Me paré frente a él y dejé que mis manos encontraran la trama. No trabajé, no, pero estuve quince minutos tocando los hilos, repasando con el pulgar la suavidad de cada color, sintiendo la antigua electricidad que había creído perdida. Como cuando una amiga del alma llega sin avisar y uno se da cuenta de que no se habían distanciado: solo estaban calladas.

La primera semana fue una escalera corta pero firme. Día cuatro: media hora de pie. Día cinco: ida y vuelta a la tiendita sin detenerme. Día siete: sentarme al telar con el cuerpo recto, apenas unos minutos, pero con el orgullo de quien conquista de nuevo un territorio. Esperanza me miraba con esa satisfacción de maestra que no necesita aplausos. Se guardó algo, de todos modos, hasta la segunda semana.

—Ya veo que te está respondiendo el cuerpo —me dijo, frotándose las manos—. Ahora te enseño la técnica de mi suegra, la de de veras.

Yo creía que ya me la sabía toda. No. El secreto no estaba en los ingredientes sino en el orden y el ritmo: calentar la miel con el aliento para que se abra, dejar caer el limón en gotas lentas mientras se dibujan círculos hacia la derecha (“porque así se mueven las aguas, Trinidad”), espolvorear la cúrcuma sin mezclar, coronar con jengibre y entonces sí, trece vueltas derechas, con la punta de la cucharita rozando el borde para que no se desperdicie nada. Me reí con lo del trece.

—¿Y por qué trece, comadre?

—Porque el trece anda con la sangre —contestó, muy seria—. Y porque mi suegra nunca se equivocaba.

Con la técnica exacta, el efecto fue otro. No más rápido —lo rápido engaña— sino más hondo. Como si los ingredientes, obedientes a la música de las manos, encontraran la puerta correcta. A la tercera semana ya trabajaba tres horas por la mañana. Me cansaba bonito, del cansancio que da el oficio, el que se quita con un plato de frijoles y una siesta. Terminé un reboso negro con hilos de oro que llevaba meses soñando. Quedó tan bien que a mí misma se me hizo nuevo: los colores más vivos, los nudos tan precisos que parecían hechos bajo lupa, la trama cantando por sí sola. Sebastián lo vio y gritó por toda la cuadra que su abuela había vuelto. Esa tarde llegaron tres vecinas encargando piezas, y yo entendí que el telar también me había echado de menos.

No me guardé la cucharadita. ¿Cómo guardarse una escalera cuando otras también necesitan subir? Se la enseñé primero a Lupita, que andaba desvelada por su tercer bebé y con los ojos apagados. A las dos semanas parecía otra: jugaba con los niños, ponía música en la casa, y hasta se acomodaba en mi taller por las tardes para ayudarme a ovillar. Doña Carmen, ochenta años y patio lleno de geranios, me dijo llorando que había vuelto a barrer temprano, que sentía “la dignidad en las plantas de los pies”. Mi compadre Miguel, diabético y cansino, dejó de arrastrar los pies: su esposa me contó que caminó al mercado sin tener que sentarse a mitad del camino. Y Remedios —miren qué nombre—, una señora de la iglesia con los hijos a punto de internarla, llegó a los veinte días con el pelo recogido y olor a jabón: “Trinidad, ya me baño sola, ya me visto sola, ya les hago desayuno. Mis hijos se acordaron de que soy su mamá fuerte”.

¿Milagro? No. Hay palabras que se gastan si las usamos mal. Yo supe que lo que estaba ocurriendo era una trenza: cuatro ingredientes sencillos, un orden, un cariño, una disciplina, y sobre todo la mano tendida de otra mujer. A veces el remedio es el abrazo que lo trae. A veces la medicina es también la sensación de que no estamos solas.

Desde entonces me levanto a las cinco y media. A las seis, cuando el patio apenas aclara y las primeras palomas se discuten un pedazo de techo, preparo mi cucharadita con la calma de un rito. Soplo a la miel, exprimo el limón con cuidado, rallo la cúrcuma y el jengibre que huelo antes de raspar (“si no te hace lagrimear un poquito los ojos, no está fresco”, me decía Esperanza), doy mis trece vueltas. Camino mientras el cuerpo se entera, veo si las macetas necesitan agua, saludo a las señoras que barren sus veredas. A las siete ya estoy trabajando. Hay días en que me siento tan ligera que podría bailar entre pedales.

No me volví doctora por eso, tampoco curandera. Sigo siendo tejedora, mujer que aprendió que la salud también es un tejido: se entrelazan la comida, el descanso, la risa, la pena, el oficio, la fe, la vecina que toca la puerta, la hija que te acomoda la almohada. Si alguien me pregunta, le digo que consulte siempre con su médico, que estas cosas naturales acompañan pero no sustituyen, que cada cuerpo tiene su música. Y le cuento mi historia no para vender nada, sino para que no se resignen antes de tiempo, para que vuelvan a escuchar si sus mañanas suenan a campana o a bisagra y hagan algo al respecto.

A Esperanza la despedimos el año pasado, bajo un sol manso. Llevé al panteón un reboso que hice pensando en ella: fondo color tierra mojada y líneas doradas que se cruzaban como caminos. “Lo tuyo sigue andando”, le dije bajito, dejando un pedacito de miel en la tierra, una costumbre terca que se me quedó. A veces la sueño en su cocina, regañándome que no deje nunca de compartir. Cumplo.

He visto transformarse a más de veinticinco personas en la colonia. No solo sus pasos: sus caras. Recuperan la risa, el plan de la tarde, la idea de que todavía son útiles. Un señor que ya no trabajaba sus surcos volvió a sembrar maíz; una señora que había dejado de vender gelatinas regresó al mercado con su canasta; una muchacha desanimada aprendió a hacer la cucharadita para su mamá y después para su tía. Es hermoso mirar cómo de pronto una sombra se aparta del rostro de alguien y deja pasar el sol.

Me preguntan a veces si no me da miedo que la receta pierda fuerza al hacerse pública, como si se gastara de tanto repetirse. Les digo que los secretos útiles se parecen a los hilos buenos: entre más manos los tejen, más resistentes se vuelven. No hay magia en mis trece vueltas ni en el soplo de la miel si no hay constancia. No hay atajo si uno no se escucha y se da su tiempo. Lo difícil, lo verdaderamente difícil, no fue encontrar la mezcla; fue aceptar que yo merecía volver a estar de pie, volver a poner el pie en el primer peldaño del día, volver al telar sin pedirle perdón a nadie.

A veces, al terminar un reboso, lo cuelgo frente a la ventana y dejo que la luz lo atraviese. En esos momentos escucho el timbre de mis mañanas. Ya no suena a óxido. Es un campanilleo suave que me devuelve a la muchacha que fui, la que se levantaba a las cinco para aprovechar la luz buena. No soy la misma, por supuesto —ni falta que hace—, pero en mis piernas vive otra vez la electricidad mansa con la que se trabaja de pie y se camina al mercado sin miedo de no llegar.

Si has llegado leyendo hasta aquí, te dejo esta imagen: una cucharadita de peltre, una mano que sopla suave, una gota que cae como si tuviera memoria, una raíz rallada que pinta el agua de un dorado precioso, otra raíz que pica y despierta. Eso, y el patio de una amiga por donde caminar diez minutos mientras el cuerpo se acuerda. A veces, para volver a la vida, basta con encontrar la hebra correcta y tirar de ella con dulzura. Y si al halarla suena la campana del alba, mejor todavía. Porque entonces una sabe que el telar —la vida, el oficio, las ganas— sigue ahí, esperando, como un caballo noble que relincha apenas oye tu voz.