La noche del 29 de julio de 1994 en el MGM Grand Garden Arena de Las Vegas, el boxeo mexicano vivió un capítulo tan brillante como desconcertante. Fue una velada donde la alegría del espectáculo se estrelló con la dureza del nocaut, y donde el eterno debate entre la magia y la sospecha quedó flotando en el aire.
Frente a más de 8,000 aficionados, se encontraron dos mundos opuestos. Por un lado, Óscar de la Hoya, el “Golden Boy”, promesa dorada del pugilismo, con apenas 21 años y un récord impecable de 13 victorias —12 por nocaut— que lo proyectaban como el heredero del trono del boxeo mundial. Por el otro lado, Jorge “El Maromero” Páez, un veterano de mil batallas, ídolo del pueblo y ex campeón mundial, conocido no solo por su aguante y estilo peculiar, sino por sus maromas, atuendos estrafalarios y esa chispa de circo que traía al cuadrilátero.
Lo que debía ser un combate competitivo por el título ligero de la OMB se convirtió en una escena que dejó más preguntas que respuestas. El Maromero, curtido en 64 peleas, cayó en el segundo asalto tras un golpe que muchos aún hoy aseguran no haber visto. ¿Fue realmente un nocaut legítimo? ¿O fue esa noche un acto más en el gran teatro del boxeo?

Desde el inicio, la pelea fue un duelo de estilos. De la Hoya, alto, técnico, paciente. Páez, impredecible, provocador, carismático. El primer round fue una partida de ajedrez con guantes: fintas, jabs medidos, pasos de baile y un par de combinaciones limpias de Óscar que marcaron la diferencia. Aquel asalto inicial mostró a un Maromero más juguetón que efectivo, y a un Golden Boy enfocado, con la mirada puesta en el cinturón vacante.
Pero fue en el segundo round donde todo cambió. Páez salió con determinación, intentando acortar la distancia y llevar la pelea al terreno fangoso donde su experiencia podía brillar. Sin embargo, en un instante fugaz, bajó la guardia tras un amague. Fue todo lo que necesitó De la Hoya. Con la precisión de un cirujano, lanzó un gancho ascendente de izquierda, un golpe quirúrgico que parecía haber sido practicado mil veces.
El cuerpo de Páez cayó al suelo como si le hubieran apagado el interruptor. Apenas intentó levantar la cabeza. La cuenta llegó a diez. El árbitro decretó el fin. Tiempo oficial: 39 segundos del segundo asalto. El Maromero, siempre tan lleno de vida, yacía aturdido, necesitando ayuda médica para incorporarse. Más tarde, confesó que no recordaba nada del round fatídico.
Óscar levantó los brazos. Su consagración estaba sellada. Nacía una superestrella. Pero en la otra esquina, la sombra de la duda comenzaba a colarse en los pasillos del MGM.
¿Cómo es posible que un guerrero como Páez, con tanto recorrido, cayera tan fácil? ¿Fue el golpe realmente tan devastador? Algunos aseguran que no vieron el impacto con claridad. Otros hablan de conspiraciones, de arreglos, de bolsas muy dispares —$800,000 para De la Hoya, $75,000 para Páez— y de una narrativa que beneficiaba al nuevo ídolo. Hay quienes creen que Páez simplemente ya no tenía más para dar, que fue vencido por la juventud y precisión de Óscar. Pero también hay quienes, hasta hoy, juran que algo huele mal en esa noche.
La verdad quizá nunca se sabrá. Lo cierto es que ese 29 de julio, el boxeo mexicano vivió un momento bisagra. El showman cayó, el asesino técnico emergió, y el espectáculo se tornó tragedia.
Jorge Páez seguiría peleando, reinventándose como personaje mediático, actor ocasional y padre de boxeadores. Óscar de la Hoya, por su parte, construiría un legado que lo llevaría a múltiples títulos, fama mundial y su propio emporio boxístico.
Pero esa noche en Las Vegas quedó marcada en la memoria de los fanáticos como el combate que se sintió tan glorioso como sospechoso. Un duelo donde el circo, el drama y el misterio se fundieron en 39 segundos.
Y es que en el boxeo, como en la vida, no siempre gana el más fuerte… a veces gana quien escribe la historia.
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