Julio César Chávez y la última noche dorada: ¿gloria auténtica o farsa monumental?
Ciudad Juárez, 24 de noviembre de 2001. La plaza de toros Monumental vibraba como si los mismísimos dioses del boxeo hubieran descendido para presenciar un milagro. Bajo un cielo de plomo y con el aire del desierto cortando la piel, miles esperaban ver a Julio César Chávez —el ídolo, el inmortal, el hombre de 107 victorias— salir una vez más a repartir gloria. Pero lo que ocurrió aquella noche, en apenas seis minutos de acción, dejó más preguntas que respuestas… y un eco de sospecha que hasta hoy sigue retumbando.

Un rival que no era rival
Terry Thomas. ¿Quién? Exacto. Un estadounidense casi desconocido con récord inflado, que había peleado en el anonimato de carteleras secundarias y perdido por nocaut siete años antes ante otro veterano, Roberto Durán. La diferencia entre él y Chávez era tan brutal como inexplicable. Thomas tenía estatura y alcance, sí, pero carecía de lo más importante: la credibilidad para ser considerado un adversario legítimo de El César.
Y sin embargo, ahí estaba, parado frente a la leyenda en una noche promocionada como la “última gran danza”. La elección del oponente no fue casual: días antes del combate, el propio Chávez admitió con franqueza pasmosa que eligió a alguien que “ni pega ni aguanta”. No lo dijo en tono de burla, sino como quien explica una estrategia calculada. ¿Una confesión velada?
Un espectáculo con libreto
Desde la campana inicial, la pelea pareció más un homenaje coreografiado que un combate real. Chávez salió con una furia que recordaba sus mejores años: cortó distancia, lanzó ganchos al hígado, conectó con precisión quirúrgica. Thomas, superado desde el primer segundo, cayó dos veces en el asalto inicial. La tercera, en el segundo round, ya no fue necesario contar. El árbitro detuvo la pelea. Knockout técnico. Fin. Chávez alzó los brazos, el público rugió y el mito se consolidó… ¿o se maquilló?
El combate que el boxeo quiso enterrar
¿Por qué un gladiador de la talla de Chávez aceptó una despedida así? ¿Fue una decisión propia, un tributo merecido, o una producción para asegurar un final de cuento? La respuesta puede ser “todo lo anterior”. Pero lo cierto es que la pelea dejó un sabor agridulce. No por la victoria en sí —Chávez la merecía por todo lo que dio— sino por la forma. Porque cuando el rival parece un extra en una obra escrita de antemano, el aplauso pierde autenticidad.
Los medios mexicanos la vendieron como una noche histórica. Y lo fue. Pero también fue una noche de silencios. Ningún analista serio se atrevió a cuestionar el guion. Ningún comentarista encendió la alarma de lo evidente. Nadie preguntó por qué, en el ocaso de su carrera, Chávez eligió un rival tan débil en lugar de un adiós de verdad ante un oponente que, aunque inferior, ofreciera algo más que resistencia pasiva.
El precio del legado
Para algunos, esa noche fue una despedida poética. Para otros, una mancha innecesaria. Lo cierto es que el boxeo, como el cine, vive del espectáculo. Y los finales felices, aunque falsos, venden. Julio César Chávez se fue del ring entre vítores, bañado en la nostalgia y la devoción de un pueblo que necesitaba verlo ganar una vez más.
Pero la pregunta persiste, enterrada bajo la alfombra de la idolatría: ¿fue esta una pelea real, o una representación cuidadosamente montada para proteger el mito?
Porque si algo quedó claro esa noche, es que incluso las leyendas pueden tener miedo. No al nocaut. No al rival. Sino al olvido. Y cuando la eternidad está en juego, hasta los más grandes pueden pactar con la narrativa.
¿Fue gloria? ¿Fue teatro?
Quizás ambas. Porque en México, hasta los dioses necesitan una última ovación.
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