Teo González y la lección inesperada en primera clase
En el aeropuerto de la Ciudad de México, la rutina de vuelos internacionales transcurría con normalidad. Entre el bullicio de pasajeros y el movimiento incesante de maletas, Teo González esperaba pacientemente en la fila de primera clase.
Vestido de manera sencilla, su apariencia contrastaba con el lujo que lo rodeaba. Sin embargo, su tranquilidad y porte relajado lo diferenciaban de los demás.
Detrás de él, un hombre llamado Víctor Salcedo también aguardaba su turno. Ataviado con un traje costoso, zapatos impecables y una fragancia que imponía presencia, Víctor irradiaba arrogancia.
Su mirada recorrió rápidamente la fila hasta detenerse en Teo, a quien evaluó con desdén. Con una sonrisa irónica, murmuró:

—¡Vaya, primera clase! Ya cualquiera puede aparecerse por aquí.
Teo lo miró con serenidad y respondió con calma:
—El mundo está lleno de sorpresas.
Víctor, convencido de su superioridad, insistió:
—No es común ver a alguien tan relajado en primera clase.
El momento de abordar llegó y, para su sorpresa, Víctor descubrió que su asiento estaba justo al lado de Teo. Con incredulidad, soltó una risa baja y murmuró:
—De todos los lugares posibles, tenía que ser aquí.
Teo, sin inmutarse, sonrió levemente:
—Parece que viajaremos juntos, entonces.
A medida que el avión despegaba, Víctor decidió reanudar la conversación, aunque con una intención clara de reafirmar su superioridad:
—¿A qué te dedicas?
Teo, ajustando su mochila bajo el asiento, respondió con sencillez:
—Trabajo en la comedia.
Víctor arqueó una ceja y replicó con escepticismo:
—¡Ah! Comerciales, cosas pequeñas…
—Algo así —dijo Teo con una sonrisa enigmática.
Víctor soltó una carcajada.
—Siempre me ha parecido interesante cómo la gente intenta encontrar su lugar, pero hay espacios que simplemente no son para todos. Como primera clase, por ejemplo.
Teo lo miró con paciencia y replicó con firmeza:
—Creo que todos tenemos nuestro lugar, y a veces es exactamente donde estamos.
Víctor, convencido de que llevaba la delantera en la conversación, pidió con confianza una copa de champán cuando la azafata pasó por su asiento.
—Algo acorde con la exclusividad de este asiento —dijo, mirando de reojo a Teo.
La azafata asintió y se dirigió a Teo.
—¿Y usted, señor González?
—Solo agua, por favor —respondió con una sonrisa amable.
Víctor lo observó con una mezcla de burla y curiosidad.
—¿No quiere aprovechar la experiencia? —preguntó con sorna.
Teo lo miró fijamente y, con una tranquilidad inquebrantable, le respondió:
—La experiencia no está en lo que tomas, sino en lo que aprendes.
Fue entonces cuando Víctor notó que la azafata miraba a Teo con respeto. En ese momento, la persona sentada frente a ellos se giró con entusiasmo y le extendió la mano.
—Señor González, soy un gran admirador suyo. He visto todos sus espectáculos.
Uno a uno, los pasajeros en primera clase comenzaron a reconocerlo. Murmullos de asombro recorrieron la cabina. Víctor, pálido, observó el escenario frente a él. El hombre que había menospreciado resultó ser una leyenda de la comedia mexicana.
En silencio, Víctor se reclinó en su asiento, asimilando la lección. Aprendió, tal vez demasiado tarde, que el valor de una persona no se mide por su apariencia ni por las marcas que viste, sino por la huella que deja en los demás.
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