Cuando el padre Patricio Castillo cumplió sesenta y seis años, ya no quedaba en su cabello más que un puñado de canas rebeldes y la paciencia inagotable que se aprende a base de acompañar duelos ajenos. En Puebla lo conocían por su homilía sobria, sus manos grandes de excontador y esa costumbre de inclinar un poco la cabeza cuando alguien le pedía consejo, como si estuviera escuchando una música que el resto no podía oír. Llevaba dos décadas repitiendo una misma oración en voz baja —“devuélvenos a Sebastián”— hasta que el murmullo se volvió reflejo, como respirar.

Veintiún años. Un país puede cambiar de rostro en menos. En la parroquia de San José había visto pasar feligreses que llegaron jóvenes y ahora empujaban carriolas; vio levantarse edificios nuevos donde antes había lotes polvosos; vio la fe encogerse y ensancharse con cada crisis. Vio, sobre todo, cómo el calendario puede volverse una soga fina si lo único que se espera no llega. Su hijo, aquel muchacho de ojos verdes que componía “canciones para papá” en un órgano más viejo que ambos, había desaparecido una tarde de noviembre de 2003 como si la iglesia lo hubiera tragado.

Lo que nadie sabía —lo que él no había dicho ni cuando la policía lo interrogó por tercera vez ni cuando un periodista testarudo lo siguió a la salida de la misa— era que no había pasado todos esos años a oscuras. Había una brizna de certeza clavada bajo la sotana: una voz reconocible, un secreto sellado. Y si bien ese secreto lo sostuvo cuando el mundo se le volvió un cuarto sin ventanas, también le devoró el sueño. A veces, en medio de la noche, despertaba con el corazón aporreándole el pecho y la certeza de que había elegido a Dios por encima de la sangre. Otras, se decía que quizá Dios y la sangre, en ocasiones, piden exactamente lo mismo: guardar silencio.

En 2020, cuando la pandemia cerró templos y mercados, el padre Patricio descubrió el mundo extraño de las transmisiones en línea. La parroquia —esa casona de muros gruesos que olía a cera y a madera vieja— se convirtió en un estudio improvisado: un seminarista aprendió a encuadrarlo con un teléfono y un foco barato, doña Remedios dejó de servir café a los domingos para aprender a poner comentarios en Facebook, y el órgano de Aurelio sonó tímido, grabado con un micrófono que chisporroteaba. Era raro predicar hacia una banca vacía. Más raro aún leer, después, nombres de usuarios que pedían por enfermos desde Texas o Montreal.

Una noche de mayo, mientras navegaba de video en video buscando ideas para mantener viva la comunidad, Patricio se topó con un canal de música sacra. El título decía: “Misa breve en modo huasteco – Coro de San Gabriel, Xalapa”. No era un nombre que dijera mucho, salvo por esa combinación de palabras que a él siempre le había fascinado: lo sacro dialogando con lo propio, lo indígena colándose en un Kyrie. Hizo clic por costumbre, con la mente a medias en otra cosa.

La pieza abrió con un motivo sobre dos notas, una especie de saludo que subía y caía con pudor. Era sencillo y, sin embargo, traía algo de hogar. Patricio enderezó la espalda. Luego vino una figura rítmica en semicorcheas y, encima, una melodía que no imitaba a nadie: la misma progresión de intervalos que Sebastián había escrito de adolescente, aquella que llamaba —con vergüenza y risa— “Tema del topo”, porque se enterraba y de pronto asomaba en otro tono. Lo habían trabajado juntos una tarde de enero, años antes de la desaparición, cuando el niño se empeñó en que una melodía podía contar la historia de alguien que se perdía y volvía a salir a la luz. Era su firma secreta, su broma compartida.

Patricio retrocedió el video. Volvió a escuchar. El mismo juego de notas, la misma travesura. La cámara enfocó a un organista de perfil, joven para ese instrumento. De cubrebocas solo se veían los ojos. Verdes. No era prueba de nada y, sin embargo, en el cuerpo de Patricio algo reconoció una corriente antigua. El organista inclinaba la cabeza cuando una transición se enredaba; tensaba la mano izquierda en los acordes, como si luchara con la paciencia. Igualito a su Sebastián. Y al final, cuando el coro guardó un silencio breve, el organista tocó, apenas, una cadenza mínima que terminaba en ese trino nervioso que Sebastián usaba como punto y aparte.

Anotó el nombre del coro, escribió al correo que aparecía en la descripción y pasó la noche saltando entre páginas de parroquias veracruzanas hasta que el amanecer lo sorprendió con los ojos ardiéndole. La respuesta tardó dos semanas en llegar: el organista era nuevo, decían; venía de un “colegio monástico” en la sierra; firmaba las partituras como “M. Sandoval” y pedía llegar y salir discretamente. “Buen muchacho, muy dedicado, muy reservado”, añadió el párroco de San Gabriel. San-do-val. El apellido de Aurelio, el viejo organista de San José, se colaba allí como una sombra.

El padre Patricio escribió otra vez, pidió una visita “para conocer el programa musical”. Viajó a Xalapa con el permiso de su obispo y se sentó, días más tarde, en la última banca de una capilla de ladrillos donde la humedad pintaba cada esquina de musgo. El coro empezó a ensayar la misma misa breve. El organista entró sin saludar, encendió el instrumento, probó un par de registros y, cuando la repetición del Kyrie amagó con naufragar, marcó el pulso con un golpecito suave sobre la madera. Al terminar, se retiró al cuarto lateral donde guardaban el fuelle.

Patricio no se movió. Las manos le temblaban. Cuando por fin salió el músico, se cruzaron sin tiempo para ponerse una máscara de cortesía.

—Sebastián —dijo, y fue un susurro y fue un grito contenido y fue el nombre que había dicho hacia adentro durante dos décadas.

El joven se detuvo. Por un instante pareció mirar detrás de sí, buscando a ese Sebastián, como si el nombre hubiera quedado colgado en otro cuerpo. Bajó la vista. En la barbilla asomada por debajo del cubrebocas había una cicatriz diminuta, idéntica a la que se hizo de niño jugando fútbol en el patio de la casa de Santiago.

—Padre… —su voz se quebró en la misma sílaba en que se le quebraba a los dieciséis cuando una idea se le atoraba.

No hubo abrazo. No allí, no todavía. El organista miró de reojo al sacristán y luego hizo un gesto de “sígame” que parecía más bien “perdóneme, pero no aquí”. Lo condujo a un patio con bugambilias y un banco de hierro como tantos bancos de parroquia en México. El aire olía a tierra mojada; alguna nube le robaba luz al mediodía.

—Me llamo Mateo —dijo el muchacho, o el hombre, porque ya no era un muchacho—. Mateo Sandoval.

Patricio tragó saliva.

—Yo te puse un nombre. Pero si otro te sostiene ahora, lo respeto.

Mateo —o Sebastián— cerró los ojos un instante, como quien da gracias por una tregua. Tomó aire. Luego habló con una calma que no encajaba con la tormenta que ambos tenían pegada a las costillas.

—No sé por dónde empezar.

—Por donde te duela menos —respondió el padre—. No te imaginas cuántas veces inventé este momento.

El organista miró la bugambilia, como si las flores pudieran darle orden a las frases.

—En 2003 —dijo—, creí que la música y yo necesitábamos un lugar donde nadie me jalara de un brazo y del otro. La casa con mamá era un silencio tenso. La parroquia era… otra cosa. Aurelio me habló de un colegio en la sierra, de hermanos que aceptaban muchachos para formar organistas y cantores. Decía que me vendría bien aprender a respirar sin sentir culpa por respirar.

Patricio apretó los labios. Aurelio. ¿Qué tanto supo? ¿Qué tanto hizo?

—Ese sábado —continuó Mateo—, cuando usted salió, ensayamos. Después Aurelio bajó al archivo. Yo lo esperé un rato. Había pensado todo con una precisión que me asusta recordar. No me despedí porque no quería que me detuvieran. Caminé hasta la esquina, tomé un taxi a la CAPU con dinero que había juntado afinando pianos y ayudando en el mercado… y me fui. Es feo decirlo, pero me fui feliz. Una felicidad sucia, ya sé.

—Tenías dieciséis.

—Y la soberbia de creer que uno puede arreglar la vida ajena y la propia con un portazo.

Callaron un momento. Desde la nave de la capilla llegó el murmullo de unas señoras rezando el Ángelus. El humo de una olla con tamales subió como si quisiera esconderlos en una nube de hambre.

—Lo que vino después es menos interesante —siguió él—. El colegio monástico existía. En efecto, aceptaban a muchachos para formarlos como músicos. Me pusieron un seudónimo mientras arreglaban los papeles. Aprendí todo lo que pude. Toqué en misas, en funerales, en bodas. Dormí en cuartos compartidos. Trabajé en talleres de reparación de órganos. Leí. Y cada noche, cuando cerraba el libro, me dolían ustedes dos como muelas mal curadas. Hice lo que mejor sabía: escribir música encima del dolor a ver si lo domesticaba.

Patricio lo escuchaba con el cuerpo entero, como había aprendido a escuchar a los dolidos de otras familias. No le preguntó por Adriana. No todavía. Sabía que ese nombre era un campo minado.

—Y, un día… —Mateo buscó la palabra con la mirada—, me senté en un confesionario.

El mundo, para el padre, cambió de velocidad. No había preparado el corazón para que esa palabra apareciera tan pronto. Confesionario. Cerró la mandíbula como quien se prepara para el golpe.

—No fue aquí —aclaró el músico—. Fue al tercer día. Estaba lejos de Puebla, pero no tanto. Yo tenía miedo, sí, pero no del castigo. Tenía miedo de querer volver y que me dijeran que llegar era traicionar algo. Entré. Yo no sabía quién estaba del otro lado, o eso creí.

Patricio supo exactamente cómo olía ese confesionario —siempre huelen a madera vieja y a colonia barata— y cómo suena una respiración contenida detrás del enrejado.

—Le conté todo —dijo Mateo—. Que me había ido por mi cuenta. Que pensaba escribir y tocar y, quizá, entrar al noviciado cuando fuera mayor de edad. Que le estaba rompiendo el corazón a mi mamá. Que lo estaba dejando solo a usted, justo a usted. Pedí absolución, no porque creyera que eso borraba lo hecho, sino porque quería que alguien me dijera: “Dios no te odia”.

El padre tragó aire.

—Y entonces, usted habló. No me dijo “Sebastián”, ni “hijo”. Dijo las palabras que tenía que decir. Dijo que hay decisiones que se toman a la intemperie y que Dios no se oculta, pero tampoco se impone. Dijo que si yo creía que en ese camino encontraba mi vida, debía cargar con mi cruz: con el dolor que causaba. Dijo también… —Mateo sonrió con tristeza— que no me iba a buscar. O, mejor dicho, que no podía.

Patricio clavó los ojos en sus manos para no levantarlos demasiado rápido.

—Reconocí tu voz al primer “padre” —respondió, al fin—. Y lo que hice aquella tarde me persigue desde entonces. Podía haber mentido. Podía haber fingido no reconocer. Pero estaba el sacramento de por medio, Mateo. Era el único lugar donde, además de tus dieciséis años, había Dios. Y Dios no es alfombra para esconderle a nadie la vergüenza, pero tampoco es lámpara para exhibirla en la plaza.

El organista asintió, despacio.

—Lo sé —dijo—. Y también sé que, si usted lo hubiera contado, quizá el inspector Gutiérrez habría cerrado la carpeta de secuestro, quizá mi madre no habría vivido con esa incertidumbre que la resecó por dentro. Pero también sé, ahora, que hay palabras que pertenecen a un lugar y a un tiempo. Que si usted las sacaba de ese lugar, ya no eran palabras, eran un arma.

Pasaron un par de minutos sin hablar. A veces el silencio es el único idioma posible.

—¿Por qué ahora? —preguntó el padre—. ¿Por qué dejar que te encuentre, si tanto esfuerzo hiciste por borrarte?

Mateo se quitó el cubrebocas como quien se quita una venda.

—Porque ese “Tema del topo” que escondí en la misa breve lo escribí pensando en usted. Era mi forma de decir “sigo aquí, sigo saliendo a respirar de vez en cuando”. Lo subieron a internet sin que me diera cuenta y usted lo encontró. Y porque hay otra cosa, padre. El secreto no es solo ese.

Patricio sintió un latigazo en la nuca. El cuerpo tiene una manera torpe de anticipar malas noticias.

—¿Qué más?

—No me borré solo. A los dieciséis no se puede. Aurelio me ayudó a subir al autobús. Me dio un número de teléfono y el nombre de un hermano en el colegio. Usted siempre confió en él. Yo también.

Patricio cerró los ojos. El organista viejo de la parroquia, aquel que hablaba de “dedos de ángel”, había sido, sin saberlo, la mano que empujó la piedra sobre el pozo. O lo había sabido. Comprendió, de pronto, lo que había olido como sospecha durante años sin atreverse a nombrarla.

—¿Te hizo daño? —preguntó.

—No —respondió Mateo, con firmeza—. Nunca. Fue torpe. Fue paternal en un lugar donde no le tocaba. Pero no cruzó ninguna línea. Quiso salvarme del encono de ustedes dos y me lanzó a otra fogata. Murió en 2018. Me enteré tarde. Le debía un adiós.

Patricio volvió a respirar. Una parte de su cuerpo se soltó. Otra se apretó más.

—¿Y tu madre? —dijo, por fin, y el nombre de Adriana entró al patio como un viento helado.

—La he visto muchas veces sin que me vea —respondió Mateo, mirando hacia ninguna parte—. Sé que se casó con Esteban. Sé que en los cumpleaños ponía un plato más. Lo supe por gente de la parroquia. Lo supe por entrevistas que dio. Quise tocar a su puerta mil veces. No tuve el valor de abrir mil una.

—Está viva —dijo el padre—. Está fuerte. Te odiará un rato. Te abrazará después. Lo he visto otras veces. El amor y el odio caben en la misma mano en estos casos.

—No merezco que me abra.

—Nadie “merece” la misericordia —replicó él—. Por eso se llama así.

Un sacristán se asomó a decir que el coro lo necesitaba. Mateo prometió volver en una hora. Antes de levantarse, tocó apenas el dorso de la mano del padre. Fue el contacto mínimo de los que han pasado años negociando con su propio miedo.

Lo que vino después fue una coreografía rara entre dos tiempos. Hubo llamados al obispado —Patricio informó a su superior de lo que ocurría, pidiendo prudencia—, llamadas a Puebla —“voy a estar fuera dos días”—, un cuarto de pensión con cama dura y un ventilador que hacía un ruido de hélice cansada. Hubo, también, una conversación pendiente con el inspector Gutiérrez, retirado ya, que seguía conservando la misma carpeta en un cajón como quien guarda un desaparecido en formato papel para no olvidarlo.

Se vieron en un café que olía a pan tostado y oficina vieja. El exinspector, que había engordado un poco pero mantenía los ojos atentos de cazador cansado, lo escuchó sin interrumpir. Patricio habló como había aprendido en los funerales: con palabras sencillas y la menor cantidad de adjetivos posible. Contó lo de la misa en línea. Contó lo del colegio monástico. Y, finalmente, contó lo del confesionario.

Gutiérrez dejó la taza a un lado. No estaba en servicio, pero la costumbre de clasificar lo real no se jubila nunca.

—¿Desde cuándo lo sabe exactamente? —preguntó, no por malicia, sino porque ese es el oficio: fijar fechas, fijar huecos.

—Desde el tercer día —respondió Patricio—. No dónde estaba. Solo que se había ido por voluntad propia. No pude decirlo.

El exinspector soltó el aire por la nariz en un soplido que llevaba dentro veintiún años.

—Yo no soy quién para meterme con sus sacramentos —dijo—. Tampoco sé si le habría creído entonces. Pero sí le digo algo: hay secretos que sostienen, y secretos que pudren por dentro. Usted se echó al lomo los dos.

—Lo sé.

—¿Y el muchacho?

—Hombre, ya —corrigió Patricio—. Está vivo. Toca como nadie. Quiere ver a su madre. Y… —tragó saliva—, me dijo que tiene una hija.

Gutiérrez levantó las cejas. Patricio colocó sobre la mesa una fotografía impresa con la impresora chafa de la pensión: Mateo, sin cubrebocas, de perfil; a su lado, una niña morena de trenzas, con una flauta dulce entre los dedos y una sonrisa de ocho años que no teme nada.

—Lucía —dijo—. Vive con su madre en Xalapa. No están juntos. Se ven los fines de semana. Dice que no supo ser pareja, que solo supo ser padre. No lo juzgué. No ahora.

El exinspector asintió despacio.

—Va a ser más complicado, padre —dijo—. No nada más emocionalmente. Legalmente todo eso es un lío. Él se fue siendo menor. Hubo búsqueda. Hubo recursos de por medio. Si alguien decide joderle, puede hacerlo. Pero también le digo: hay un momento en que los expedientes no pueden más contra la vida.

—¿Usted vendría? —preguntó Patricio, sorprendiéndose a sí mismo—. A acompañarnos. No como policía. Como alguien que sabe caminar estos charcos.

Gutiérrez sonrió con un gesto cansado.

—No soy buen católico —dijo—. Pero sé escuchar. Y odio los cabos sueltos. Si me invita, voy.

La cita con Adriana fue dos días después, a media tarde, cuando el sol de Puebla se afloja y hasta las sombras parecen suspirar. Patricio llegó primero. Esteban abrió la puerta con un abrazo breve. Había sido, con el tiempo, un aliado improbable: el hombre que entendió que el dolor ajeno no se disputa, se comparte en turnos.

—¿Todo bien? —preguntó el bibliotecario, con esa voz de quien habla para adentro.

—No sé —respondió el padre—. Respira conmigo.

Se sentaron en la sala. El reloj de pared marcó cuatro y media como las marcaba veinte años antes. Adriana apareció del pasillo con el mismo paso que Patricio recordaba: firme, como si la casa tuviera que fundarse cada vez que ella cruzaba el piso. Se abrazaron. Fue un abrazo incómodo y necesario, de esos que dicen “no te entiendo, pero no te suelto”.

—Tenemos que hablar —dijo él.

—Siempre —respondió ella, y cruzó los brazos—. Siempre tenemos que hablar.

Patricio no adornó. Contó lo imprescindible. No justificó. Cuando llegó al punto del confesionario, Adriana entrecerró los ojos como quien mira algo demasiado brillante o demasiado oscuro.

—¿Así que sabías que no estaba muerto? —preguntó, y la pregunta pareció venir de dos bocas a la vez: la de la maestra de primaria que aprendió a formularlas con precisión, y la de la madre que aprendió a hacerlas con un filo que corta.

—Sabía que se había ido —dijo él—. No dónde. No con quién. Supe que no lo había tomado nadie por la fuerza. Que no estaba tirado en una barranca. Supe eso y no pude decirlo. No quise.

—No quisiste —repitió ella, dejando caer la palabra como un yeso sobre la mesa.

Esteban se movió inquieto, como si quisiera terciar, pero se contuvo. La casa olía a café. Afuera, un repartidor pasó en bicicleta y gritó un nombre que no era el de nadie de esa cuadra.

—¿Está vivo? —preguntó Adriana, de pronto, con una voz que no admitía desvíos.

—Sí.

—¿Lo has visto?

—Sí.

—¿Quiere verme?

—Sí.

Adriana se llevó las manos a la cara. No lloró. Respiró. “Respira conmigo”, había dicho Esteban al padre. Ahora era ella la que respiraba acompañada, aunque no lo supiera. El odio —si eso era lo que había sentido cuando oyó “no quisiste”— se le desbarató en algo más viejo y más hondo: la necesidad de tocar para que el cuerpo entienda que lo imposible, a veces, se rinde.

—Tráelo —dijo—. Pero no en esta sala. No quiero que la sala del sábado que se fue sea la sala del miércoles que volvió. Mejor en la parroquia. La banca del lado derecho. Usted sabe cuál.

Patricio asintió. La banca de la orilla donde Sebastián se sentaba a seguir la misa con atención de artesano. La banca con marcas de uñas de tanto nervio adolescente.

—Mañana, a las seis —dijo él.

—Mañana —repitió ella.

Llegaron tres: Mateo, el padre y el exinspector, que se mantuvo a distancia, bajo el coro, con las manos cruzadas como quien hace guardia. La parroquia olía a flores y a cera recién raspada. El sol de la tarde, entrando horizontal por los vitrales, hacía polvo de oro en el aire. Adriana ya estaba allí, de pie, con un vestido sencillo y el pelo recogido. No se movió cuando los vio entrar. Solo bajó las manos.

Mateo dio tres pasos y se detuvo, como si otra parte del cuerpo no quisiera obedecer. Así andan los que regresan a la escena de un delito del que no están seguros si son víctima o culpable. Adriana dio dos pasos hacia él. Nadie habló.

Cuando por fin estuvieron frente a frente, la madre tocó la cara del hijo como las invidentes tocan el mundo: leyendo la piel. Encontró la cicatriz del mentón, la arruga nueva en la comisura. Luego retiró la mano, leve, como quien aparta una cortina.

—Sebastián —dijo, y el nombre, en su boca, volvió a ser casa.

—Mamá —respondió él, y la palabra salió con los años apilados.

No hubo reproches inmediatos. O los hubo y se dijeron en un idioma que solo madre e hijo entienden. Él empezó a hablar atropellado, a pedir perdón por cada sábado, por cada Navidad, por cada vez que la miró de lejos. Ella lo dejó decirse hasta que la culpa se agotó en torpeza. Luego, con esa contundencia que Patricio admiró de joven y temió de esposo, puso una mano en su pecho.

—El perdón es esto —dijo—: que vuelvas a respirar aquí. No me expliques veinte años en veinte minutos. Dame un café mañana. Cuéntame a Lucía. Y prométeme algo: que la siguiente vez que te quieras ir sin avisar, me lo digas. Para irme contigo o para odiarte con tiempo.

Rieron los tres. Lloraron los tres. Risa y llanto son parientes cuando la vida se resiste.

El inspector se retiró despacio, satisfecho como quien ve, al fin, el final de una novela larguísima. Lo alcanzó Patricio en la puerta.

—Gracias —dijo.

—No me dé las gracias —respondió Gutiérrez—. Esto no es un caso. Es gente. Y la gente, tarde o temprano, se encuentra. O decide no hacerlo. Hoy se encontraron.

Dentro de la iglesia, Mateo se acercó al órgano como guiado por una cuerda. Pasó la yema de los dedos por el teclado sin tocar. Luego miró a su madre.

—¿Puedo? —preguntó.

—Claro —dijo ella—. Para eso te lo robó la vida, ¿no?

Mateo sonrió torcido. Se sentó. Probó un registro. Tomó aire. Y entonces apareció, como un animalito tímido saliendo de su madriguera, el viejo Tema del topo. Subió dos escalones y se escondió. Cambió de tono y volvió a asomar la cara. Adriana lo escuchó con los ojos entrecerrados, como si de pronto esa melodía fuera un álbum de fotos. Patricio, de pie junto a la banca de siempre, dejó que el sonido se le metiera al pecho como se mete la lluvia después de meses de sequía.

La noticia de que el hijo del padre Patricio había sido hallado —o que se había dejado hallar, que no es lo mismo— corrió por Puebla con la velocidad mondana que tienen las noticias que parecen paridas para comadres. La prensa buscó declaraciones. El obispado cuidó a su sacerdote sin convertirlo en espectáculo. Hubo quien murmuró: “ya ven, seguro siempre supo”. Hubo quien defendió, sin entender del todo, que callar a veces es el único modo de no traicionar.

Una semana después, en una conferencia sencilla con cuatro reporteros y una grabadora vieja, Patricio habló. No dio detalles. Dijo lo suficiente: que su hijo estaba vivo, que había vuelto a la vida de su madre, que la policía —representada por un inspector retirado con corazón grande— había decidido no reabrir una guerra con el pasado. Uno de los periodistas preguntó lo obvio:

—Padre, ¿es cierto que usted supo, en su momento, que su hijo había decidido irse?

Patricio respiró hondo. No era solo un periodista. Era el país preguntando por qué el dolor de una familia también le pertenece.

—Es cierto que recibí, como sacerdote, palabras que no eran mías —respondió—. Y que elegí no robarlas. Si ustedes quieren, me equivoqué. Si quieren, obedecí. A veces, las dos cosas son la misma.

—Pero eso cambió la investigación —insistió el reportero—. ¿No cree que la policía merecía saber?

—La policía hizo lo que pudo con lo que tenía. Yo, también. Y si a alguien le debo explicaciones, es a mi hijo y a su madre. Ya se las estoy dando.

La pregunta quedó clavada en el aire como un alfiler que no encuentra corcho. La conferencia terminó sin estridencias. Al salir, el padre vio a Mateo en la acera de enfrente, con una niña que soplaba en su flauta una melodía torpe y hermosa. Lucía, pensó, y el nombre le supo a pan recién hecho.

Caminó hacia ellos. La niña lo miró con la curiosidad limpia de quien no tiene historia atrás de los ojos.

—¿Usted es el abuelo? —preguntó, sin rodeos.

Patricio sonrió, de esas sonrisas que sientan futuro.

—Si tú quieres, sí.

Lucía le pegó la flauta en la panza.

—Enséñeme a tocar como mi papá.

El padre Patricio miró a Mateo. El organista asintió. Ninguno de los dos dijo “perdón”. No hacía falta: estaba en los dedos, en la respiración que por fin se acompasaba, en esa forma de estar juntos que no es posesión ni deuda, sino trabajo.

Con el tiempo, se supo lo que se tenía que saber. Que Aurelio, viejo y cansado, había creído de veras que salvaba a un niño. Que el colegio de la sierra resultó ser, para un adolescente, un refugio y un destierro a la vez. Que Mateo —ese nombre que escogió como quien se escoge una brújula— no quería sotana, pero sí claustros de vez en cuando: las horas frente a un órgano son, de alguna manera, una forma laica de monacato. Que Adriana, después del primer abrazo, tardó meses en poder escuchar la palabra “Xalapa” sin que se le amontonara un rencor antiguo en el estómago, y que un día, sin saber por qué, le compró a Lucía una falda con flores y se sentó con ella a aprender la escala de do.

Y que el secreto del padre —ese que muchos llamaron cobardía y otros fidelidad— no se dejó juzgar con facilidad. Algunos investigadores, con la frialdad que da el expediente, afirmaron que de haber sabido en 2003 que el chico había huido, habrían ajustado protocolos, redirigido recursos, cerrado círculos. Puede ser. El propio Gutiérrez lo dijo: “nos habríamos ahorrado horas, quizá”. Pero también añadió, en una charla privada con Patricio, mirando una tarde cualquier del Zócalo:

—Si usted me lo hubiera dicho entonces, yo habría escrito un informe y habría ido a cenar a mi casa. Usted, en cambio, habría dormido con el peso de un sacramento traicionado. Y créame: yo he visto a hombres romperse por menos.

El padre no respondió. Prefirió pensar que, en la balanza extraña donde la vida pesa culpas y silencios, a veces lo único que podemos hacer es sostener lo que elegimos sin convertirlo en bandera. Saber —como le dijo a Mateo aquel primer día en el patio— que hay decisiones que se toman a la intemperie. Y que Dios, si estaba, los había mirado desde esa intemperie, sin desaparecerlos ni obligarlos, simplemente respirando a su lado.

Un año después de la primera misa recuperada, en la parroquia de San José se celebró un concierto. No fue grande: bancos ocupados por caras conocidas, un par de turistas perdidos, una señora que se quedó porque esperaba turno en la tortillería de enfrente. En el programa, escrito con tipografía sencilla, se leía: “Obras de J. S. Bach, Demetrio Ortíz, anónimo poblano del siglo XVIII y M. Sandoval”. Adriana repartió hojas con el orden de las piezas. Esteban, orgulloso como quien ve a un hijo ajeno ser, acomodó en silencio atriles que se tambaleaban. El exinspector Gutiérrez llegó tarde, se sentó al fondo, a la derecha.

Cuando Mateo entró —sin apellidos, sin alias, sin otro nombre que el de pila y el que se había dado—, el murmullo quedó suspendido. Empezó con Bach, como suelen empezar los que respetan el linaje de su oficio. Siguió con una danza que olía a talavera y a pan de feria. Cerró con algo nuevo.

—Esto lo escribí a los quince —dijo, mirando a Adriana—. Y lo terminé ayer.

Patricio, en la banca con la que empezó toda esta historia, apretó las manos. No rezó. O quizá sí, pero ya sin palabras. La pieza hablaba por él: recordaba la primera subida del “Topo”, lo dejaba asomarse, lo hacía brincar, y luego lo soltaba, con la confianza de quien entendió que la vida es justamente eso: perderse y asomarse, caer y treparse, esconderse y volver a mirar el mundo de frente para nombrarlo con el único idioma que nos queda cuando el resto se agota.

Al terminar, nadie aplaudió de inmediato. Hubo un segundo de silencio agradecido. Después, el aplauso no fue estrepitoso: fue largo, tibio, de casa. La niña de las trenzas —Lucía— corrió hasta el estrado y lo abrazó por la cintura. Él, esta vez, no se sostuvo. Lloró sobre el teclado. Adriana subió. Patricio se levantó sin prisa. El coro improvisó un “Amén” chiquito, desafinado y hermoso.

No hubo justicia como la sueñan los manuales. No se recuperaron horas perdidas. No se les devolvió a ninguno el cuerpo de veinte años atrás. Pero hubo, por fin, una verdad compartida, sin micrófonos ni sentencias: un padre encontró a su hijo veintiún años después y, con él, encontró un secreto que había sostenido su fe y desgarrado su paternidad. Eligió cargarlo, no exhibirlo. Y el hijo, que había aprendido a ocultarse como quien aprende a tocar un órgano grande —a pulso, a paciencia—, eligió lo más difícil: dejar de esconderse.

—Papá —dijo al despedirse esa noche, en la puerta de la parroquia—. Me llamo Mateo. Pero si quieres, cuando estemos tú y yo, también puedo volver a ser Sebastián.

El padre Patricio lo miró sin prisa, como aprende uno a mirar cuando ha vivido demasiado rato sin poder hacerlo.

—Cuando estemos tú y yo —sonrió—, te llamo hijo.