Me llamo Carmen Elena Vázquez y tengo sesenta y siete años. Hace unos meses, un martes gris de marzo, me descubrí mirando la espuma del café de olla como quien lee el futuro en los posos. El olor a canela y piloncillo llenaba mi cocina de azulejos azules —los mismos que Aurelio, mi marido, pegó con paciencia cuando aún creíamos que la vida nos quedaba grande—. En la mesa, mi bolsa de piel café, gastada en las esquinas; dentro, mi pasaporte, mi credencial de maestra retirada y un sobre con los boletos impresos en el cíber de la esquina. Era el viaje de la familia: ocho días por el Mediterráneo, cinco cabinas, risas en cubierta, fotos con el mar de fondo, una mesa larga para cenar sin prisas, como antes. Lo había pagado todo yo, con mis ahorros de cuatro décadas frente a un pizarrón y con lo que reuní vendiendo cachitos de una vida que ya no me servían: la Singer de mi abuela, unos aretes heredados, mis tardes de sábado.

Sonó el celular. El aparato vibró con ese zumbido tímido que antecede a las malas noticias. El mensaje venía de Roberto, mi hijo mayor: “Ma, ya estamos en el aeropuerto. El vuelo sale en dos horas. Gracias por todo. Te mandamos fotos”. Leí dos veces para cerciorarme de que la vista no me jugaba bromas. Volví a leer una tercera, por si el destino recapacitaba. El café, que recién había servido, se me volvió agua muerta entre las manos.

No supe de inmediato cómo llamar a eso que se me desparramó por el pecho: no era coraje, tampoco sorpresa; parecía una especie de frío que, a fuerza de querer protegerme, se fue formando costra. Miré a mi alrededor buscando un error: la maleta de rueditas lista junto a la puerta, mi chamarra ligera para el avión, la carta que había escrito con mi mejor pluma —esa que guardo para los mágicos de la vida—, una carta para leer la primera noche del crucero, donde quería agradecer, pedir perdón y prometer que, por una vez, íbamos a hablar de cualquier cosa menos de pendientes y cuentas. Todo estaba en orden. Todo salvo lo más obvio: yo no estaba ahí, en la sala de espera, con ellos.

Abrí el chat familiar. Una foto me reventó en la cara. Sonreían los nueve: mis dos hijos, sus mujeres, mis dos nietas, mi hermana Esperanza, mi cuñado, hasta el perro de alguien se coló en el encuadre y parecía más feliz que yo. Diego, el menor, tenía el brazo sobre los hombros de Fernanda, la novia de ceño fruncido y respuestas cortas; Roberto cargaba a la pequeñita como si la vida pesara lo justo; Esperanza enseñaba los dientes con esa sonrisa de dientes juntitos que la hace ver niña. “Family Trip”, escribió Diego con hashtags en inglés, como si así la alegría brillara más. Le di zoom con los dedos para buscarme en alguna esquina, como si la pantalla se fuera a apiadar y me inventara al margen. Nada.

Apreté llamar. El tono de siempre. Correo de voz. Insistí con Esperanza. Nada. Cuando por fin me animé a marcarle a la agencia, sentí que el teléfono pesaba tanto como mis años. Mariana, la chica que me había atendido con paciencia en Viajes del Sol, reconoció mi voz enseguida. Le expliqué lo ocurrido con palabras medidas, como si hablar bajito fuera a limpiarle los bordes filosos a la realidad.

—Señora Vázquez —dijo con ese tono de quien pisa alfileres—, si cancela ahora, pierde el treinta por ciento del total.

Hice cuentas en la cabeza, no por matemática, sino por dignidad. Me dolió como una espina clavada. Aun así, pronuncié despacio:

—Cancele todo… menos mi cabina.

Me escuché firme, como no me había escuchado en años. Mariana guardó silencio un instante, como si midiera mi determinación con una cinta invisible.

—¿Desea mantener su vuelo?

Miré la carta, el pasaporte, la maleta. Oí el rumor del barrio de Xochimilco despertando: el carrito de tamales, voces que ofrecían elotes, una trajinera lejana. La vida seguía; la mía, de golpe, también.

—Sí —dije—. Y quiero clase ejecutiva, si hay.

No lo pensé. No pedí permiso. No me disculpé. Dije “quiero” y no me sentí culpable.

Esa tarde me instalé en mi mecedora —la de las tardes con Aurelio viendo el noticiero— y pasé revista a las pequeñas grietas que, sumadas, acaban por tumbar un muro. Recordé el día en que Roberto suspendió el examen de admisión a la universidad y prometí que yo le pondría un puente a su tristeza: vendí mi anillo de compromiso y pagué su colegiatura. Recordé que Diego, con veintitrés, vino con Fernanda a pedirme dinero para un aborto y mi “no” los desbordó de enojo. Pensé en las Navidades solas, en los cumpleaños remendados con llamadas de voz de veintitrés segundos, en la fiebre que pasé cuidada por la vecina de las gorditas. Todo eso formaba parte del mismo album: yo dándolo todo, ellos suponiendo que yo era el suelo.

Cuando por fin el celular quiso hablar esa tarde, vibró como una avispa. Era Roberto.

—Ma, ¿qué hiciste? —su voz cosía con prisa—. Nos dicen que las reservaciones fueron canceladas.

—Las cancelé —contesté con calma.

—Pero… ¿cómo? Las niñas están emocionadas, ya compramos las maletas, Leti…

—Y yo estaba emocionada, Roberto. Parece que eso no contó.

Al silencio del otro lado lo empecé a conocer ese día: pesado, con sabor a culpa recién descubierta. Corté. Poco después llegó un alud de mensajes: “Ma, por favor, no haga esto”, “Fernanda está llorando”, “Pensemos en las niñas”, “Cuando se calme, hablamos”. Ni una sola vez: “Perdón”. Ni una. El perdón, cuando llega tarde, suena a protocolo.

Al amanecer del día siguiente, mientras lavaba una taza y tarareaba una canción vieja, sonaron llantas contra la banqueta. Me asomé: caravanas de coches, caras serias, los brazos de mis nietas extendidos como cuerdas para amarrarme. Esperanza, con su blusón rosa, venía adelante. Abrí. Entraron sin pedir permiso, como quien entra al consultorio del médico con la herida abierta, exigiendo que la cosan de inmediato.

—Carmen —dijo Esperanza, con esa voz de hermanas mayores que creen arreglar todo con un “ya”—, no hagamos un drama.

No contesté. Me hice a un lado. Se sentaron, y yo permanecí de pie. En mi propia casa, por primera vez en la vida, no ofrecí café, ni agua, ni galletitas. Ningún ritual de la anfitriona que rescata.

—¿Cuándo fue la última vez que alguno me llamó sin necesitar algo? —pregunté.

Hubo miradas al suelo, dedos que jugaban con la funda del celular, una niña que preguntó en voz alta si había wifi. Nadie respondió. Les conté entonces lo obvio: que no era un malentendido, que habían decidido conscientemente irse sin mí; que me habían convertido en una complicación a esquivar. Les pedí que se fueran. Lo dije sin gritar, con la paz de quien ha puesto por fin un cerrojo. Cerré la puerta, apoyé la espalda y respiré.

En el taxi al aeropuerto, la ciudad se estiraba color plomo. El chofer buscó conversación:

—¿Viaja sola, doña?

—Sí.

—Así se disfruta más —dijo, mirando de reojo por el retrovisor.

No supe si lo decía por experiencia o por intuición, pero asentí. En el mostrador, la agente de la aerolínea tecleó, me pidió pasaporte, sonrió cuando le dijeron sus dedos que yo iba en primera.

—¿Alguna preferencia de asiento?

—Junto a la ventana —respondí—. Quiero ver desde arriba lo que dejé abajo.

Ya sentada, la manta suave sobre las rodillas, me descubrí con un pudor nuevo: el pudor de quien, sin testigos, se concede un lujo. La copa chispeó y, con el primer sorbo, se me aflojó la mandíbula. Miré el mapa de la pantalla, esa línea luminosa que unía dos puntos: Ciudad de México y Barcelona. Una azafata de sonrisa honesta me ofreció más agua. Le dije que sí, diciendo “sí” por mí, no por complacer.

Dormí a ratos. Leí a ratos. Lloré a ratos. No de tristeza. Un llanto antiguo, como si alguien en mí hubiera estado esperando justo esa cabina silenciosa para soltar.

Barcelona me recibió con un sol que parecía menos impaciente que el de mi ciudad. En el hotelito del puerto, al dejar la maleta, el recepcionista me preguntó si necesitaba ayuda con algo. Le pedí un mapa de papel. Caminé por Las Ramblas con paso de recién llegada, miré escultores inmóviles, oí idiomas de turistas, probé un bocadillo que sabía a tomate verdadero. Me senté en una terraza con un café —negro, sin azúcar; descubrí que me gusta así— y miré la gente pasar, sin prisa y sin la necesidad de traducir la experiencia para nadie más.

En la noche, me senté en una mesa pequeña cerca de la Catedral. Una pareja mayor, españoles de modales finos, me vio sola y me invitó a compartir. Dudé dos segundos. Luego dije sí.

—Soy Pilar —dijo ella—; él es Manolo.

—Carmen —respondí.

Hablaron de la ciudad, de viajes viejos, de un hijo que emigró y de una receta de su abuela. Escuché, conté un poco. No hice el cuento de mi tragedia: no hacía falta. Cuando uno se sienta con desconocidos amables, la vida se acomoda en lo sencillo: una anécdota sobre un tren perdido, la foto de un perro, una recomendación de panadería. Al despedirnos, Pilar me rozó el antebrazo y, como quien entrega un secreto de cocina, dijo:

—El amor propio se cocina a fuego lento.

Sonreí. Guardé esa frase en el bolsillo.

A bordo del barco, mi cabina con balcón me supo a territorio. Una cama de sábanas impecables, un escritorio mínimo para poner mi libreta nueva y un ventanal que engullía mar. Durante años he dado instrucciones: “no corras”, “apaga la tv”, “ponte suéter”, “lávate las manos”. Esa primera tarde me di la instrucción más difícil: “siéntate y mira”.

Miré. El mar tampoco tiene prisa: late. Me dormí con ese vaivén.

Las primeras cenas las compartí en una mesa redonda con una familia italiana: una abuela diminuta que reía con el cuerpo entero, un hombre de manos enormes con paciencia de santo, dos adolescentes que masticaban mundo. Me preguntaron si viajaba sola. Les dije que sí. La abuela me guiñó un ojo:

—Brava.

En Marsella, me perdí a propósito por callejones sin nombre en mis mapas. Me regalé un anillo de plata con una piedra turquesa, porque un dedo mío estaba desnudo y merecía fiesta. En Florencia, me quedé media hora embobada frente al nacimiento de Venus y sentí culpa, pero por muy poquito: aprendí a estar en los museos sin tener que ir de prisa, sin “rápido, que cierra”. En Roma, arrojé una moneda a la Fontana de Trevi, no para pedir un deseo, sino para agradecer el que ya se me estaba cumpliendo: haberme elegido.

No todo fue victoria. Una mañana, desayunando en cubierta, me sorprendí dándole vueltas a la foto del aeropuerto: la niña de Roberto con su moño rojo, Diego con su camiseta justa, Esperanza en medio. El impulso antiguo me susurró: “mándales una postal”. Lo dejé pasar como quien deja pasar una golondrina. A veces, renunciar es un acto de amor propio.

El último día del crucero, un joven vendedor de acuarelas me ofreció hacerme un retrato con el Panteón detrás. Dudé por el precio, por hábito. Pidió menos al oír mi acento. Me senté. Posé. Domé con la boca una sonrisa que no fuera de complacencia. Cuando me entregó el papel, me reconocí. Era yo, pero no la de siempre: los ojos abiertos, la barbilla apenas arriba, el pelo recogido con un descuido elegante que aprendí en la peluquería de doña Esperanza, la de la calle Violeta, antes de partir. Detrás, el joven me escribió “A Carmen, que aprendió a mirarse”. Le di las gracias en un italiano de pacotilla. Al guardarlo en el tubo, me temblaron un poquito las manos.

En el avión de regreso, abrí mi libreta y empecé a listar cosas que me gustan a mí. Parecía una tarea sin sentido y resultó un inventario de la vida: el café solo viendo el horizonte, los libros con finales abiertos, las caminatas lentas, los vestidos con color, el jazz suave en la tarde, el olor a la bugambilia cuando cae el sol sobre las chinampas, el pan con mantequilla sin pedir permiso a la nutrición. Llené tres páginas. En la última escribí algo que me asustó y me liberó: “No extrañé a nadie”. Lo subrayé. Me perdoné.

Aterrizamos. La fila para migración fue menos pesada que otras veces. Al agente, cuando me preguntó motivo del viaje, le dije “placer”, y me supo a fruta madura. Afuera, tomé un taxi con calma. Me bajé en la esquina de siempre, saludé a la señora de las flores (“ándele, maestra, se ve distinta”), enfilé hacia mi puerta con la maleta que rodaba dócil. La casa olía a polvo amable. En la sala, el espejo me regresó una mujer a quien reconocí con gusto: yo, recién pulida.

Brindé con el vino que traje del duty free, le di una vuelta a la casa, abrí apenas las cortinas, dejé la maleta cerrada un rato —aprendí que no todo se atiende de inmediato— y me senté a escribirle una carta a Aurelio. Le conté todo, sin drama ni lamento, como quien actualiza a un amigo querido: “Amor, me subí a un barco sin nadie y me bajé con alguien: conmigo”.

Han pasado seis meses desde aquel viaje. Las bugambilias del patio agarraron fuerza y trepan el muro con un descaro que me encanta. Los martes tomo una clase de acuarela en el centro cultural; los domingos, a veces, me pierdo por los mercados de Xochimilco y vuelvo a casa con queso de rancho y pan dulce. Ya no vivo como antes: no estoy siempre disponible, no corro a cada llamado, no me trago los “no” para no hacer ruido.

Roberto fue el primero en tocar la puerta. Llegó una tarde sin escudos. Me pidió perdón, esta vez con nombre y apellido: por decidir sin mí, por restarme, por no verme. Hablamos largo. Me preguntó qué me gusta cenar, qué música oigo cuando pinto, cuándo lloro y por qué. Lo escuché —a él, adulto—, y adentro una parte que creí sin remedio se me desarrugó. No corrí a perdonarlo; acepté su intento y le puse condiciones nuevas: llamadas sin pretexto, invitaciones con mi opinión, visitas que no acaben en préstame por favor. Cumple, a trompicones, pero se nota el esfuerzo. Las niñas ya no me preguntan por wifi lo primero; ahora me dicen “¿qué pintamos hoy, abuela?”. Les enseño a mojar el pincel y a no juzgar el trazo. Ellas me enseñan a reír sin contar.

Con Diego fue distinto. Llegó, se quejó de que ya no era “la de antes”. Le contesté que por fin era yo. Se enojó. A veces el amor tiene que salir a respirar a otra parte. Lo dejo estar. A ratos manda mensajes torpes, como quien tantea el agua con el dedo gordo. Le respondo sin prisa. No todo lo que se rompe pide vuelta atrás.

Con Esperanza, mi hermana, el camino fue hondo. Vino una mañana con una carta manuscrita, tres hojas de su puño y letra, reconociendo su miedo, su flojera moral, su falta de lealtad. Lloramos en silencio, como cuando enterramos a nuestros padres. Nos prometimos hablar antes de suponer. Desde entonces, los viernes son nuestros: película barata o caminata sin reloj. La sangre, cuando se elige, se llama familia.

No soy santa. Hay días en que el zarpazo de la costumbre me visita a media tarde: “manda un mensajito, diles que hiciste galletas, invítalos”. A veces invito. Otras, guardo las galletas para mí y las vecinas. Lupita, la de las gorditas, se ha vuelto mi confidente de esquina: me regala historias y yo le cambio libros. Hace un mes me animé a ir sola al teatro; el asiento de al lado quedó vacío, y no sentí que faltara nada.

La maestra que fui se niega a jubilarse del todo. Dos veces por semana voy al centro de alfabetización para adultas. Les enseño a leer a mujeres de manos fuertes y paciencia infinita. Cuando una de ellas logró juntar “ma” y “pa”, y leyó “mapa”, se le iluminó la cara como a mis alumnos de hace treinta años. Me abrazó. Le dije al oído algo que también me dije a mí: “Nunca es tarde”.

En la pared frente al comedor colgué el retrato que me hicieron en Roma. No porque el trazo sea perfecto, sino porque me recuerda una certeza: una mujer puede nacer a los sesenta y siete si encuentra la manera de decirse “sí”. Debajo puse una repisa estrecha con recuerdos del viaje: la entrada a un museo, un posavasos de un café donde me miré a los ojos, una servilleta con la frase de Pilar.

El dinero —esa piedra siempre a punto de caerte en el zapato— también cambió de sitio. Dejé de ser banco. A quien viene a pedirme, le ofrezco café y conversación; a veces presto, casi siempre no. Si presto, pongo fecha y papelito; he aprendido que el amor se cuida con límites. Conmigo, en cambio, gasto sin culpa en flores, en libros, en una blusa turquesa que me hace los hombros más vivos. Soy austera por hábito, pero no me niego lo que me hace sonreír de inmediato. Es mi pequeño pacto con la Carmen que se pasó la vida guardando para después.

Cada tanto me llega un recuerdo afilado: aquella foto en el aeropuerto. Ya no me punza. Es apenas un recordatorio de una frontera que no quiero volver a cruzar a ciegas. No me definió; me empujó.

El otro día, Roberto me invitó a comer. Me pasó a buscar y, ya en el coche, preguntó adónde quería ir. Dije el nombre de un restaurante de cocina oaxaqueña donde sirven un mole negro que yo soñaba desde joven. Mientras esperábamos la comida, vino el tema del viaje, inevitable. Él, mirándome como si me viera por fin, dijo:

—Ma, cuando usted canceló todo, yo sentí que me arrancaban algo. Hoy entiendo que lo que me arrancaron fue la costumbre. Qué bueno.

Le apreté la mano. No dije “te perdono”. Dije “gracias por entenderlo”.

Hay una imagen con la que me gusta jugar: yo, en la cabina, con la manta en las rodillas, mirando la noche y el mar; de pronto, la azafata pregunta si quiero algo más. Lo que pedí entonces no venía en el menú: me pedí a mí. La carta tardó décadas en llegar a la cocina, pero ese día me la sirvieron caliente.

No sé si la felicidad sea un estado; sospecho que es un oficio. Requiere práctica. Me equivoco, retrocedo, me doy chance. Algunas mañanas me despierto con miedo al silencio; hago café, riego las bugambilias, pongo un vinilo viejo de Los Panchos y recuerdo que estar sola no es estar desierta. Otras, me sorprendo charlando con desconocidas en la fila de la panadería y me siento menos extraña en el mundo. Hay días de fiesta íntima —estrenar libreta, aprender un verde nuevo con el pincel, bordar un mantel heredado— que me dejan el alma redonda como una piedra de río.

A veces me preguntan si volvería a pagar un viaje para todos. Contesto que quizá sí… si todos lo pagamos juntos. O si yo invito, que nadie olvide preguntarme si quiero ir. Ya no se trata de dinero, sino de respeto: una palabra que en mi casa nueva no se pronuncia en voz baja.

La carta que escribí antes del crucero —aquella donde agradecía y prometía risas— sigue en su sobre. No la tiré. La leo de vez en cuando y me veo entonces con ternura: una mujer que todavía creía que bastaba con organizarlo todo para que el amor se apareciera puntual. La guardo porque es un testigo: la Carmen que fue me trajo hasta aquí, a la Carmen que se sienta en la orilla de la cama a ponerse los zapatos despacio, sin apuro por salir corriendo a resolver el día de nadie más.

He empezado a planear un viaje a Perú. Sola, sí. Quiero ver Machu Picchu con estos ojos míos que aprendieron a mirar mis pasos. Tal vez vuelva con una libreta llena de palabras nuevas y una bolsa con hojas secas de eucalipto. Tal vez haga amistad con una pareja mayor que me preste otra frase para guardar en el bolsillo. Tal vez me pierda y me encuentre de nuevo, como si fuese el juego preferido de mi edad.

Mientras tanto, aquí, en mi casita de Xochimilco, el sol de la tarde dora la mesa donde pinto. Prendo una velita para Aurelio, que debe estar riéndose de verme tan terca en vivir al fin lo mío. Enciendo el celular. Hay mensajes. Dos de Roberto; uno de Diego, que dice: “Ma, ¿podemos hablar mañana?”. Respiro hondo. Pienso en la mujer que abordó sola, en primera clase, con miedo y con ganas. Pienso en la que bajó con otra piel. Sonrío. Pongo el celular boca abajo y mojo el pincel.

No sé qué voy a contestar mañana. Hoy, en cambio, tengo bien claro qué quiero pintar: una mujer en cubierta, de espaldas, con el pelo recogido y la mirada puesta en el horizonte. No es la foto de ningún álbum familiar. Es un autorretrato.

Y sí: pagué el viaje familiar, me dejaron fuera y cancelé. Pero lo más importante no fue la cancelación, ni siquiera la venganza dulce de la primera clase. Lo importante fue que, por primera vez, elegí no quedarme en tierra. Elegí abordarme. Y llegué.