El salón Chapultepec del Hotel San Regis se iluminaba con un brillo propio de los eventos más exclusivos de la Ciudad de México.

La élite de la sociedad se congregaba en una gala benéfica en favor de los niños con cáncer, un evento que prometía ser memorable.

Entre los invitados, destacaba la imponente presencia de Julio César Chávez, el legendario boxeador, quien entró al recinto con la misma seguridad que solía demostrar en el ring. Vestido con un traje negro de Armani, su aura de humildad contrastaba con el lujo del evento.

Sin embargo, la tranquilidad del evento se vio interrumpida por Ricardo Meneses, un mordaz columnista de El Universal, conocido por sus comentarios críticos y sin filtro.

Desde su mesa, con una copa de champagne en la mano, lanzó un comentario lleno de sarcasmo que se escuchó en todo el salón: “Señoras y señores, no les parece fascinante cómo cambian los tiempos. Aquí tenemos al gran campeón mexicano, pretendiendo ser un santo en una gala de caridad”.

El silencio invadió el lugar. Los invitados que segundos antes disfrutaban de la velada, ahora contenían la respiración, anticipando la respuesta de Chávez. Doña Lupita, la organizadora principal del evento, observaba con preocupación la escena mientras jugueteaba nerviosamente con un rosario en su bolso.

Meneses, disfrutando del impacto de sus palabras, continuó con su ataque verbal: “¿Cuántos golpes hay que recibir para pasar de ser el terror de los rings a un alma caritativa? ¿O es que las contusiones cerebrales finalmente están haciendo efecto?”.

El comentario fue recibido con murmullos de incredulidad y miradas de incomodidad. La socialité Carmen Álvarez se abanicaba frenéticamente, mientras el doctor Ramírez, director del programa oncológico del hospital infantil, apretaba con fuerza su servilleta, reflejando su indignación.

Pero Julio César Chávez, fiel a su temple, permaneció inmóvil. Sus ojos fijos en Meneses, sus manos descansando sobre la mesa, su rostro imperturbable. Era un hombre acostumbrado a los golpes, pero sabía que los más duros no siempre venían con los puños. El salón entero contuvo el aliento esperando su respuesta.

Con un movimiento pausado, Chávez deslizó su silla hacia atrás. El sonido resonó en la sala como una campana de inicio en un combate. El campeón se puso de pie y, con su característico aplomo, se dirigió hacia Meneses. ¿Qué pasaría ahora? ¿Respondería con palabras o con la fuerza que lo hizo una leyenda?

El desenlace de aquel momento quedaría grabado en la memoria de todos los presentes, porque lo que ocurrió a continuación demostró que, dentro y fuera del ring, Julio César Chávez seguía siendo un campeón.