Cuando fingir por un instante se convierte en amar para siempre

Camila jamás pensó que un impulso desesperado pudiera cambiar el rumbo de su vida. Aquella mañana, mientras alisaba la tela barata de su blusa frente al reflejo de la puerta de cristal del café, solo quería pasar inadvertida, encontrarse con su amiga, y no pensar en el pasado que la perseguía como un eco amargo.

Pero la vida, caprichosa como siempre, tenía otros planes.

Justo cuando su mano tocaba el picaporte de la entrada, lo vio. Julián. Su ex. El hombre que la había hecho sentir pequeña durante años, que le robó risas, tiempo y hasta la seguridad de mirarse al espejo sin dudar. Y ahí venía, caminando con esa arrogancia que aún la hería. No podía permitir que la viera sola, débil, vulnerable.

Miró a su alrededor con el corazón en un puño.

Y entonces lo vio a él.

Alto, con un traje que hablaba de elegancia sin esfuerzo, el cabello oscuro perfectamente peinado, y una expresión ausente mientras revisaba su teléfono. Era el tipo de hombre que una como Camila no se atrevía ni a mirar dos veces.

Pero no tenía tiempo para pensar.

Cruzó la calle, lo interceptó con un susurro urgente.

—Disculpa… necesito pedirte un favor. Es urgente.

El desconocido la miró, sus ojos claros se posaron en ella como si intentara adivinar su historia con una sola mirada.

—¿Perdón? —preguntó ladeando la cabeza.

Camila tragó saliva.

—Mi ex está por entrar ahí. Si me ve sola… será insoportable. Solo necesito que finjas ser mi novio. Unos minutos.

El hombre soltó una risa baja, divertida.

—¿Y qué gano yo? —dijo, jugueteando con su corbata.

—Te invito un café… lo que sea, solo… por favor.

En ese momento, la puerta del café se abrió.

Y Julián apareció.

Camila sintió cómo el estómago se le contraía. El desconocido suspiró como si se rindiera al juego, se inclinó sobre ella y susurró:

—Si vamos a mentir… que sea creíble.

Y antes de que pudiera responder, la tomó por la cintura y la besó.

Un beso que la desarmó. No era torpe, ni forzado, ni superficial. Era un beso firme, tibio, lleno de intención. Tanto que durante unos segundos, Camila olvidó por qué estaba ahí.

Cuando se separaron, Julián los miraba, perplejo.

—¿Qué demonios es esto? —espetó él.

—Leonardo —dijo el desconocido, ofreciéndole la mano con una sonrisa cargada de descaro—. El novio de Camila.

Camila, paralizada por dentro, simplemente asintió.

—Sí… mi novio.

Julián soltó una risa sarcástica.

—Tanto te costaba admitir que no puedes estar sola.

Leonardo no soltó a Camila. Le apretó la cintura con ternura.

—Lo que cuesta es encontrar a alguien que la merezca.

El silencio fue espeso. En el fondo, el murmullo del café, el bufido de la máquina de espresso, y las cucharitas tintineando en tazas, se mezclaban con el latido furioso en el pecho de Camila.

—¿Quién es este tipo, Camila? —espetó Julián—. ¿Podemos hablar a solas?

—Me temo que no —intervino Leonardo con una sonrisa tranquila—. Tenemos una cita pendiente… ¿verdad, amor?

Le dio un beso fugaz en la sien. Camila sintió cómo sus piernas temblaban, pero logró asentir.

—Sí. Mucho de qué hablar. Julián… deberías irte.

Él los miró de arriba abajo buscando algo que atacar, pero Leonardo era pura calma.

—Que tengas buen día —dijo Julián al fin, antes de salir furioso.

Camila se desplomó en la silla. Leonardo se sentó frente a ella, como si nada hubiera pasado.

—Bueno, señorita desconocida —dijo divertido—. ¿Y ahora qué hacemos?

Ella lo miró, aún atónita.

—No puedo creer que hiciste eso… me besaste.

—Lo pedías a gritos.

Camila rió por primera vez en semanas.

Leonardo le guiñó un ojo.

—Te invito un café —dijo ella, resignada—. Es lo mínimo que puedo hacer.

—Acepto —respondió él, acercándose un poco—. Pero la próxima vez que quiera un beso… que no sea fingido.

La tarde avanzó como si hubieran caído en un universo paralelo. Caminaron por el centro de la ciudad, comieron helado en una banca de parque, y hasta rieron cuando una paloma espantó a Camila, haciéndola caer sobre el césped húmedo con el helado estampado en su blusa.

Leonardo se rió como si fuera lo más divertido del mundo.

—Eres un desastre —le dijo, ayudándola a levantarse.

—Y tú eres un entrometido encantador.

Sus manos quedaron enlazadas. Ninguno de los dos las soltó.

—Ahora sí parecemos pareja —susurró él.

Camila sintió una punzada de miedo. Porque, de alguna forma, aquello empezaba a sentirse real.

Y lo que más le aterraba… es que le gustaba.

Esa noche, Leonardo la llevó a cenar a un restaurante que parecía sacado de una película. Camila, con su ropa sencilla, se sintió fuera de lugar.

—Esto es demasiado —susurró.

—Tranquila —respondió él rozándole la mano—. Conmigo estás bien.

Pidió la cena sin consultarle el menú. Camila levantó una ceja.

—¿Siempre decides por las mujeres?

—Solo contigo.

Durante la cena, entre risas, confesiones, y miradas que se alargaban más de lo prudente, Leonardo preguntó:

—¿Qué sueñas hacer, Camila?

Ella se sorprendió. Nadie le preguntaba eso.

—Un café —respondió—. Un lugar mío. Donde la gente venga a charlar, a reírse, a sentirse bien.

Leonardo asintió.

—Me gusta. Lo veo. Un café con tu nombre en la puerta.

Camila sintió que algo dentro de ella florecía.

—¿Y tú qué sueñas? —le preguntó, devolviéndole la pregunta.

Él giró la copa de vino entre los dedos.

—Ver feliz a alguien —dijo al fin, mirándola—. A ti.

Al dejarla frente a su edificio, Camila lo miró con una mezcla de emoción y confusión.

—No tienes que seguir fingiendo —le dijo.

Leonardo la rodeó con un brazo.

—No todo es fingido, Camila.

Y entonces, justo cuando estaban a punto de besarse otra vez, la voz del portero los interrumpió.

Camila entró a su edificio con los girasoles que él le había regalado, sabiendo que ya nada sería igual.

Leonardo se quedó afuera, mirando la puerta cerrada. Sacó su celular y murmuró:

—Todo sigue como planeamos.

Al día siguiente, Camila intentó convencer a su corazón de que todo había sido una farsa. Pero entonces llegaron los mensajes.

Buenos días, novia provisional. Hoy sigue nuestra farsa. Almuerzo contigo. No acepto un no.

Y ella, sin saber cómo, volvió a sonreír.

Volvieron a verse. Y a reír. Y a sentir. Y cada encuentro era más difícil de fingir.

Hasta que, en una noche inesperada, Leonardo la llevó a una gran casa iluminada. No un restaurante. No un parque. No un café.

—Mi casa —dijo él.

Camila lo miró, atónita.

—¿Tu casa?

Leonardo asintió, tomando sus manos.

—Quiero que escuches todo antes de enojarte.

Y entonces, la verdad cayó como un relámpago.

Leonardo no era un simple desconocido. No era solo un hombre elegante. Era millonario. De familia poderosa. Dueño de empresas. Alguien con un mundo completamente diferente al de Camila.

—Me gustaste desde el primer segundo —dijo—. Pero necesitaba saber que eras real. Que no te acercabas por lo que tengo.

Camila sintió que le faltaba el aire.

—¿Me pusiste a prueba?

—No. Solo quería conocerte sin filtros. Sin máscaras.

—Entonces todo fue mentira.

—No. Fue lo más verdadero que he vivido en años.

Camila lo miró con los ojos húmedos. El corazón en la garganta.

—Eres imposible.

—Y tú… me encantas así.

Y entonces, sin interrupciones, se besaron.

Y ya no fue un juego.

Ni una mentira.

Ni una farsa.

Fue real.

Días después, frente a su pequeño florero con girasoles, Camila entendió que a veces las historias más hermosas comienzan con una mentira desesperada. Pero si se cuidan, si se alimentan con risas sinceras y miradas sin miedo, esas mentiras pueden convertirse en las verdades más dulces.

Y mientras Leonardo la abrazaba una vez más, en medio del bullicio de una ciudad que nunca se detiene, ella ya no necesitaba fingir.

Porque el amor… ya era real.