En las bulliciosas calles de Barcelona, donde los sonidos de la ciudad se mezclan en un caos armónico, un acorde roto cortó el aire como un grito desgarrador.

No era una melodía cualquiera, era un llamado de auxilio disfrazado de música. Entre la multitud, el campeón de boxeo, Saúl “Canelo” Álvarez, se detuvo en seco. Su mirada buscó el origen de aquella música fracturada y lo encontró: un joven encorvado contra un muro, sosteniendo con desesperación una guitarra astillada.

Las cuerdas del instrumento estaban sucias y marcadas con sangre. Sus dedos heridos seguían arrancando notas, como si cada una contuviera un eco de su historia.

Pegada al cuerpo de la guitarra, una fotografía partida en dos mostraba a una mujer con ojos desafiantes. Algo en aquella imagen despertó una inquietud profunda en Canelo.

Antes de que pudiera acercarse, el joven desapareció entre la multitud, dejando atrás un eco disonante y un temblor leve en la mano izquierda del boxeador, la misma que había soportado incontables combates. Aquella noche, Canelo no pudo dormir. El sonido de la guitarra y la mirada del muchacho lo atormentaban.

Al día siguiente, regresó al mismo lugar y preguntó a vendedores y transeúntes, pero nadie parecía conocer al joven. Sin embargo, la casualidad quiso que lo encontrara de nuevo, al caer la noche, en un callejón angosto. Esta vez, Canelo no dejó escapar la oportunidad.

“Te estaba buscando”, dijo con un tono entre alivio y urgencia. El chico lo miró con recelo. “¿Por qué?”, preguntó con cansancio.

Canelo, con las manos en alto, respondió: “La forma en que tocas… no es solo música, es un código de supervivencia”.

El joven se encogió de hombros y siguió afinando su guitarra destrozada. Canelo dejó un billete cerca de él, pero el chico lo devolvió de inmediato. “Un techo se extraña, sí, pero no más que la dignidad”, murmuró.

La mirada del boxeador se posó en la fotografía en la guitarra. “¿Quién es ella?”, preguntó.

El joven pasó el pulgar sobre la grieta que partía el rostro de la mujer. “A veces, las cuerdas suenan como su risa”, susurró. Luego, sin decir más, desapareció una vez más.

Decidido a hacer algo, Canelo contactó a un refugio local que ayudaba a jóvenes en situación de calle. Pasó varios días buscándolo hasta que, finalmente, lo encontró en un parque, rodeado de otros jóvenes junto a una hoguera. “Tengo un lugar donde podrías quedarte”, le dijo sin rodeos. “No es caridad, es un refugio”.

El chico dudó, pero finalmente aceptó. En el refugio, al llenar un formulario de ingreso, dejó en blanco casi todas las casillas. Cuando escribió su nombre, presionó el bolígrafo con tanta fuerza que dejó una marca en el papel. “Mateo”, dijo. Quizá era su nombre real o quizá solo una identidad improvisada, pero a Canelo le bastó.

Esa noche, Mateo durmió bajo techo por primera vez en mucho tiempo. Pero la tranquilidad duró poco. Un policía irrumpió en el refugio buscando a un sospechoso de robo. Aunque no era Mateo, el joven sintió el corazón en la garganta. Su realidad seguía siendo frágil, como las cuerdas de su guitarra.

Cuando Canelo regresó al día siguiente, encontró a Mateo reparando una cuerda rota. “¿Dormiste?”, preguntó.

“No mucho, pero al menos no llovió sobre mí”, respondió el joven con ironía.

El boxeador se fijó en la fotografía de la guitarra y recordó las palabras de Mateo la noche anterior. “A veces, las cuerdas suenan como su risa”. Decidido a ayudar, le propuso algo más. “Tengo un amigo que es productor musical. Quizá pueda…”.

Mateo levantó la vista, sus dedos acariciaron las cuerdas y, por primera vez en mucho tiempo, una chispa de esperanza cruzó su mirada.