La tarde caía sobre la ciudad con un cielo turbio y cansado. Desde el ventanal de su despacho, Alejandro contemplaba las luces de los coches encendiéndose poco a poco, como luciérnagas atrapadas en un enjambre metálico. Tenía en la mano un contrato que debía revisar, pero la vista se le nublaba cada vez que pensaba en Mateo, su hijo de seis años, postrado en la cama del piso de arriba. El niño que hasta hacía pocos meses corría por el jardín, riendo a carcajadas mientras perseguía a su perro, ahora apenas podía mover los brazos.

El diagnóstico médico era vago, casi evasivo: una posible lesión neurológica, un cuadro extraño, sin explicación clara. Nadie sabía qué le pasaba realmente. Los exámenes no mostraban fracturas, tumores ni infecciones. Simplemente, el pequeño había dejado de caminar. Y con cada semana que pasaba, parecía apagarse un poco más.

Alejandro, hombre de negocios acostumbrado a resolver cualquier obstáculo con dinero, contactos o pura voluntad, se encontraba por primera vez frente a un enemigo invisible. Podía comprar hospitales enteros, contratar a los mejores especialistas, pero nada devolvía la movilidad a las piernas de su hijo.

Y entonces, esa tarde, la voz de un niño irrumpió en su despacho como un trueno:

Tu novia no deja que tu hijo camine.

El contrato se le cayó de las manos. Levantó la cabeza de golpe y allí estaba Diego, el hijo de la empleada doméstica, un niño flaco, de mirada inquieta, apretando entre las manos una gorra vieja.

—¿Qué dijiste? —preguntó Alejandro, incrédulo.

Diego tragó saliva y dio un paso adelante.

—Lo vi, señor. La señorita Camila… le da cosas raras a Mateo. Las mezcla en sus jugos, en su sopa. Y no lo deja mover las piernas. Cuando él intenta levantarse, lo empuja otra vez hacia la cama.

El silencio se volvió insoportable. El tic tac del reloj de pared resonaba con una claridad hiriente. Alejandro lo miró fijo, intentando leer en su rostro si había invención o travesura. Pero lo que vio fue miedo.

—Eso que me dices es muy grave, Diego.

—Lo sé, señor… pero es verdad. Yo estaba con Mateo el otro día, quería mostrarle un dibujo, y vi cómo ella sacaba un frasquito y vertía algo en el jugo. Mateo me miró con cara rara, como si no quisiera beberlo. Pero ella le dijo que si no lo tomaba, se pondría peor.

Alejandro sintió un escalofrío. Recordó la imagen de su hijo, hace apenas unos meses, corriendo descalzo por el césped. Ahora estaba pálido, débil, casi apagado. ¿Y si todo era producto de algo administrado a escondidas? ¿Y si aquella enfermedad no existía realmente?

Se levantó lentamente de la silla.

—¿Dónde está Camila ahora?

—En la habitación de Mateo —susurró Diego, bajando la voz—. Pero… si ella sabe que yo le conté, se pondrá furiosa.

Alejandro asintió y lo despidió con un gesto. El niño salió corriendo, mientras él permanecía un instante de pie, procesando lo que acababa de escuchar.

Camila, su novia desde hacía más de un año, había llegado a su vida en un momento de soledad. Era guapa, elegante, con un aire dulce que parecía comprenderlo en todo. Desde el primer día se había mostrado devota con Mateo, ofreciéndose a cuidarlo cuando la enfermedad misteriosa lo dejó en cama. Ante todos parecía un ángel: atenta, cariñosa, siempre sonriendo. Pero ahora, con la revelación de Diego, esa imagen se tambaleaba.

Alejandro caminó hasta el pasillo y desde allí miró hacia la habitación de su hijo. La puerta estaba entreabierta. Pudo ver un destello metálico en la mano de Camila antes de que lo escondiera. Su corazón latió con fuerza. Retrocedió de inmediato y volvió a su despacho, conteniendo el impulso de irrumpir y exigir explicaciones.

Sabía que un paso en falso podía ser fatal. Si ella realmente estaba haciendo daño a Mateo, no debía alertarla todavía.

Aquella noche Alejandro no durmió. Se quedó tendido en la cama, con los ojos fijos en el techo, escuchando el eco de las palabras de Diego: “Tu novia no deja que tu hijo camine.” Cada vez que cerraba los ojos, veía a su hijo rechazando un vaso de jugo, y a Camila insistiendo con una sonrisa forzada.

Decidió que no la enfrentaría de inmediato. Necesitaba pruebas, certezas. Si actuaba precipitadamente, ella podría destruir cualquier evidencia o, peor aún, redoblar el daño contra su hijo.

Al amanecer, bajó a la cocina. Escuchó el andar suave de Camila en el piso de arriba. Su voz melosa acariciaba el aire:

—Buenos días, mi amor. Es hora de tu terapia.

Alejandro subió en silencio y se asomó al umbral. Vio a Mateo sentado en la cama. Camila le daba de comer con una cuchara, sonriendo. Parecía una escena tierna… pero había algo inquietante. Cada vez que Mateo intentaba incorporarse un poco más, ella lo empujaba suavemente hacia atrás.

—No, no, cariño. No te esfuerces. Puedes lastimarte más —susurraba.

Alejandro frunció el ceño. Los médicos jamás le habían dicho que el movimiento empeoraría su condición. ¿Por qué ella repetía esa idea?

Cuando Camila salió a atender una llamada, él se acercó a su hijo.

—¿Te duele cuando intentas mover las piernas?

Mateo negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué…? —empezó a preguntar, pero el sonido de pasos lo interrumpió. Camila regresaba, con la sonrisa de siempre.

Los días siguientes Alejandro decidió espiar. Desde la biblioteca, a través del reflejo de un ventanal, veía a Camila entrar y salir del cuarto de Mateo. Una vez la escuchó hablar por teléfono, con un tono mucho más áspero del que usaba con ellos. Alcanzó a oír frases sueltas: “la dosis… no ha mostrado resistencia… mantendré el mismo nivel.”

El corazón se le heló.

Una tarde, aprovechando que Camila salió al mercado, Alejandro se atrevió a entrar en el cuarto de terapia que ella había acondicionado en la mansión. Lo que encontró confirmó sus peores sospechas: estanterías llenas de frascos sin etiqueta, líquidos extraños, polvos finos. En un cajón había facturas de una clínica veterinaria: compras de relajantes musculares y analgésicos para animales.

Las fechas coincidían exactamente con el inicio de la enfermedad de Mateo.

Abrió unos cuadernos y halló registros detallados: fechas, dosis, observaciones como “respuesta lenta”, “rechaza líquido”, “aumento gradual”. Era un diario meticuloso de intoxicación.

Un ruido detrás lo hizo girar. Diego estaba en la puerta, con los ojos muy abiertos.

—Señor… yo la he visto usar esas cosas.

Alejandro lo miró fijo.

—¿Qué quieres decir?

—Que se las pone a Mateo en la comida y en el jugo. Lo hace cuando usted no está.

El hombre sintió un nudo en el estómago. Cada palabra encajaba en un rompecabezas aterrador.

Esa misma semana llamó a la doctora Valeria Ramírez, pediatra de confianza que no veía a Mateo desde que Camila tomó control del tratamiento. Le pidió una visita discreta. Valeria examinó al niño y al salir al pasillo le dijo en voz baja:

—Alejandro, aquí hay signos de intoxicación crónica. No parece una enfermedad neurológica. Esto es inducido, y lleva semanas.

El mundo se le vino abajo.

Desde entonces todo se convirtió en un juego peligroso de apariencias. Camila, quizá sospechando algo, se volvió más posesiva: no dejaba que nadie más cuidara a Mateo, controlaba al personal de la casa, vigilaba cada movimiento. Alejandro, por su parte, instaló cámaras ocultas con la ayuda de Martín Ruiz, un antiguo jefe de seguridad.

Las grabaciones no tardaron en mostrar la verdad: Camila vertía líquidos transparentes en la comida, hablaba por teléfono con alguien dando reportes de dosis. Todo quedó registrado.

La trampa final se montó con precisión quirúrgica. Alejandro fingió un viaje de negocios. Valeria y Martín permanecieron ocultos dentro y fuera de la casa. Cuando Camila creyó que estaba sola, preparó una sopa y sacó el frasco con la sustancia. En el momento en que la vertía en el plato, los agentes irrumpieron.

Camila intentó mantener la calma, pero al verse rodeada dejó caer la máscara. Su rostro se endureció y sus palabras fueron una amenaza:

—Crees que ganaste… pero esto no termina aquí. Yo no soy la única.

Fue arrestada de inmediato.

Esa noche, Alejandro se quedó junto a la cama de Mateo. El niño dormía, exhausto pero libre de nuevas dosis. Valeria le aseguró que, con el tiempo, su cuerpo podría recuperarse. La rehabilitación sería larga, pero había esperanza.

Diego se asomó tímidamente a la puerta.

—¿Ya está a salvo, señor?

Alejandro lo miró con gratitud.

—Gracias a ti, Diego. Tú tuviste el valor de decir la verdad cuando nadie más se atrevía.

El niño sonrió, por primera vez sin miedo.

Afuera, el viento golpeaba los ventanales de la mansión. Alejandro sabía que la amenaza aún no había terminado. Las palabras de Camila resonaban en su cabeza: “No soy la única.” Había algo más grande detrás, una red oscura que aún desconocía.

Pero esa noche, al ver a su hijo dormir tranquilo, juró que no volvería a permitir que nadie intentara robarle la vida.

Porque un padre que descubre la traición bajo su propio techo ya no se detiene ante nada.

Y Alejandro estaba dispuesto a llegar hasta el final.