Tengo sesenta años. Y por primera vez en mi vida, siento que ya no existo: ni para mis hijos, ni para mis nietos, ni para mi exmarido, ni siquiera para el mundo.
Bueno, físicamente estoy aquí. Camino por las calles, voy a la farmacia, compro pan, barro el patio debajo de la ventana de mi apartamento. Pero por dentro, hay un vacío que crece cada mañana, ahora que ya no tengo que correr al trabajo. Ahora que nadie me llama para preguntarme: “Mamá, ¿cómo estás?”
Vivo sola. Desde hace mucho tiempo. Mis hijos ya son adultos, tienen sus propias familias y viven en otras ciudades: mi hijo en Barcelona, mi hija en Sevilla. Mis nietos están creciendo y apenas los conozco. No los veo ir a la escuela, no les tejo bufandas, no les cuento cuentos antes de dormir. Nunca me han invitado a visitarlos. Ni una sola vez.
Una vez le pregunté a mi hija:
— ¿Por qué no quieres que vaya? Podría ayudarles con los niños…
Y ella me respondió, con voz serena pero fría:
— Mamá, ya lo sabes… A mi esposo no le caes bien. Siempre te metes en todo, y además tienes tu manera de ser…
Eso me hirió profundamente. Me hizo sentir avergonzada, enojada y dolida. Yo no quería imponerme, solo quería estar cerca. Pero la respuesta fue clara: “No te queremos aquí.” Ni hijos, ni nietos. Como si me hubieran borrado. Hasta mi exmarido, que vive en una ciudad cercana, nunca encuentra tiempo para verme. Una vez al año, un mensaje seco de Navidad. Como si fuera un favor.
Cuando me jubilé, pensé: finalmente, tiempo para mí. Empezaré a tejer, saldré a caminar por las mañanas, haré ese curso de pintura que siempre soñé. Pero en lugar de alegría, llegó la ansiedad.
Primero aparecieron los síntomas extraños: palpitaciones, mareos, un miedo profundo a morir. Fui de médico en médico. Me hicieron análisis, electrocardiogramas, resonancias magnéticas… Todo normal. Hasta que un doctor me dijo:
— Señora, esto es emocional. Necesita hablar con alguien, socializar. Está muy sola.
Y eso fue peor que cualquier diagnóstico. Porque no existe una pastilla que cure la soledad.
A veces voy al supermercado solo para oír la voz de la cajera. Otras veces me siento en un banco del parque con un libro fingiendo leer, con la esperanza de que alguien se acerque. Pero la gente siempre tiene prisa. Todos van a algún lugar. Y yo… simplemente existo. Respiro. Recuerdo.
¿Qué hice mal? ¿Por qué mi familia se alejó? Yo los crié sola. Su padre se fue pronto. Trabajé turnos dobles, cociné, planché sus uniformes, los cuidé cuando estaban enfermos. No bebía, no salía. Les di todo.
Y ahora… soy un estorbo.
¿Fui demasiado estricta? ¿Demasiado controladora? Solo quería lo mejor para ellos. Que fueran buenas personas, responsables. Los alejé de malas influencias. Y al final, me quedé sin nadie.
No busco lástima. Solo quiero entender: ¿fui una madre tan mala? ¿O es simplemente el ritmo de la vida moderna —hipotecas, actividades extracurriculares, carreras— donde ya no hay lugar para una anciana?
Algunos me dicen:
— Busca un compañero. Regístrate en internet.
Pero no puedo. Desconfío. Después de tantos años sola, ya no tengo fuerzas para abrirme, para enamorarme, para dejar entrar a un desconocido en mi vida. Y mi salud ya no es la misma.
Tampoco puedo volver a trabajar. Antes, al menos, existía el equipo: las charlas, las risas. Ahora, solo hay silencio. Un silencio tan denso que a veces enciendo la televisión solo para escuchar voces.
A veces pienso: si desapareciera, ¿alguien lo notaría? Ni mis hijos, ni mi exmarido, ni el vecino del tercer piso. Y ese pensamiento me ahoga de miedo.
Pero entonces, respiro hondo. Me levanto, preparo un té en la cocina y me digo a mí misma: quizás mañana sea mejor. Quizás alguien se acuerde. Una llamada. Una carta. Quizás aún sirva para algo.
Mientras haya esperanza, seguiré viva.
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