Evelyn Carter. La única mujer que luchó por ella, se sacrificó por ella, la crio con solo amor tenaz y largas horas.

El neón zumbaba sobre el restaurante como si tuviera algo que confesar. Afuera, la ciudad dormía bajo un manto de niebla húmeda y silencio nocturno. Adentro, el mundo parecía estar en calma, hasta que la puerta se abrió y lo cambió todo.

Zoe Carter había limpiado ese mostrador miles de veces. Los mismos movimientos, el mismo ritmo. Grasa en el delantal, pies doloridos, ojos vidriosos por las horas de pie. Otra noche de martes, o tal vez miércoles. Al final, todo se confundió.

No levantó la vista cuando sonó la campana.

—Café —dijo una voz grave. Sin saludo. Sin sonrisa. Solo una palabra.

Zoe cogió una taza y se giró, luego se detuvo.

Él no pertenecía allí.

No en este rincón olvidado de la ciudad. No con ese traje elegante y esos ojos más fríos que el invierno. Estaba sentado en la cabina tres, con la espalda recta y las manos juntas. Era el tipo de hombre acostumbrado a que lo escucharan cuando hablaba y a desaparecer cuando no.

Al colocarle la taza, sus miradas se cruzaron por un brevísimo instante. Algo pasó entre ellos. ¿Reconocimiento? No. Algo más inquietante.

Ella se apartó rápidamente, no sin antes notar el destello de un reloj caro, el sutil aroma de algo extraño y raro: dinero, poder, un mundo que ella jamás había tocado. Él no bebió el café. Simplemente miró fijamente la ventana, como si esperara a alguien… o intentara olvidar a alguien.

Pasaron diez minutos.

Metió la mano en el bolsillo, sacó una cartera, y entonces sucedió.

Algo cayó.

Un pequeño rectángulo.

Boca abajo.

Zoe se inclinó para recuperarlo y se quedó paralizada.

No era el dinero ni una tarjeta de visita.

Era una fotografía.

Desgastada. Suave en los bordes.

Y misteriosamente familiar. Le temblaban las manos al darle la vuelta.

No. No, no podía ser…

Pero lo era.

Su madre.

Evelyn Carter. La única mujer que luchó por ella, se sacrificó por ella, la crio con solo amor tenaz y largas horas.

A Zoe se le encogió el pecho; el aire se negaba a llenar sus pulmones.

¿Por qué él, un desconocido, un multimillonario a juzgar por su aspecto, llevaría una foto de su madre?

Ella lo miró fijamente.

Él no se inmutó.

Simplemente extendió la mano y le arrancó la foto de los dedos como si no fuera nada.

—Debes estar equivocada —dijo con calma.

Pero no lo estaba. Conocía esa foto como conocía su propio latido. Solía estar en la estantería de la sala, junto a la radio. Le quitaba el polvo todos los sábados.

La voz de Zoe se quebró.

—¿De dónde sacaste esto?

El hombre no respondió. En cambio, dejó caer un billete de cien dólares junto a su café sin tocar y se levantó.

Mientras él se dirigía a la puerta, ella lo siguió, con el corazón acelerado, mientras las preguntas se amontonaban más altas que el techo del restaurante.

—Por favor, dime. ¿Quién era ella para ti?

Se detuvo un instante, con la mano en la puerta. Luego, con una voz cristalina, dijo:

—Olvídate de esto.

Y desapareció en la noche.

Zoe se quedó paralizada en la puerta, con esa fotografía grabada a fuego en su mente. Las respuestas no estaban allí, pero iba a encontrarlas. Porque lo que sea que este hombre escondiera… Estaba conectado con la única persona que la había amado.

Y no iba a dejarlo ir.

No esta vez…