Iván Serguéyevich era un hombre de sesenta años, con porte aristocrático y ojos grises y fríos. Sostenía con delicadeza la mano de Anna. Su traje caro y su caminar firme revelaban a un hombre acostumbrado a conseguir todo lo que deseaba.
Los padres de Anna no podían ocultar su felicidad al verla al lado de un hombre rico. Su sueño de estabilidad económica finalmente se había cumplido. Después de la ceremonia oficial, comenzó el lujoso banquete de bodas.
Pero Anna apenas podía contener las lágrimas. Sus sonrisas eran vacías, mecánicas. Cada mirada que dirigía a los invitados estaba cargada de tristeza y de una protesta silenciosa. Se sentía como una muñeca en exhibición, un objeto entregado como parte de un acuerdo entre sus padres e Iván.
—Eres hermosa —dijo él en voz baja, notando su expresión ausente—. Espero que podamos llevarnos bien.
Anna no respondió. Su mirada se perdía por la ventana, como si buscara una salida o tratara de alcanzar los sueños que una vez tuvo, ahora borrados por los intereses de otros. Sus deseos habían sido ignorados. Lo único que importaba era el dinero.
Más tarde, ya de noche, cuando los invitados se habían marchado, Anna se quedó sola con su nuevo esposo en la inmensa mansión. El silencio era abrumador. En el dormitorio, él la miró fijamente y, con voz grave, le hizo un pedido que le heló la sangre:
—Quiero que me llames “papá”.
Anna se quedó paralizada. Esas palabras fueron como un golpe en el pecho. Abrió los labios, pero no pudo emitir sonido alguno. Él continuó:
—No porque quiera un juego extraño… sino porque así te imaginé durante todos estos años. Conozco a tus padres desde hace mucho. Te observé crecer a la distancia. Siempre supe que serías mía. Hice acuerdos. Ayudé a tu familia. Y ahora… eres mía.
Anna sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Aquello no era solo un matrimonio por conveniencia, era el desenlace de algo mucho más oscuro y premeditado. Lágrimas silenciosas rodaron por su rostro. Por primera vez, comprendió que no solo había perdido su libertad al casarse: también había perdido su identidad.
Pero esa misma noche, algo despertó dentro de ella. Una fuerza que jamás había sentido. Anna decidió que huiría. No sabía cómo, ni cuándo. Pero tenía claro que su vida no terminaría allí. No se dejaría encadenar por un hombre que la veía como propiedad.
Y con esa fuerza recién descubierta, al amanecer, Anna cruzó los portones de la mansión sin mirar atrás. No sabía qué la esperaba afuera, pero sabía una cosa con certeza:
Por fin era libre para soñar — por ella misma.
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