Chiril se quedó paralizado y su corazón latía con fuerza en su pecho. Todo dentro de él gritaba: «¿Qué diablos hay ahí?» Pero ya no pudo parar más.

Su mano se movió como por sí sola hacia la cremallera del bolso. Nadia tembló, pero ya no resistió. En sus ojos había lágrimas, desesperación y algo más profundo, algo que no podía comprender.

Abrió la bolsa y lo primero que notó fue el olor. Cálido, con notas de leche y un toque de vainilla.

Dentro había una manta de bebé vieja y desgastada, pero cuidadosamente doblada. A su lado había una pequeña botella de agua, un osito de peluche al que le faltaba una oreja… Y en un rincón, un niño pequeño dormía envuelto en una bufanda.

— ¿Eso es… un niño? —susurró Chiril con incredulidad.

Nadia suspiró y puso sus manos sobre su pecho.

—Este es mi hermano pequeño. Tiene un año y dos meses. Yo… yo no podía dejarlo solo en casa.

—¿Pero tus padres?

—Mamá murió el año pasado, papá —incluso antes. Ya no hay nadie allí. Al principio lo dejé solo en casa.

Pero los vecinos comenzaron a llamar a la puerta, amenazando con llamar a la oficina de bienestar juvenil.

Y entonces un día… se quemó la mano mientras yo estaba trabajando. —Se le quebró la voz. —Ya no puedo vivir así.

Chiril guardó silencio. Le dolía el pecho como si alguien le estuviera apretando con fuerza el corazón.

—Me lo llevaré, pero… lo esconderé por miedo a que me eches. ¡Nunca he robado nada! —Se secó bruscamente las lágrimas. —Lo alimento con lo que me compro con mi dinero. Esto… esto es todo lo que tengo en esta bolsa.

El niño se movió y abrió los ojos. Sus grandes ojos grises se parecían a los de ella. Miró a Chiril y sonrió.

La sonrisa de un alma pequeña y pura que aún no sabe lo que significa la crueldad.

Chiril se agachó lentamente junto a la bolsa. Los recuerdos volvieron a él en masa: cómo creció en un hogar, cómo su madre lo crio sola, trabajando en tres empleos. Cómo a veces sólo comían pan con el té porque no podían permitirse nada más.

Se subió lentamente la cremallera de la chaqueta y se puso de pie.

—Ya no tienes que esconderte más —dijo en voz baja. —Te prepararé una pequeña habitación en el sótano. Hace calor allí, hay una cama. Y podéis estar juntos. Sin miedo.

Los ojos de Nadia se llenaron de lágrimas, no de miedo, sino de alivio. Apretó la bolsa contra su pecho con manos temblorosas, no para protegerla, sino para dar gracias.

– Por qué…? —susurró ella.

—Porque sé lo que es no tener a nadie. —Miró al niño pequeño. —Y no quiero que crezca como yo. Eres fuerte Y honesto. Necesito gente como tú a mi lado.

Estaban bajo una linterna en el patio cubierto de nieve del restaurante. A su alrededor todo era silencio, sólo la nieve caía suavemente al suelo. Y en ese silencio, Nadia sintió por primera vez en mucho tiempo que ya no estaba sola.

Pasó un mes.

En el sótano del restaurante se creó una pequeña habitación con juguetes, una alfombra cálida y una cuna.

Nadia siguió trabajando, pero con la cabeza en alto. Y Chiril…parecía haber cambiado. Era más amigable con los empleados y sonreía con más frecuencia.

A veces bajaba con galletas para el pequeño, y el pequeño corría hacia él como si fuera su hermano mayor.

Escuchó las historias de Nadia y pensó: A veces las cosas más valiosas están escondidas en una bolsa de deporte común y corriente.