Durante el tiempo que trabajé como azafata, conocí todo tipo de pasajeros que puedas imaginar. Pero hay una pasajera que nunca olvidaré. Dos años después de nuestro encuentro, ella cambió mi vida de una manera que jamás habría podido prever.

En ese entonces, mi realidad no era fácil. Vivía en un sótano húmedo y pequeño, por el que pagaba 600 dólares al mes — lo único que podía permitirme a los 26 años, después de todo lo que había pasado. La encimera de la cocina servía como mesa, escritorio y lugar de trabajo. Una cama individual ocupaba un rincón, con el marco metálico visible donde las sábanas se soltaban.

 

Miré la pila de facturas sin pagar sobre la mesa plegable. Tomé el teléfono, con los dedos temblando sobre el número de mi madre, por costumbre… hasta que recordé. Habían pasado seis meses desde que ya no tenía a quién llamar.