Mi hijo Paulo apenas llevaba una semana de casado con Mira.

Su boda en Batangas fue sencilla —sin hotel de lujo ni lámparas de cristal— solo nuestra iglesia, sillas de plástico bajo una lona, y ollas humeantes de pancit y kaldereta sobre largas mesas.
Aun así, fue perfecta: risas que hacían temblar las ventanas, lágrimas con sabor a esperanza y promesas dichas con voces firmes y ojos brillantes.

Desde el primer momento, Mira me pareció la nuera ideal.
Dulce, educada y siempre sonriente. Saludaba a todas las tías con las dos manos, llamaba “Tita”, “Tito” o “Nanay” a los mayores, como si los conociera de toda la vida.
Hasta los vecinos más difíciles de complacer no paraban de elogiarla.
—Somos afortunados de tener una nuera tan encantadora —les decía a mis amigas del mercado, con el pecho lleno de orgullo.

Pero apenas unos días después de la boda, algo empezó a inquietarme.

Cada mañana, sin falta, Mira recogía las sábanas, las mantas y las fundas, las lavaba y las tendía al sol.
A veces las cambiaba dos veces al día, como si la cama fuera un altar que debía renovarse constantemente.

Una tarde le pregunté:
—¿Por qué cambias las sábanas todos los días, hija?

Me regaló una sonrisa suave, tan medida que parecía ensayada.
—Soy alérgica al polvo, Nanay. Duermo mejor cuando todo está limpio.

La respuesta sonaba razonable… pero algo en mi pecho se apretó.
Las sábanas eran nuevas, elegidas con cariño para la boda, de algodón fresco y olor a lavanda. Nadie en nuestra familia tenía alergias.
Y sin embargo, ella seguía lavando y lavando, como si combatiera a un enemigo invisible.

Poco a poco, la sospecha echó raíces.
Mira escondía algo.
Yo simplemente no sabía qué.

Una mañana fingí que iba temprano al mercado. Cerré el portón con fuerza para que me oyera salir… y luego volví sigilosamente a la casa.
Cuando escuché a Mira moverse en la cocina, caminé rápido por el pasillo y abrí la puerta de su habitación.

Un olor metálico me golpeó el rostro.
El corazón me dio un vuelco.
Me acerqué a la cama y levanté la sábana.

Casi caí de rodillas.
El colchón, blanco cuando era nuevo, estaba manchado y empapado de sangre.
No era la mancha ligera de una mujer, no… era más oscura, más densa, como si la tristeza misma se hubiera filtrado en el algodón.

Las manos me temblaban mientras abría el cajón del buró.
Adentro había rollos de vendas, una botella de antiséptico y una camiseta cuidadosamente doblada… marcada con sangre seca, color marrón rojizo.
Todo dispuesto con el orden de un secreto doloroso.

Corrí a la cocina, la tomé suavemente del brazo y la llevé de vuelta a la habitación.
—Explícame esto —le dije con la voz quebrada—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué tanta sangre? ¿Por qué me lo ocultas?

Por un momento guardó silencio. Sus labios temblaron, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Y de pronto se derrumbó, apoyando su cabeza en mi hombro, sollozando.

—Nanay… Paulo tiene leucemia en fase avanzada —susurró—. Los doctores dicen que tal vez le quedan solo unos meses. Nos casamos de prisa porque no podía dejarlo. Quería estar con él… aunque fuera por poco tiempo.

Sentí que algo dentro de mí se rompía.
Mi hijo —mi niño alegre, el que corría a alimentar al gato y hacía bromas con los vendedores— había cargado con este monstruo en silencio.
Me había ocultado la verdad para protegerme, como cuando de pequeño escondía las rodillas raspadas para que no me preocupara.

No dormí esa noche.
Me quedé despierta, mirando el techo, escuchando el susurro del viento y el lejano ruido de los triciclos.
Pensé en el dolor que mi hijo debía soportar, en la lucha callada que se libraba en nuestra casa.
Imaginé a Mira cambiando esas sábanas, lavando el miedo con jabón y sol, protegiendo su dignidad con cada pliegue.

Al amanecer me levanté, me até el cabello y fui al mercado.
Compré sábanas nuevas, de algodón suave, gentiles con su piel.
También llevé cloro y palanganas.
Ayudé a Mira a lavar las viejas; nuestras manos se enrojecieron en el agua jabonosa.
Desde ese día, madrugué para estar a su lado, para cuidar a los dos.

Una mañana, mientras estirábamos una sábana limpia sobre el colchón, la abracé.
—Gracias, Mira —le dije—. Por amar a mi hijo. Por quedarte. Por elegirlo, aun sabiendo que lo perderías.
Después de todo…

Tres meses después, antes del amanecer, Paulo se fue.
No hubo trueno ni drama, solo un suspiro suave, una rendición.
Mira estaba a su lado, con los dedos entrelazados con los suyos, susurrando “Te amo” una y otra vez, como si esas palabras pudieran iluminarle el camino.
Su rostro se relajó, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios, como si al fin hubiera llegado a una orilla donde el dolor no lo alcanzaba.

Después del funeral, Mira no empacó sus cosas.
No volvió a casa de sus padres.
No buscó una nueva vida lejos.
Se quedó. Conmigo.

Abrimos un pequeño puesto de comida, trabajando codo a codo tras el mostrador.
Aprendió quiénes querían más chile, quiénes preferían el arroz doradito, qué niños sonreían si les ponías un trozo extra de lumpia.
Por las noches, nos sentábamos en la entrada, dejando que el día respirara a nuestro alrededor.

Han pasado dos años.
A veces la gente me pregunta, curiosa y amable:
—¿Por qué Mira sigue viviendo contigo?

Yo solo sonrío.
Algunos lazos se escriben en papel; otros, en sangre, en sudor, en noches sin dormir y en sábanas dobladas.

—Ella no fue solo la esposa de mi hijo —respondo—. También se convirtió en mi hija.