Me llamo Kenechi. Quedé viuda a los 25 años, con un único tesoro en este mundo: mi pequeña hija, Oluchi.
La vida no me mostró bondad, pero mi hija me dio fuerzas para resistir. La até a mi espalda, puse una bandeja de naranjas en mi cabeza y caminé bajo el sol ardiente gritando:
“¡Naranjas dulces! ¡Compre naranjas dulces!”
Algunos días, los hombres se burlaban de mí. Las mujeres criticaban mis sandalias rotas y mi tela descolorida. Pero yo me decía: “No importa. Mi hija un día usará zapatos que yo nunca tuve.”
Oluchi era brillante. Año tras año, era la primera de su clase. Cuando sus maestros la elogiaban, yo la miraba desde la ventana del aula, sonriendo, aunque el sudor del mercado empapaba mi ropa.
Cuando fue admitida en la universidad, vendí todo lo que tenía: la bicicleta de mi difunto esposo, mis únicas joyas, incluso la tela que usaba para cubrirme. La gente se reía, pero yo decía: “Que se rían. Mi hija debe estudiar.”
Pasaron los años. Oluchi se graduó con honores, consiguió trabajo en la ciudad, vestía ropa fina y vivía en una casa con pisos de baldosas. Rara vez llamaba, pero cada vez que lo hacía, yo le recordaba: “Hija mía, recuerda al Dios que te levantó con mi sudor.”

Llegó el día de su boda. Me vestí con lo mejor que tenía, aunque era solo una tela vieja, lavada tantas veces que había perdido su color. Me até mi viejo pañuelo y llevé mi Biblia en la mano.
En el salón, todas las miradas se dirigieron a mí: algunas curiosas, otras despectivas. Sonreí con orgullo al ver a mi hija con su vestido blanco brillante. Pero cuando intenté acercarme, un ujier me detuvo. Le dije suavemente: “Soy la madre de la novia.”
Él fue a decírselo. Oluchi me miró… y negó con la cabeza. Dijo en voz alta:
“Mi madre murió hace mucho. No conozco a esa mujer.”
El público quedó en silencio. Mis oídos zumbaban, mis rodillas se doblaron. La gente me sacó afuera mientras los murmullos corrían:
“Quizás le da vergüenza porque su madre es pobre.”
Me senté en el suelo, con lágrimas empapando mi tela, escuchando la música y la risa dentro — la risa de mi hija, mientras bailaba con su esposo. El día que pensé que honraría mi sacrificio, me convertí en un espectáculo de vergüenza.
Ahora vivo en silencio en el pueblo, rodeada de recuerdos. Los vecinos a veces preguntan: “¿Es cierto que tu hija te negó?” Yo solo sonrío débilmente. Y aun así, rezo por ella. Porque sin importar lo que hizo, sigue siendo la niña que llevé en mi espalda bajo el sol ardiente.
Hijos, nunca se avergüencen de las manos que los alimentaron, aunque estén ásperas y marcadas. Las lágrimas de una madre pueden caer en silencio, pero el cielo registra cada gota.
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