Una historia sobre el paso del tiempo y la transformación personal
Galina aplicaba con cuidado la sombra sobre su párpado superior, evitando salir del contorno marcado. En ocasiones, últimamente, su mano le jugaba malas pasadas debido a la edad. Tener 43 años no era una tragedia, sin embargo, tampoco era comparable con la juventud de los veinte años. Cada mañana, dedicaba media hora a su maquillaje y peinado—años de costumbre afianzados. Incluso para un simple paseo al supermercado, se negaba a salir sin estar arreglada.
Tras dejar el pincel a un lado, Galina examinó con mirada crítica el resultado. Estaba aceptable: las líneas de expresión alrededor de sus ojos apenas se notaban y su tono de piel lucía uniforme. Una sonrisa ligera se dibujó en su rostro frente al espejo. A pesar de los años, seguía manteniendo su atractivo.
Desde la cocina llegaban sonidos de platos; Fiódor preparaba su desayuno. Apresurándose, Galina terminó el maquillaje y bajó las escaleras. Su esposo no era partidario de esperar.
— Buenos días —dijo ella, besando a Fiódor en la mejilla antes de calentar la sartén para los huevos.
Él murmuró algo sin dejar de mirar su tablet. Las noticias financieras siempre despertaban más su interés que cualquier plática doméstica.
— Llegaste tarde hoy —observó Galina al cascar los huevos.
— Tengo una reunión con un inversor potencial —respondió él finalmente, alejándose de la pantalla—. No esperes para la cena.
Galina asintió, notando que su esposo ni siquiera le dirigió la mirada. Antes, Fiódor solía fijarse en su nuevo maquillaje o peinado, y los elogios brotaban de forma natural, no como una obligación. Actualmente, parecía verla como si fuera invisible.
En los últimos años, una distancia se había instalado entre ellos. Fiódor se mostraba más frío, las muestras de cariño se hicieron escasas y, en ocasiones, lanzaba comentarios hirientes que Galina aprendió a ignorar:
«Galya, deberías ir al gimnasio, no tienes veinte años ya».
«Ese vestido es demasiado juvenil para ti».
«¿Para qué tanto maquillaje? Igual se notan las arrugas».
Ella fingía una sonrisa, aceptando el chiste aunque cada frase dejaba una molestia interna. No comprendía qué había cambiado en su marido, quien tampoco lucía joven: entradas en el cabello, abdomen prominente, falta de aliento al subir escaleras. Sin embargo, jamás realizó comentarios sobre su apariencia.
Fiódor terminó su café y se levantó.
— Por cierto, nos invitaron a una fiesta el sábado —anunció mientras abotonaba su chaqueta—. La empresa celebrará un aniversario y asistirán todos los directivos.
Galina arqueó las cejas sorprendida. Él rara vez la llevaba a eventos corporativos, prefiriendo ir solo.
— ¡Qué bien! —respondió ella sonriendo—. Hace tiempo que no salimos juntos.
— Habrá personas importantes —advirtió con severidad—. Intenta lucir apropiada.
Un reproche quedó implícito en sus palabras. ¿Acaso alguna vez ella había descuidado su aspecto?
— Por supuesto, querido —fue lo único que contestó.
Luego de que Fiódor salió, Galina recogió la mesa y subió a su dormitorio. Varios vestidos elegantes colgaban en su armario: un clásico negro, uno azul oscuro de manga larga y otro beige con encaje, todos discretos y sofisticados.
Sus ojos se posaron en un vestido verde esmeralda guardado en una funda olvidada en el fondo del armario. Lo había comprado en una rebaja hace dos años, pero se había resistido a usarlo. Siempre que pensaba en ese vestido, un susurro interior, que parecía emular la voz de Fiódor, le repetía: «No es para tu edad».
Finalmente, sacó la prenda y la probó. Su color resaltaba su cabello rojizo y los ojos verdes. Mirándose en el espejo, se preguntó: «¿Por qué no?». La tela suavemente abrazaba su figura sin exhibir las señales del paso del tiempo, pero tampoco ocultaba sus curvas femeninas.
El sábado llegó rápidamente. Fiódor volvió a casa antes de lo habitual para prepararse para la fiesta. Galina estaba terminando de maquillarse cuando él entró al dormitorio.
— ¿Lista ya? —preguntó él mientras ajustaba su corbata frente al espejo.
— Casi —respondió ella—. Puedes bajar; yo bajo en cinco minutos.
Después de que él salió, Galina vistió el vestido esmeralda. Le quedaba perfecto. Respiró profundo y contempló su reflejo; una mujer segura, elegante y hermosa.
Con leve nerviosismo descendió a la sala. Fiódor revisaba algo en su teléfono. Al oír sus pasos, levantó la mirada y su expresión cambió: desde sorpresa hasta algo que ella no pudo definir. Luego esbozó una sonrisa burlona.
— ¿De verdad piensas salir así esta noche? —preguntó con tono despectivo.
— ¿Por qué no? —su corazón latía con fuerza.
Él volvió a sonreír, arreglándose la corbata.
— Tus mejores años quedaron atrás, Galya. Esa ropa no es para ti. Vas a parecer ridícula entre chicas jóvenes. Ponte el vestido negro.
Ella se paralizó. En otras ocasiones, habría cedido y cambiado de ropa para evitar conflictos. Pero en ese instante, su interior se apretó: los años de desprecio disfrazados de bromas, de invisibilidad, de constante menosprecio estallaron en una dolorosa claridad. Fiódor ya no la veía como mujer, solo como un objeto familiar sin deseos ni sentimientos propios.
Una quietud invadió la habitación y parecía que el tiempo se detenía. Antes se habría sonrojado y habría aceptado sin discutir, pero esa noche fue diferente.
Con calma inesperada, esbozó una sonrisa, tomó su bolso y se cubrió con un chal ligero.
— Está bien, voy sola —sentenció con voz firme.
Fiódor parpadeó, desconcertado.
— ¿Qué quieres decir con «sola»? —inquirió confundido—. ¿A dónde vas sola?
— A algún lugar donde me valoren —respondió mientras se dirigía a la puerta, sintiendo cómo recobraba la confianza perdida en años de matrimonio.
— No puedes irte así —protestó él, por primera vez mirándola realmente—. ¿Y la fiesta? ¡Estará toda la dirección!
— Seguro te dará pena presentarte conmigo —replicó—, así que ve solo.
Fiódor se quedó mudo. Estaba acostumbrado a que ella cediera ante sus deseos y cambios de humor. Para él, Galina debía someterse, cambiarse y representar a la esposa ejemplar.
— Galya, ¿estás enojada? —preguntó cuando ella abrió la puerta.
— No estoy enojada, he despertado —contestó y salió, dejando al hombre perplejo.
El portazo resonó. Fiódor permaneció en la sala, sin entender lo sucedido. Durante veinte años de matrimonio nunca la había visto actuar así. Creía que regresaría pronto, se calmaría y pediría perdón.
Con irritación, se aflojó la corbata. No le apetecía ir solo al evento; el director valoraba la familia y esperaba que todos asistieran con sus esposas. Sin embargo, no pensaba disculparse. Que ella reflexionara sobre su conducta.
Sirvió un vaso de whisky y se acomodó frente al televisor. El primer reloj que miró con nerviosismo, el segundo buscó llamadas perdidas y en el tercero empezó a preocuparse en serio.
Mientras tanto, Galina llegó al restaurante indicado en la invitación. Su vestido esmeralda atraía miradas, pero ella no las notaba. En la mente le daban vueltas las palabras hirientes de Fiódor: «Tus mejores años pasaron», «Te verás ridícula». ¿Realmente pensaba así? ¿Cómo pudo él volverse un hombre cínico incapaz de ver más allá de las arrugas?
Al entrar, dudó un instante. ¿Debería volver a cambiarse, como pidió Fiódor? Pero la idea de someterse generó rechazo. Enderezó la espalda y entró con paso firme.
— Buenas noches, ¿vienen al aniversario de «Vector»? —la recibió la anfitriona con amabilidad.
— Sí —asintió Galina.
— Pasen a la sala principal, los esperan.
El salón estaba decorado con colores corporativos. Música, risas y conversaciones llenaban el ambiente. Galina buscó rostros conocidos. Conocía poco de los colegas de su esposo; Fiódor hablaba poco de su trabajo y rara vez la invitaba a eventos.
— ¿Galina? —una voz masculina la llamó—. ¿Vienes sola? ¿Dónde está Fiódor?
Ante ella estaba Igor Stepanovich, el subdirector de la empresa. Hombre de unos cincuenta años, canoso en las sienes y con ojos atentos.
— Fiódor llegará con retraso —respondió ella sin entrar en detalles.
— Permíteme acompañarte a la mesa —propuso caballeroso, ofreciendo su brazo—. Debo decir que luces espectacular esta noche.
Galina sonrió con sinceridad, sintiéndose atractiva después de tanto tiempo. La velada comenzó de manera inesperadamente agradable. Fue presentada a los colegas de su esposo y conversaron libremente sobre el trabajo, las películas recientes y temas alejados de las obligaciones domésticas y los años vividos. Nadie la juzgaba ni insinuaba que su vestido fuera inadecuado.
— ¿Eres diseñadora, por casualidad? —preguntó una esposa de un empleado, admirando el estilo de Galina.
— No, solo tengo buen gusto —respondió con una sonrisa.
Para sorpresa de Galina, Igor Stepanovich permaneció a su lado toda la noche. Él resultó ser un conversador fascinante, compartiendo relatos de viajes y libros, y escuchando atentamente sus respuestas. Ella recordó cuánto tiempo había pasado sin una charla sincera y relajada con un hombre.
— ¿Bailamos? —propuso cuando sonó una música lenta.
Ella vaciló; bailar con otro hombre le parecía extraño. Pero recordó las palabras de Fiódor y aceptó.
En la pista, Igor fue un compañero experimentado y respetuoso que la guió con seguridad, manteniendo la distancia apropiada y sin comentarios inapropiados. Bailando, Galina sintió que era deseada, no la «vieja» que Fiódor una vez bromeó llamándola.
La noche pasó rápido. Al clausurar la fiesta, Igor le ofreció llevarla a casa.
— Gracias, prefiero un taxi —declinó galantemente ella.
— Al menos permíteme acompañarte hasta el vehículo —insistió el hombre.
Cerca del coche, él tomó suavemente la mano de Galina.
— Desde hace tiempo quise conocerte mejor —confesó—. Fiódor me mostró fotos tuyas, pero ninguna capta tu encanto real.
Galina soltó la mano con suavidad.
— Estoy casada, Igor Stepanovich.
— Perdona —se disculpó él—. Solo que no entiendo cómo deja ir a una mujer como tú sola a una fiesta.
Ella sonrió, subió al taxi y guardó la tarjeta de Igor en el bolsillo de su abrigo. Mientras partía, lo observaba a través del espejo trasero, pensando en lo irónico que es que un extraño viera en ella lo que su propio esposo ignoraba.
Volver a casa no le apetecía, pero no tenía donde más ir. Al subir los escalones de su vivienda, sentía estar entrando en una prisión. Reflexionaba en la noche: lo fácil que había sido respirar, el placer de ser el centro de atención y la alegría de sentirse hermosa.
Fiódor la esperaba en la sala. Ella se preparó para un enfrentamiento, pero él parecía desconcertado.
— ¿Dónde estabas? —preguntó intentando ocultar preocupación tras irritación.
— En la fiesta de la empresa —respondió tranquilo mientras se quitaba el abrigo—. Justo a donde íbamos.
— ¿Sola?
— Como ves.
Una pausa incómoda siguió. El guion donde ella regresaba llorando y pidiendo perdón no funcionó.
— ¿Y qué tal? ¿Te divertiste? —interrogó con sonrisa forzada.
— Muy bien —asintió Galina—. No recordaba la última vez que disfruté tanto.
Fiódor intentó ignorar lo sucedido, fingiendo que nada había cambiado: ni las palabras hirientes ni la salida demostrativa. Se acercó para abrazarla como de costumbre antes de dormir, pero ella se apartó.
— ¿Qué te pasa? —frunció el ceño él.
— Estoy bien —mirándolo a los ojos—, pero nuestra relación no. No me amas, solo estás acostumbrado a mí. No quiero estar junto a alguien que solo ve mi edad.
Fiódor se quedó paralizado, sorprendido. En su mente, ella solo necesitaba tiempo para «calmarse» y volver a ser la esposa complaciente.
— ¿De qué hablas? —titubeó—. ¡Claro que te amo! Solo que ese vestido no era adecuado…
— No se trata del vestido —interrumpió ella—. Es que dejaste de verme, de valorarme. Me convertiste en un objeto decorativo sin alma.
— Estás exagerando —intentó bromear—. Solo dije una tontería, ¡no hay que hacer una tragedia de ello!
— No es una tontería —respondió en un susurro—. Es toda una vida en la que me siento inútil y fea. Esta noche comprendí que merezco más.
Fiódor la miraba perplejo. Esa mujer segura y directa no era su apocada Galya de siempre.
— Hablamos mañana —gruñó y se retiró al dormitorio.
Pero el siguiente día no trajo cambios. Fiódor fingió que nada pasó; Galina, en cambio, comenzó a transformarse. Dejando de consultar su opinión sobre la ropa, saliendo más y apuntándose a clases de inglés que siempre quiso.
Una semana después, apareció en casa con un corte de cabello corto. Fiódor casi se atragantó al verla.
— ¿Qué es esto? —balbuceó.
— Un nuevo look —respondió pausado Galina—. Me gusta.
— ¿Por qué no me consultaste?
— ¿Para qué? Son mis cabellos.
El ánimo de Fiódor estaba más oscuro que nunca. Su mundo conocido se desmoronaba sin que supiera por qué. Galina ya no cocinaba para él, no mostraba interés en su día ni se adaptaba a sus estados de ánimo.
Dos semanas después, hizo su maleta.
— ¿A dónde vas? —preguntó alarmado Fiódor.
— A casa de mi hermana —respondió—. Necesito tiempo para pensar.
— ¿Pensar? ¡Llevamos veinte años casados!
— Exacto —confirmó ella—. Veinte años en los que me perdí a mí misma. Ahora quiero encontrarme.
Fiódor no creía que realmente la perdería. Incluso cuando la puerta se cerró, esperaba que volviera pronto.
Pero Galina no regresó ni en dos días ni en una semana. Fiódor llamó, escribió mensajes y visitó a su hermana sin entender la realidad, atribuyendo todo a caprichos.
— Galya, ¿qué estás haciendo? —le preguntó en un encuentro—. Todos se burlan. A nuestra edad, no se divorcian.
— ¿Qué hacen entonces? —contestó serena—. ¿Vivir con quien no aman por miedo a la soledad?
— ¡Veinte años de matrimonio! —alzando la voz—. Siempre te cuidé y proveí.
— Gracias por eso —reconoció—, pero ya no quiero ser solo un apéndice en tu vida.
Fiódor intentó recuperarla por un tiempo, pero Galina estaba decidida a empezar de nuevo. Rentó un pequeño apartamento, consiguió empleo como administradora en un salón de belleza, y comenzó a vivir para sí misma.
Medio año después, coincidió con Igor Stepanovich en un café. Él la reconoció pese a su nuevo estilo y corte.
— Fiódor mencionó que están separados —comentó—, pero no explicó por qué.
— La razón es simple —sonrió—. Prefiero estar sola que con alguien que no ve mi belleza ni valor.
Igor la miró con calidez.
— Fiódor perdió mucho al no apreciar la mujer increíble a su lado. Permíteme invitarte a cenar.
Galina aceptó, no porque necesitara atención masculina, sino porque ahora ella decide con quién compartir su tiempo y su sonrisa.
Por su parte, Fiódor quedó en la casa vacía, enfrentando sus palabras vacías y sin entender cómo perdió en una noche a quien estuvo con él dos décadas, ni cómo no pudo recuperarla.
Conclusión: El paso de los años no solo cambia nuestro aspecto físico, sino que también influye profundamente en nuestras relaciones y autoestima. La historia de Galina ilustra cómo el desaprecio y la falta de reconocimiento pueden desplazar el amor, mientras que la autovaloración y la búsqueda de independencia pueden abrir caminos hacia una nueva vida llena de respeto y felicidad personal.
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