El esposo abandonó a su esposa enferma de cáncer terminal para estar con la mejor amiga de ella; el día que la esposa murió, él quedó en shock cuando el abogado leyó el testamento…

Aquel día, la habitación del quinto piso del Hospital Oncológico de Ciudad de México estaba cubierta por un gris apagado. Afuera caía una llovizna ligera, y dentro, una mujer demacrada yacía encogida en la cama, con la mirada hundida fija en la puerta, como esperando una silueta que hacía mucho no volvía.

Laura tenía apenas 42 años. Debería haber tenido todavía muchos años por delante, para cuidar a su familia y cumplir su pequeño sueño: abrir una florería en la esquina de la colonia. Pero el cáncer de ovario la había arrastrado a dolores insoportables, borrando lentamente ese anhelo. Llevaba tres meses internada; su cuerpo reducido a piel y huesos. Cada tarde, la luz del sol entraba por la ventana, iluminando su rostro pálido, resaltando la nostalgia de una mujer que vivía sus últimos días.

Su esposo, Héctor, al inicio la visitaba, pero cada vez ponía más excusas de “trabajo”. Hasta que un día, Laura escuchó de una enfermera la verdad: Héctor mantenía una relación con Teresa, la amiga de Laura desde la preparatoria. La revelación le partió el corazón.

Teresa había sido quien la visitaba al principio, la que le llevaba palabras de ánimo. Pero desde que Héctor desapareció, también Teresa se fue alejando, limitándose a mensajes fríos. Laura comprendió todo. El dolor físico ya no era tan atroz como el dolor de la traición.

Cada día pedía que le abrieran la ventana:
—“Déjenme oler un poco más el sol, la lluvia… para que cuando me vaya, lo recuerde.”

Mientras todos la creían débil y vencida, ella en silencio preparaba todo. Llamó a un viejo amigo de su padre, abogado, para redactar su testamento. Cada palabra la pensó con cuidado, no por ella, sino por su hija de 17 años: Mariana.

Mariana estaba en plena preparación para el examen de ingreso a la universidad. La visitaba con frecuencia en el hospital. Era muy joven para cargar tanto dolor. Laura le pidió solo una cosa:
—“Prométeme vivir con bondad, no odiar, no guardar rencor. Confío en ti.”

Mariana lloró y asintió. Laura volteó el rostro, ocultando sus propias lágrimas. Sabía que le quedaba poco, pero se iría en paz: estaba lista.

El día que Laura murió, todo el piso del hospital quedó en silencio. En el pasillo, los pasos apagados y el goteo de los sueros marcaban el compás de un réquiem. Laura cerró los ojos serenamente, aún con una leve sonrisa en los labios. Antes de partir, sostuvo con fuerza la mano de Mariana:
—“Todo lo dejo para ti, cuídalo.”

La noticia de su muerte atrajo a familiares y amigos. Héctor apareció tarde, vestido de traje y tomado de la mano de Teresa, sin ocultarse de las miradas. Mariana lo vio, sintió que su corazón se rompía, pero recordó las palabras de su madre: no lloró, no reprochó. Se quedó junto al ataúd, con los ojos rojos, pero firme.

El funeral fue sencillo, como lo pidió Laura. Al final, apareció el abogado con una carpeta gruesa:
—“De acuerdo con el testamento legal, procederé a leerlo.”

Todas las miradas se fijaron en él. Héctor frunció el ceño, impaciente; estaba seguro de que Laura había dejado todo —casa, ahorros— bajo su nombre. Pero su rostro se descompuso al escuchar las primeras líneas.

Laura había dejado todos sus bienes a su hija Mariana, nombrando a un primo de confianza como tutor administrativo hasta que cumpliera 20 años. Y en una cláusula final escribió:

“No lego absolutamente nada a mi esposo, Héctor Ramírez, por no haber cumplido con su deber en mis últimos días.”

El silencio invadió la sala. Mariana sollozó, conmovida y herida a la vez. Los familiares cuchicheaban. Héctor quedó inmóvil, con la mirada perdida, volteando hacia Teresa, que evitaba mirarlo.

Con un testamento, Laura desenmascaró todo. No hubo gritos ni escenas; eligió irse en calma, pero dejando una herida imborrable en la traición de su marido.

Después del sepelio, Mariana regresó a la casa pequeña de su madre. Cada rincón guardaba huellas de Laura: las macetas de bugambilias, los cuadernos con bocetos de arreglos florales. Mariana se sentó con el cuaderno en brazos, llorando sin cesar, pero en su interior sentía una fuerza nueva: la valentía y el amor que su madre le había heredado.

Héctor, en cambio, enfrentó el desprecio. Los amigos lo abandonaron, los parientes lo miraban con asco. Teresa, incapaz de soportar el juicio social, lo dejó. La casa, el dinero: todo pertenecía a Mariana. Héctor se encontró, por primera vez en años, con las manos vacías.

Una tarde volvió a la casa, intentando entrar. Mariana lo esperó en la puerta y le dijo con voz firme:
—“Usted ya no tiene ningún derecho aquí. Esta es la casa de mi madre, y ahora es mía.”

Héctor se quedó helado. Vio a su hija: aquella niña que antes corría por la sala ahora era una joven fuerte, tan parecida a Laura. Sintió un dolor punzante, pero ya era demasiado tarde.

Mariana, decidida, cumplió el sueño de su madre. Con el dinero heredado, continuó sus estudios y abrió una pequeña florería en Coyoacán, a la que llamó “Memorias de Agosto”, el mes en que Laura había partido. Cada ramo era sencillo y elegante, como su madre en vida.

Los clientes escuchaban la historia de la mujer que, aun enferma, vivió con amor y dignidad. Cada flor vendida era un homenaje.

Héctor solía quedarse parado frente a la tienda, mirando a su hija desde lejos. Quería entrar, pero la vergüenza lo detenía. Teresa había desaparecido. Él solo tenía el peso de su culpa.

Mariana recordaba siempre las palabras de su madre:
“No guardes rencor, no odies. Solo vive con bondad.”

Y así lo hacía. Sonreía, mirando al cielo, segura de que Laura seguía allí: en cada flor, en cada respiro de su vida.