En ese entonces, María Elena nunca imaginó que sus sueños de estabilidad, de una vida tranquila junto a un hombre con el que pudiera formar una familia, se convertirían en una pesadilla. Unos meses después de haber aceptado la invitación de Julián para ser su esposa, su vida dio un giro irreversible. La convivencia no fue la misma después de la boda. El hombre amable y detallista se transformó en alguien diferente, alguien que la controlaba, que la aislaba de su familia y amigos, y que poco a poco fue cambiando la manera en la que veía el mundo.
Las primeras señales de maltrato fueron sutiles. Comentarios despreciativos sobre sus decisiones profesionales, críticas sobre su forma de vestir, hasta la forma en la que hablaba. Pero lo que más dolió fueron los silencios. Silencios cargados de reproches, de frustraciones ajenas que ella tenía que cargar, solo por intentar mantener la paz. La verdadera cara de Julián se desveló con el tiempo. Cada vez que discutían, él la culpaba por todo, por sus frustraciones, por su falta de éxito, por no ser la mujer perfecta que él pensaba que debía ser.
Y luego, llegaron los golpes. Primero fueron empujones y gritos, luego las bofetadas, las heridas invisibles que quedaban en su alma. Cada vez que él la agredía, le pedía perdón, como si eso pudiera arreglar el daño hecho. María Elena, en su afán por mantener unidas a sus hijos y su hogar, se tragaba sus lágrimas, se convencía a sí misma de que todo mejoraría. Pero no lo hacía.
A lo largo de los años, la vida de María Elena se fue apagando. Los días se mezclaban entre la rutina, las pastillas, las mentiras de un esposo que ya no la miraba con amor, sino con desprecio. No había más espacio para ella. No había más sueños, solo la sombra de lo que alguna vez fue.
El día que Julián la echó de la casa, ya no le sorprendió. No fue un golpe físico, pero lo fue emocionalmente. Lo que él le dijo, lo que ella sintió, la hundió aún más. Su vida, que había sido un sueño de amor y seguridad, se desmoronó en un instante.
Mientras caminaba por las calles bajo la lluvia con sus hijos, la idea de que su vida había cambiado para siempre se le clavaba en el corazón. No podía dejar de pensar en todo lo que había perdido, en todo lo que había dado por su familia, y cómo todo había quedado atrás. Y en ese momento, entre las lágrimas y el frío, algo despertó dentro de ella, algo que no había sentido en años. No era odio, ni venganza, sino un deseo profundo de recuperar lo que había perdido: su dignidad.
Esa noche, cuando llegó a la casa de su tía Chayo, María Elena no lloró de tristeza, sino de alivio. Ya no estaba sola, y por primera vez en mucho tiempo, podía respirar. Pero aún quedaba algo pendiente: descubrir la verdad, la verdad que Julián había ocultado, la verdad que él había manipulado, la verdad que había costado su vida y su familia.
En ese momento, frente a la estufa apagada, escribió lo que sería su primer paso hacia la justicia, lo que sería su primer recordatorio de que el destino siempre tiene una forma de poner las cosas en su lugar.
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