Mi enojo iba en aumento porque sentía que toda la familia de mi esposa quería sacarme dinero. Cuando compramos el departamento, no aportaron nada; su hermano vivía gratis y todavía pedía dinero… y ahora hasta mi suegra se atrevía a abrir mi billetera.
Llevábamos un año de casados cuando decidimos juntar todo nuestro dinero para comprar vivienda. Mis padres nos dieron un millón de pesos, mientras que los de mi esposa solo dieron 200 mil. No lo voy a negar: me desanimé y desde entonces no tenía muchas ganas de tratar con mis suegros, pensando que eran personas tacañas… incluso con su propia hija.
Mi esposa y yo pedimos un préstamo adicional de más de un millón de pesos y compramos un departamento de dos recámaras.
Como todavía no tenemos hijos, una de las recámaras quedó vacía. El mes pasado, mi esposa me propuso traer a su hermano menor, que vive en un rancho de Michoacán, para que se quedara con nosotros.
—El próximo mes empieza la universidad aquí —me dijo—, y quiero traerlo antes para que se familiarice con la ciudad. Además, así le buscamos un trabajo de medio tiempo para que no pierda el tiempo en malas compañías.
Aunque no me hacía gracia, acepté. La verdad, no me gusta tener extraños viviendo en mi casa y, para ser sincero, como mis suegros pusieron mucho menos dinero en la compra, sentía que tenía más derecho a decidir quién podía vivir allí.
Pero pensé: si me niego, su familia me llamará tacaño. Así que acepté con la condición de que su hermano aportara 5 mil pesos al mes para comida y gastos.
Mi esposa no discutió, solo dijo:
—Se lo diré a mis papás.
El cuñado vino a vivir con nosotros, pero pasó una semana y no dio ni un peso para renta ni para comida. Me molestó muchísimo, pero me aguanté.
Para colmo, además de no pagar nada, tuvo el descaro de pedirme dinero para la matrícula de la universidad. Sospeché que no me lo devolvería, así que le dije que no tenía y le respondí:
—Ya eres adulto, consigue el dinero tú mismo; si tus papás no pueden ayudarte, trabaja. Nosotros tenemos que ahorrar para nuestro futuro y no podemos mantenerte.
Después de eso, no volvió a mencionarlo.
Poco después, mi suegra vino de visita con el pretexto de “ver cómo vivía su hijo menor” con nosotros. No tenía ganas de convivir, así que la dejé con mi esposa y su hermano, mientras yo me refugiaba en el trabajo.
La última noche antes de que regresara al pueblo, al salir del baño vi —para mi sorpresa— a mi suegra abriendo mi billetera. Fingí no darme cuenta, pero por dentro hervía de rabia.
Sin embargo, a la mañana siguiente, antes de irse, mi suegra nos reunió en la sala: a mi esposa, a su hermano y a mí.
—Me alegra mucho ver que viven juntos en armonía —dijo— y que cuidan de mi hijo. Eso es lo que siempre hemos querido enseñarle a la familia. Espero que ustedes lo orienten y lo guíen como si fueran sus propios padres.
Luego me miró y continuó:
—Aunque no me lo hayas pedido, pensaba darles el dinero para su manutención aquí. Es mi obligación como madre mientras estudia. Anoche puse discretamente en tu cartera 10 mil pesos, que cubren su comida y estancia de este mes. El resto considérenlo un apoyo de sus padres para que puedan ahorrar más y, en el futuro, cuidar a los nietos que algún día tengamos.
Se hizo un silencio, y entonces añadió:
—Antes no lo mencionamos, pero la razón por la que solo les dimos 200 mil pesos para el departamento fue porque teníamos otro plan para ustedes. Y ahora que se concretó, quiero contarlo: compramos dos terrenos más; uno será para ustedes y el otro para mi hijo menor. Los pondremos a su nombre en cuanto finalicen los trámites. Es nuestro regalo para que tengan estabilidad.
Mi esposa y su hermano gritaron de alegría. Yo también di las gracias, pero por dentro me sentí avergonzado.
Jamás imaginé que no nos habían dado más dinero para la casa no por tacañería, sino porque querían darnos una sorpresa mucho más grande. Y yo… había estado juzgándolos injustamente todo este tiempo.
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